Trad. Adolfo García Ortega. Seix Barral, Barcelona, 2015. 195 pp. 17,50 €
Ignacio Sanz
Tuve noticia de este libro a través de un artículo de periódico que se hacía eco de su aparición en castellano como si de un acontecimiento se tratara, una de esas noticias que, de cuando en cuando, estremecen los cimientos del mundo editorial. Su autor era un novato desconocido, aunque había ganado en dos ocasiones el Premio Hemingway de cuentos. De hecho no tenía ningún libro publicado pese a que ya había pasado la barrera del medio siglo. Y, sin embargo, esta primera novela era un acontecimiento porque incluso antes de salir en francés en una pequeña editorial ya había comprometido sus derechos de traducción para 25 países. En fin, en fin, habrá que leerla, me dije.
La novela se deja leer, por supuesto. Rezuma ternura en cada página. Los malos, que los hay, se llevan su pequeño castigo y eso complace siempre al lector que espera su porción de venganza. Pero también es cierto que recuerda un cuento edulcorado, aunque para ser más exactos, me ha recordado a Amélie, aquella plácida película francesa que no nos cansamos de ver encerrados en casa una de esas tardes de frío que anuncian la Navidad.
El protagonista es un hombre soltero que vive solo al que le gusta leer, aunque se dedica a destruir libros con una máquina monstruosa para convertirlos en pasta de papel. Boumil Hrabal escribió una novela con un tema parecido titulada si no recuerdo mal Una soledad demasiado ruidosa protagonizada por un maquinista que maneja una máquina parecida y que se encarga de salvar cada día un libro de su destrucción definitiva.
Pero en la novela de Didierlaurent, además del maquinista que lee en alto cada día en el vagón del tren que le lleva al trabajo, aparece otro personaje gemelo: la cuidadora de los lavabos de un gran centro comercial. Ambos llevan una vida gris y ramplona, pero en ambos destella un punto de luz que les llega respectivamente a través de la lectura y de la escritura.
Con mucha habilidad Didierlaurent va llevando al lector a ese punto de luz en el que convergen los dos personajes centrales.
Pero la novela cuenta además con curiosos personajes secundarios que han pasado por experiencias peliagudas y que, pese a todo, no han tirado la toalla y miran con ilusión hacia adelante.
Al final, el lector, este lector al menos, tiene la sensación de haber leído un precioso cuento de Navidad, un cuento que, por otra parte, se puede aplicar a la vida de un escritor sin relieve que, de pronto, es arrancado del anonimato porque su obra, su primera obra, llega a través de una fábula al corazón de miles de lectores en las más diversas lenguas del mundo.
Supongo que si el cuento sigue creciendo, y tiene muchas papeletas para hacerlo, acaso algún día no lejano lo veamos trasladado a la pantalla y, en consecuencia, podamos verlo en la tele de nuestra casa mientras caen los copos de nieve a través de la ventana. Acaso ese día recordemos la tarde placentera de verano que nos proporcionó su lectura.
1 comentario:
Lo leí, y me pareció fascinante la primera mitad. Después, con la irrupción del pendrive y la chica fue cayendo el nivel hasta acabar de un manera ñoña y cursi que hemos visto en mil libros. Una pena.
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