miércoles, febrero 17, 2016

Diarios 1956-1985, Jaime Gil de Biedma


Ed. Andreu Jaume. Lumen, Barcelona, 2015. 672 pp. 24,90 €

Bruno Marcos Carcedo

La poesía de Jaime Gil de Biedma cada vez se sitúa en una mejor posición dentro de la historia de nuestras letras y, ya superados los últimos escollos de las dominancias poéticas y agotadas las sangrías epigonales, se le percibe distinto a todos. A medida que pasan los años se entiende mejor su lugar dentro de la literatura y se le ve no como una anomalía sino como un producto singular, fruto de enlazar determinadas ascendencias poco habituales entre nosotros como la del romanticismo o la del modernismo inglés.
El resultado de su labor poética es una obra muy breve, muy decantada, muy atada a la vida, con una gran intensidad que alberga el canto a la plenitud al mismo tiempo que la elegía sin solución. Su tema principal es la juventud, encarnada en el erotismo, con las fascinaciones, urgencias e inquietudes que se tienen a los veinte años y con el lastre de la angustiosa amenaza de su fin. Gil de Biedma añadió a su experiencia vital su propia genealogía literaria y tomó de la época que vivió, tan marcada por el realismo social, y también de su tradición familiar un total coloquialismo que vuelve sus poemas prácticamente oralidad, textos para ser dichos, aspecto clave de su éxito comunicativo y hasta de su popularidad creciente.
De lo que ofrece esta edición de sus diarios lo mejor no es nuevo. Sin duda para este lector el preferido sigue siendo el primero, que ya se pudo leer hace años. Este contiene el relato de su primer viaje a Filipinas y plasma la algidez de su juventud, la libertad que encuentra en aquella antigua colonia, las descripciones de lo exótico de las islas, la vida de la alta burguesía colonial y empresarial en contraste con su actividad noctámbula, sus encuentros sexuales, la miseria que los rodea, la sordidez prostibularia, así como el final enredo con sus “novios filipinos”.
Es también interesante el diario posterior que recoge su convalecencia en un pueblo de Segovia para curar la tuberculosis. En esta parte vemos al poeta liberado de su vida urbanita y su trabajo de ejecutivo, entregado a la lectura y a la reflexión, a la creación literaria y al reposo contemplativo. Un periodo de tres meses que le marcó y que añora al comienzo del diario del año 1978, en el que cree falsamente haber recaído en la tuberculosis y experimenta un extraño sentimiento de ilusión por poder vivir otro tiempo como aquel de 1956 enfermo. Seguramente veía en esa etapa el ensayo de lo que habría sido su vida como poeta exclusivamente, aislado de la obligación laboral, las pasiones amorosas o las urgencias sexuales.
En los siguientes, coincidentes con la elaboración de su libro Moralidades se suceden sobre todo apuntes de utilidad para el estudioso de su obra, bien acompañados por las notas del cuidador de la edición, que ha tenido el buen tino de añadir cartas y fragmentos de entrevistas o artículos que ubican cada asunto de los que Biedma habla.
Es revelador el arranque del diario correspondiente a 1978 que ocurre durante una estancia en su casa de la costa, en el pueblo de Ultramort. Ahí hace una doble afirmación bastante dramática. En la primera reconoce que aunque es feliz ya no desea vivir mucho más y en la segunda asegura que, como escritor, no tiene ya nada que decir, ni a los demás ni a sí mismo. No en vano había ya escrito el poema “Después de la muerte de Jaime Gil de Biedma”.
Finaliza este volumen el inicio del diario correspondiente al año 1985 que describe los primeros momentos del tratamiento médico poco después de ser diagnosticado de sida, enfermedad que le causaría la muerte cinco años después.
Los Diarios de Gil de Biedma constituyen una lectura fascinante en asociación a su obra poética pero, no obstante, dejan una sensación extraña. Aunque el lector tiene una gran impresión de ser confidente del autor percibe algo raro, probablemente, la sustitución de la sinceridad por el exhibicionismo en demasiadas ocasiones, operación que produce un juego de superposición de máscaras cuyo fin es la automitificación. El caso es que esta automitificación se convierte en la herramienta clave para lograr el objetivo de su obra, salvaguardar lo que perece por el paso del tiempo en el seno de la literatura. El problema es que este mecanismo hace perder, en pago, parte de la verdad con lo cual se extiende, tanto sobre sus diarios como sobre sus poemas, cierto velo de falsificación.

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