Acantilado, Barcelona, 2015. 128 pp. 12€
Pedro Pujante
Si la literatura es ya de por sí una elaborada abstracción del lenguaje, podríamos afirmar que una de las características de la buena literatura es su capacidad de sugerir, mediante algunas figuras –elipsis, símbolos, metáforas, ironía, etc. –y de esconder significados para hacernos ver lo que no se dice literalmente.
En Los Pissimboni Sònia Hernández (Terrasa, 1976) recrea un mundo neblinoso, nos describe una inusual familia de urdimbre fantasmal y nos regala una breve historia, cargada de simbolismo, rayana en la fábula y que tiene más de episodio onírico que de relato costumbrista o realista.
Los Pissimboni son una extraña familia que vive en una casa cubierta de hiedra a las afueras del Pueblo. La casa está en lo alto de la colina, y la vida familiar parece transcurrir en un limbo, a la suficiente distancia de la civilización para que nadie considere que pertenecen al Pueblo.
Pero, ¿quiénes son los Pissimboni? A medida que leemos nos vamos dando cuenta de que este peculiar clan de hábitos extraños, que vive encerrado en su propio mundo de deseos inalcanzables, y adscrito a una irrealidad existencial extrema, parece más un linaje de entes borrosos, de espectros, que una comunidad humana. Viven en una casa que algunos vecinos consideran deshabitada, que temen o cuya existencia simplemente ignoran. Los Pissimboni son más el destello de una vieja leyenda que la probabilidad de seres de carne y hueso. Muchos relatos, algunas contradictorios, otras inverosímiles, giran en torno a ellos y construyen la historia de esta familia.
Los Pissimboni comparten el vago sueño de regresar a su pueblo natal: Sandofar, una especie de destino edénico, en el que quizá puedan encontrar la paz que su agobiante vida en la casa de hiedra parece negarles. Porque en la casa de hiedra sufren una turbia realidad, carente de luz, asfixiante, enfermiza, de ultratumba, insatisfactoria.
El exilio existencial que comparten los Pissimboni se trata de quebrantar por parte de Yago, uno de los Pissimboni. Irá al Pueblo, donde le acaecerá una suerte de anécdotas, cada cual más rocambolesca y rara, que le harán convencerse de que el mundo es un laberinto, que su propia realidad se balancea en una inestable materia de pesadilla, de invenciones, de imposibilidades. Tratará de llegar –como esos personajes desnortados de Kafka- a las instancias superiores de la Casa del Pueblo, trasunto de la autoridad. Pero todos los intentos de trascender su universo toparán contra la imponente maquinaria burocrática y absurda de los hombres, ante el imperativo de ser transformado en leyenda de sí mismo mediante los chismes que se trasmiten entre los parroquianos, la falta de coherencia del relato sobre la saga Pissimboni y las dificultades que la lógica que rige las normas del Pueblo dicta.
Los Pissimboni es una leyenda oscura, que nos habla de seres anclados en un interregno espectral, pero a la vez, esta misteriosa historia, con ecos de Kafka y de la novela gótica, nos habla de nosotros mismos, de nuestros deseos de supurar nuestras barreras, de nuestros miedos a lo desconocido, de los límites entre la realidad y la pura invención, de la capacidad del ser humano de ser libre a través de sus sueños más inalcanzables.
El registro de Hernández es amplio, usa un lenguaje claro y abundante que mediante una lucidez poderosa logra comunicarnos un mundo siniestro y opaco. Es evidente que la autora sabe lo que quiere contar aunque quizá su interés por lo simbólico haga que la narración se menoscabe en su conjunto, y pierda algo de fuerza.
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