Tusquets, Barcelona, 2017. 333 pp. 19 €
Ignacio Sanz
Qué gusto leer a Landero. Tiene un estilo tan poderoso, una fuerza tan envolvente y arrolladora, un ritmo en la cabalgada que, más allá de lo que nos cuente, de cómo arme sus historias, de las inquietudes que nos trasmitan sus personajes, leerlo es un placer. Uno se adentra en sus páginas como un niño que corriera sin freno en un prado en los días de la explosión primaveral, dispuesto al gozo del bien contar, dispuesto al asombro, a la elegancia y a la sorpresa. Uno tiene la sensación de que detrás de Landero están Cervantes y Baroja empujando la pluma, llevándole la mano con naturalidad. Pero a ratos también aparece el Cunqueiro más fantástico y delirante, sin su barroquismo estilístico, por supuesto. Por lo demás, después de haber leído toda su obra, se podría decir que Landero, con pequeñas variantes, siempre nos cuenta la misma historia, la historia de un perdedor insatisfecho, lleno de sueños que se deja arrastrar una y otra vez por el azar de la vida y que cuando está a punto de conseguir su propósito, le entra un ataque de insatisfacción y regresa a sus ensoñaciones en las que se adivina siempre la sombra delirante de don Quijote.
En esta ocasión y, tras El balcón de invierno, excelsa novela atípica y acaso la mejor ya que rastrea su vida y la de su familia y constituye un conmovedor homenaje a su padre, Landero vuelve a sus viejas artes de fabulación y nos hace un retrato de Hugo Bayo, estrambótico peluquero madrileño. Se advierte un trasfondo picaresco, como si Lázaro de Tormes o el buscón don Pablos latieran tras el espíritu del este peluquero solitario, egoísta e insatisfecho que se pasa las páginas dando espantadas y traicionando a los más próximos.
Hugo tiene a su alcance unos cuantos espejos en los que mirarse y todos distorsionados. Esa distorsión, marca de la casa, crea desconcierto en el lector convencional acostumbrado al sota, caballo y rey de las novelas y películas de aventuras y misterio. Aquí las triples vueltas mortales no dejan de asombrarnos. Y cuando parece que todo vuelve a su cauce, que las aguas se serenan, de pronto una chaparrada imprevista, desborda el río de la narración.
Hay páginas memorables dignas de una antología. La gran parrafada del brigada Ferrer, maestro peluquero que da la alternativa a Hugo Bayo en el cuartel, debería lucir enmarcada en todas las peluquerías. Una maravilla. Por lo demás, Landero, que hasta ahora había sido algo retraído en el tratamiento de escenas sexuales, se ha lanzado de cabeza al campo del erotismo con la elegancia que cabe imaginar. Los escarceos entre Hugo y la coronela resultan tan refinados y tan sublimes que sólo tienen comparación con las luchas amorosas que establece con Leo, una de sus más fieles contrincantes femeninas.
Landero es un excelente narrador oral. A la altura de Antonio Pereira. Los que le hemos escuchado de viva voz contando los mayores disparates sin que se le mueva un músculo de la cara, le imaginamos detrás de una mesa contando estas mismas historias increíbles que aquí pone en boca de Hugo Bayo. Es la manera que tenemos de seguir disfrutando cuando ya la novela llega a su última página. Imaginar el torrente templado de su voz encandilando nuestros oídos con la elegancia de los verbidotados.
Landero está a punto de cumplir setenta años. Lleva treinta publicando. Una novela cada tres años. Todas atravesadas por un estilo poderoso, aunque acaso no todas le hayan salido redondas. Hizo renuncia a premios comerciales cuando le tentaron. No sé qué esperan en las altas esferas para darle uno de los grandes, el Cervantes acaso, para que su obra, traducida a varios idiomas, siga expandiéndose. Leerle es una manera fiable de luchar contra la depresión.
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