lunes, junio 30, 2014

Desdecir, Enrique Cabezón

Amargord, Madrid, 2013. 138 pp. 11 €

Sofía Castañón

Quiero hablar de Desdecir y continuamente borro lo escrito. He iniciado esta reseña hace meses. La he borrado. He vuelto es escribir esta reseña. La he vuelto a borrar. Me pregunto si en lo escrito que ahora no me sirve, me pregunto si entre todo eso, tachando, habría también ideas que sí. Tachando lo que no, todo lo que no, aquello que no. Dejando algo de grano. Pero no, esto tampoco sirve para hablar de Desdecir. Cuando tengas en la mano, lectora, el poemario de Enrique Cabezón (y has de tenerlo en tus manos, lector, y abrirlo), verás páginas de renglones (son versos) tachados. Alguna palabra, algún sintagma, sobreviven al borrón certero, de trazo grueso y acierto de taxidermista. Es verdad, hay un ejercicio visible al ojo. El poema que nos queda cuando se deshecha lo demás. Pero decir “lo demás” es un error. Porque el poema sigue existiendo, íntegro, abajo, en los márgenes (porque es de hecho en los márgenes donde se mueve y donde se quiere mover la poética de Cabezón). Por tanto, no hay lugar para lo desechado, porque nada se desecha. Hablamos no de selección. Hablamos de lo integral. El salvado nos alimenta como el grano. De ambos nos nutrimos, de ambos, como lectores, somos.
Así queda el poema tras los tachones: antologías y homenajes/ cementerios/ a este lado/ es sospechoso. El poema que también decía, que aún dice: (…) que nos premiaron con la golosina de mascota que son/ las palmadas en la espalda de los poderosos y sus secuaces/ ya sé que así uno vive más tranquilo y que el tiempo traerá/ antologías y homenajes/ (…) qué esperar de las biblitecas y los cementerios si no silencio/ y asépticos aplausos en la distancia/ ya sé que todo lo que hacemos los que nacimos a este lado/ es sospechoso y genera miedos y odios atávicos (…). El poema que se inició mirando al lado propio volvió, tras el ejercicio del desdecir, la vista al lado contrario. Aunque cómo negar que lo que late no está desde el principio.
El poeta radical (y es que estoy hablando de la raíz del poema, y es que nos está importando la raíz del poema) que es Cabezón nos muestra su propia relectura del poema en su materia, en el qué dice. Se enfrenta al poema rotulador en mano. Y al contrario de aquellos fosforitos, iluminadores, que destacaban el texto de los apuntes, oscurece las palabras, dejando las que deja al orden de otro sentido. El poema inicial genera otro poema.
Como una ventana abierta, se inicia Desdecir con una cita de Ullán: «Los textos aducidos no pueden ser más explícitos». Así los dos poemarios que componen el libro: “Nuevas reglas del capitalismo” y “Un écrit dans le salpêtre. Les cahiers de Sète”. La huida imaginaria que no es imaginaria, los versos que serán canción en los discos de Enblanco o de Estrés. Si existe un locus real, está en los márgenes. Si podemos, hoy, cantar con una voz que sintamos nuestra, estará en los márgenes. Y, al mismo tiempo, ocupará el centro de todo, la ancha hoja en blanco que tiene algo de gato de Schrödinger. Porque en el momento que tachamos lo enunciado por un sitio, ya no lo tachamos por otro (o lo dejamos ser). En esa incertidumbre se reconoce el poeta en las nota final del libro, admitiendo que de haberse tachado cada poema en otro momento, el resultado sería otro. Un ejercicio de innegable honestidad con lo dicho que ofrece además una voluntad de arquitectura para entender lo expresado. El yo que se es expresando. El yo que se encuentra lo expresado y que también es y también dice y se desdice.
Así el poema: el portugués dice cada uno de nosotros/ es de momento la vida// mañana de domingo/ párpados abiertos/ acción// después de una noche así/ me miras a los ojos turbios como charcos sucios/ preguntándote por qué no hago caso/ a las señales del cuerpo y la edad/ y me voy retirando de la escena/ mientras quede una sombre de dignidad/ yo te miro también/ recuperando la esperanza/ y sintiéndome la mecha/ de un cartucho de dinamita/ (…).
Así el poema: de momento la vida/ y la edad/ un cartucho de dinamita (…)

viernes, junio 27, 2014

Memorias de Neil Young. El sueño de un hippie, Neil Young

Trad. Abel Debritto. Malpaso, Barcelona, 2014. 412 pp. 22 €

Salvador Gutiérrez Solís

Quiere que su colección de automóviles traspase el túnel del tiempo, que recorran las praderas, las interminables autopistas, que sus motores suenen a limpieza y mecánica. Quiere que Ben Young alcance todos sus sueños, que sea un hombre en toda su plenitud. Quiere que le sigan amando como hasta ahora, sin olvidar los amores del pasado que siguen estando muy presentes en su interior. Quiere que la música que escuchamos suene a verdad, que la tecnología no camufle las válvulas de los amplificadores, que los megas no devoren el latido real del bombo. Quiere volver a tocar con la Crazy Horse y en aquel festival que conserva con sabor amargo en la memoria. Quiere seguir componiendo sublimes canciones, no especular con su guitarra. Quiere seguir siendo él mismo, Neil Young.
Tras la apabullante y desnuda Commando de Johnny Ramone, Malpaso Ediciones nos vuelve a ofrecer otra autobiografía memorable y absolutamente recomendable, en esta ocasión de Neil Young. Pieza clave para entender el rock de los últimos cincuenta años, estrella indiscutible en el sentido más esencial, creador de algunas de las más hermosas canciones que se han compuesto. Neil Young es el músico de otro tiempo que ha sabido adaptarse a todos los otros tiempos por los que ha transitado, ya sea en solitario o acompañado: Buffalo Springfield, Crazy Horse, Crosby, Stills and Nash, o, no hace tanto, junto a Pearl Jam. Eterno, no es un adjetivo exagerado. El propio Young reconoce que comenzó a escribir El sueño de un hippie como terapia, ante la necesidad de estar alejado de los escenarios tras la fractura de un dedo. Llama la atención que la enfermedad, una constante compañía a lo largo de su vida, enumerar su historial médico y el de su familia nos llevaría demasiado tiempo y espacio, lo haya empujado a la escritura y no la figura de su padre, un novelista y periodista canadienese. En cualquier caso, lo que puede que comenzara como terapia ha concluido siendo una obra lúcida, sincera y transparente, en la que el músico se esconde pocos ases en la manga y en la que no duda en reconocer los nombres y estilos que más le han influenciado.
Buena parte de la narración transcurre con Young conduciendo alguno de sus muchos automóviles restaurados, a la búsqueda de una nueva casa en la que vivir. Metáfora vital de un hombre inquieto, prófugo de él mismo, empecinado en una permanente redefinición, tanto propia como de su entorno. Esta actitud le ha valido, no me cabe duda, destilar esa vigencia, esa contemporaneidad, que emanan sus canciones, sin renunciar nunca a su propia e irrepetible personalidad.
Por las memorias de Young desfilan Dennis Hopper, Cash, Lennon, Dylan o Springteen, pero, tal y como le sucede con su colección de coches, no hay exhibición en sus palabras. Nos los acerca con una pasmosa naturalidad, tal y como hace mostrándonos como se enfrenta al proceso creativo, que tal vez constituyan los fragmentos más bellos de este título. Crítico exigente con buena parte de su repertorio, no hay una sola página en la que no encuentre el lector la auténtica pasión por la música. Lectura esencial, también desde un punto de vista visual, es justo reconocer la imponente selección de imágenes, para todos aquellos que aún siguen creyendo en los sueños, y en la posibilidad de convertirlos en realidad.

jueves, junio 26, 2014

Skagboys, Irwing Welsh

Trad. Federico Corriente. Anagrama, Barcelona, 2014. 672 pp. 24,90 €

Santiago Pajares

Skagboys podría traducirse como Los chicos del jaco. ¿Y quienes son los chicos del jaco, para que se les ponga su título a un libro? Pues son los archiconocidos protagonistas de Trainspotting, esto es: Renton, Sick Boy, Begbie, Spud... Si estos nombres no te dicen nada, está claro que a mediados de los 90 estabas pendiente de otras cosas. Trainspotting se publicó en 1993, y en ella se narraban las peripecias con las drogas de un grupo de amigos de Edimburgo. El libro tuvo gran notoriedad, pero fue tres años después cuando un joven y emergente director inglés llamado Danny Boyle filmó la película que tras su éxito a nivel mundial se acabaría convirtiendo en casi un himno generacional. Porque se habían hecho muchas películas y libros sobre el por qué la gente no debía drogarse, pero muy pocas sobre por qué se drogaba.
Unas razones que quedan bien explicadas en el monólogo que abre la película:
«Elige la vida. Elige un empleo. Elige una carrera. Elige una familia. Elige un televisor grande que te cagas. Elige lavadoras, coches, equipos de compact disc y abrelatas eléctricos. Elige la salud, colesterol bajo y seguros dentales. Elige pagar hipotecas a interés fijo. Elige un piso piloto. Elige a tus amigos. Elige ropa deportiva y maletas a juego. Elige pagar a plazos un traje de marca en una amplia gama de putos tejidos baratos. Elige bricolaje y preguntarte quién coño eres los domingos por la mañana. Elige sentarte en el sofá a ver tele-concursos que embotan la mente y aplastan el espíritu mientras llenas tu boca de puta comida basura. Elige pudrirte de viejo cagándote y meándote encima en un asilo miserable, siendo una carga para los niñatos egoístas y hechos polvo que has engendrado para reemplazarte. Elige tu futuro. Elige la vida... ¿pero por qué iba yo a querer hacer algo así? Yo elegí no elegir la vida: elegí otra cosa. ¿Y las razones? No hay razones. ¿Quién necesita razones cuando tienes heroína?»
Después de Trainspotting, vino la secuela, esto es Porno, donde podemos ver las peripecias de los protagonistas diez años después. Y ahora viene la precuela, Skagboys, donde podemos verlos diez años antes. Pero hay más, y es que los libros no sólo han tratado de estos personajes, sino del momento que Edimburgo, Escocia e Inglaterra han vivido en esas páginas. Ahora estamos en 1984. Los años de Margaret Thatcher. Los recortes sociales han llegado a las calles y a las industrias, las luchas con los sindicatos se han convertido en una batalla armada con demasiados heridos y la violencia se está convirtiendo poco a poco en una nueva forma de expresión. No hay trabajo. No hay dinero. No hay esperanza ni futuro para un grupo de jóvenes recién llegados a la veintena que lo único que quiere es ir al fútbol con sus amigos y después al pub a tratar de relacionarse con chicas. Pero ya nada de eso es posible y cada uno tiene que aprender a convivir con sus dramas personales, hasta que aparece la heroína. Porque como se explicaba en ese monólogo: «¿Quién necesita razones cuando tienes heroína?» Los recortes en el servicio de intercambio de jeringuillas acabarán convirtiendo a Edimburgo en La capital europea del Sida.
Irving Welsh crea una novela de personajes. De personajes muy potentes, con los que es sencillo engancharse, quizá porque ya nos son conocidos. Mark Renton es un chico listo, universitario, la cabeza pensante del grupo. Sick Boy tiene una boca de oro para atraer a los amigos y a las mujeres al mismo tiempo. Frank Begbie es un psicópata que necesita tratamiento. Spud es un pobre diablo al que el grupo tiene casi de mascota. Todos ellos (menos Begbie) acaban cayendo en las drogas, cada uno a su manera pero con un denominador común, y es que todos huyen de algo, de ese Edimburgo donde los recortes se Thatcher han convertido las calles en pura miseria.
Con un extraño uso de la voz del narrador (muchos personajes en primera persona y otros en tercera, cambios de fuentes de letra), Irving Welsh nos acerca a un grupo de amigos que podría ser el nuestro, donde cada uno de nosotros podría ser uno de ellos, si viviésemos quizá en esa Escocia, en esas calles sin futuro. Porque aunque pueda parecer que ésta es una novela sobre drogas es en realidad una novela sobre la amistad, sobre qué ocurre con ella cuando los amigos se drogan. Mi parte favorita del libro, casi al final, es la conversación sincera que tienen Sick Boy y Renton cuando encuentran que no hay salida a su situación, en uno de esos momentos íntimos entre amigos que revelan mucho más, todo lo que tienen que haber pasado juntos para llegar hasta ahí. Pero para llegar a ese momento, como ellos mismos, hay que haberles acompañado todo el camino. Y es un camino que, como lector, merece mucho la pena.
Como nota aclaratoria diré que precisamente por ser una precuela, no es necesario haber leído previamente ninguna de las otras novelas de la saga. Después de leer Skagboys, seguro que acabarán cayendo.

miércoles, junio 25, 2014

Mientras nieva sobre el mar, Pablo Andrés Escapa

Páginas de Espuma, Madrid, 2014. 136 pp. 14 €

José Miguel López-Astilleros

Este es el tercer libro de cuentos de Pablo Andrés Escapa. Los dos anteriores fueron Las elipsis del cronista y Voces de humo, los cuales, junto con la novela Gran circo mundial, conforman su obra de ficción hasta la fecha. Algunos son textos antiguos que aguardaban su momento, otros han sido rescatados de revistas, y también los hay de temática navideña, conocidos sólo por un núcleo reducido de lectores; aunque también los hay nuevos. Muchos han sido sometidos a ciertos ajustes para adaptarlos a la coherencia general que imponía el conjunto. A poco de comenzar el primer relato (Robinsón) nos encontramos con una declaración de principios, que constituirá el fundamento del libro, dice así «Los milagros no se explican. Como la rosa del poeta son sin porqué y los hacemos nuestros con naturalidad.» Esto es así si tomamos por “milagro” la segunda acepción del DRAE, que explica la palabra como un “Suceso o cosa rara, extraordinaria o maravillosa”, con carácter general y no sólo con connotaciones religiosas, habría que añadir. Por tanto veremos que lo extraño, lo mágico, lo maravilloso, lo milagroso, lo onírico y lo fantástico, presentes en estos cuentos, aún siendo categorías diferentes, comparten un mismo espacio con la realidad, de la que forman parte, de esa otra percepción y explicación de la realidad, sobre todo para un lector con la suficiente capacidad imaginativa para aceptar un invitación de esta naturaleza. Estos elementos destacan particularmente en cuentos como Robinsón, Figuras, La nieve en Londres, Ojo de buey, Surcos, Tarpanes, Pan de ángeles, El barón Büssenhausen, animador de unicornios o Levedad, los cuales a su vez se suelen relacionar con la presencia de lo rural (en Pasos perdidos o Memorias de una hoguera, aparte de algunos ya citados), con lo legendario y mítico, así como con la presencia de algunos niños protagonistas (en Semillas, sobre todo). En el ámbito rural las gentes solían gozar de una mayor inocencia para admitir todo lo milagroso y lo legendario como parte de su cotidianeidad, por eso se presenta como el contexto ideal en el que germinar y desarrollarse. Y algo parecido puede decirse de los niños, quienes con su candidez, su credulidad y su falta de prejuicios están más abiertos a reconocer esos mundos, insospechados para una racionalidad obtusa, sin querer decir que esto tenga que ver con una visión infantil, empalagosa y blandengue, nada más lejos.
Es muy frecuente lo simbólico y lo poético. Así por ejemplo, el mar (en Robinsón, Pan de ángeles o Náufrago) representa la eternidad, el infinito, tal vez los confines donde tienen lugar los sueños, tal vez…), o la nieve (en La nieve de Londres o Náufrago), tan presente en todos los escritores leoneses, una blancura tan fría que evoca el calor de la infancia y la pureza, como en el verso del también leonés Julio Llamazares «Mi memoria es la memoria de la nieve», o el faro (en Robinsón y Náufrago, que abren y cierran el libro, para cumplir quizá la circularidad de la naturaleza) símbolo de la soledad, del aislamiento o del universo en el que viven quienes necesitan de la fabulación para sobrevivir, sobre todo en tiempos tan precarios como los de hoy. Lo poético es algo que se filtra constantemente por estas narraciones, porque no es sólo una cuestión retórica, sino el modo en que las palabras de P. A. E. revelan, necesarias, otro nivel de la realidad, así en el unicornio melancólico de El barón Büssenhausen, animador de unicornios. Pero no podemos olvidar algo esencial, el humor, con el que se consigue un cierto distanciamiento, que a su vez redunda en la consecución obligada de la verosimilitud, ingrediente básico de todo relato para ser asimilado por el entendimiento (un caso especial es el hilarante Vasos comunicantes, cuyo final se resuelve de una manera tan sorprendente, que acaba por arrancarnos quizá algo más que una sonrisa). Y sería terrible omisión no aludir a la oralidad, puesto que en estos cuentos proliferan personajes que cuentan algo, que a su vez leyeron o les contaron otros personajes, un rasgo muy propio también de los narradores leoneses, dada la riqueza del enorme acervo folclórico de estas tierras, primera referencia literaria y cultural de cualquier niño de pueblo, pongamos en plena cordillera cantábrica, como es el caso de P. A. E.
El lenguaje es, si no el principal protagonista, el elemento fundamental. A través de él se crea cada nuevo cosmos con sus leyes propias, se ordena y se hace visible, por eso P. A. E. se muestra muy exigente con él, y buril en mano consigue unos resultados altamente artísticos y originales. Por otra parte estas historias están fuera de un tiempo definido (Náufrago), o en un tiempo pasado, como lo está lo legendario y lo mítico, a veces atrapado en fechas históricas concretas, entre otras cosas para dar veracidad a lo contado. Según declara P. A. E., a diferencia de los libros anteriores, hay en este muchas referencias a obras literarias reconocibles por el lector. Y por último, entre las influencias asumidas por el autor están Cunqueiro, Arreola, Baroja, Torga, Conrad o Borges, pero nada tienen que ver con imitación alguna de tono ni estilo, sino de asimilación de procedimientos, como por ejemplo en Tarpanes (Borges), Ojo de buey (Baroja), Surcos (Torga) o Memoria de una hoguera (Conrad).
Estos cuentos hay que saborearlos despacio y con atención, porque son de paladear lento y persistente en la memoria y en el goce, siempre que el lector se deje seducir por la fabulación.

martes, junio 24, 2014

Ruido de zuecos, Severino Pallaruelo

Xordica, Zaragoza, 2013. 608 pp. 24,95 €

María José Montesinos

Esta es una novela río, y no se trata de una metáfora previsible, por más que el río sea uno de los elementos claves de esta historia. Ruido de Zuecos, —un título sugerente aunque hemos de esperar mucho en el libro para saber a qué se refiere—, es una gran saga sobre los navateros, la gente de las montañas del Pirineo aragonés que bajaban los ríos en las navatas, embarcaciones hechas de troncos especialmente para la ocasión, que se unían en convoyes y, de ese modo, se transportaban hasta los aserraderos para el comercio de maderas. Los navateros eran hércules que talaban los árboles en los bosques pirenaicos, armaban con maña y fuerza, y con ancestrales saberes transmitidos de generación en generación, esas plataformas flotantes y luego las conducían por las aguas bravías del deshielo durante largas jornadas, dando lugar a episodios épicos.
Navateros son los principales protagonistas de la historia: Arcadio y León Lanau, padre e hijo, pero tan antagónicos que sólo comparten el odio mutuo que se profesan. Sobre las navatas ambos son dos tótems sagrados para la tribu: señores de las aguas sobre las que se manejan con una maestría y una fortaleza que ningún otro iguala. Pero mientras todo el mundo teme a Arcadio, duro e intransigente en el mando, (aunque sin llegar a ser cruel, tan sólo con su hijo), todos adoran a León, que sabe hacerse seguir sin necesidad de imponerse a nadie.
Arcadio y León, y después Artemio, el nieto, serán los troncos que irán llevando esta historia, de la que, sin embargo, brotan muchas ramas; a algunas les seguimos la pista, otras se quedan apenas en el brote, pero todas crean un entramado denso en el que la savia circula sin cesar, retoalimentando la narración.
El autor, Severino Pallaruelo, construye una narración muy sólida, administrando muy bien los tiempos y la información, que se va dando conforme el lector va conociendo más detalles de los personajes y de las diferentes facetas de la vida en la montaña y de la España de principios del siglo XX. En este aspecto, Pallaruelo hace un emotivo trabajo, casi antropológico, de lo que eran las vidas de nuestros bisabuelos, la dureza del trabajo en el campo, las escasas perspectivas, la lucha política, la guerra, la férrea postguerra, los campos de prisioneros franceses, el sueño pese a todo de vivir en Francia…
La Guerra Civil, con Arcadio y León cada uno en un bando, -como no podía ser de otra manera-, ocupa parte importante de la novela. Hay que explicar que el autor no sigue una línea temporal recta, por el contrario, continuamente va dando saltos en el tiempo. La elección de esta técnica narrativa es para mí un gran acierto pues le permite mantener la tensión, dejando cuestiones sin resolver y cabos sueltos que se atan más adelante, logrando así la atención del lector y no fatigandolo con episodios que serían muy largos si se contasen de una sola vez. Esta estrategia, por otra parte, recuerda un poco a la literatura oral, a esas historias que se contaban al abrigo del fuego en el hogar, o de las hogueras en el monte, entre pastores, leñadores o carboneros. Historias que se van desgranando y a las que se añade siempre algún detalle nuevo, recordado o quizás inventado, pero que encaja bien. Escenas que aparecen también dentro de la trama de esta novela.
Pero Ruido de Zuecos es también un relato de emociones, de personajes, de caracteres. Están como decía, León y Arcadio. Son hombres que son gigantes. Las mujeres, Margalida, madre de uno y esposa del otro, y Eugenia, la madre de Arcadio, son guapas, sufridas y mueren jóvenes. Leocadia, segunda esposa de Arcadio, hermosa pero altanera, tiene que ver cómo la miseria endurece aún más el camino de la vejez. Con ellas, quizás el autor es más arquetípico y acaban siendo personajes con pocos matices. En el personaje de Artemio, el nieto, la novela es también un relato de iniciación a la vida. Artemio quien finalmente, sí vive en Francia, es el Lanau más reflexivo, el que más se interroga, el más abierto a conocer las razones de los demás, y es quien mejor nos hace entender al resto de los personajes.
Hay un pasaje que me parece definitivo, y que me gusta especialmente pues une esta historia de navatas con las historias de otro gran escritor aragonés, Jesús Moncada, que dejó un universo de la mejor literatura con sus libros sobre ‘llauts’, otro tipo de embarcaciones que surcaban el Ebro para transporte de mercancías y pasajeros hasta principios de siglo XX. Se trata del viaje, de solo un día y una noche, que León, ya abandonada la navata por el transporte por carretera, hace en moto con su hijo Arcadio hasta Mequinenza, en el límite de Zaragoza con Lérida. Va a enseñarle a su hijo cómo era su vida de joven y descubre que todo está desaparecido, que apenas está la gente que conocía y ninguna de las cosas que había en su época. Es en ese momento, igual que cuando quiere recuperar a la mujer que perdió de joven, cuando comprende que no se puede volver atrás, que el pasado no espera y que no se puede volver, solo recordar. Recordar un tiempo perdido, pero importante, es lo que hace Ruido de Zuecos, y lo hace a la perfección.

lunes, junio 23, 2014

Los líquidos íntimos, Olga Novo

Cálamo, Palencia, 2013. 144 pp. 15 €

Ariadna G. García

Los amantes de la lírica estamos de enhorabuena. Ediciones Cálamo acaba de publicar el libro Los líquidos íntimos, antología poética personal (en edición bilingüe) de una autora excelente y medio desconocida: Olga Novo. Por fortuna, cada vez son más las autoras gallegas que se auto-traducen al castellano, para de este modo, mantener viva la llama de su obra en dos lenguas hermanas. Yolanda Castaño o Luisa Castro son algunos de los ejemplos de escritoras que han sabido nadar en las corrientes de ambos ríos, nacidos de una misma montaña.
Olga Novo, nacida en Lugo en 1975, ha realizado su compilación con textos pertenecientes a los poemarios A teta sobre o sol, Nós nus, A cousa vermella, Cráter (Premio de la crítica española en 2011) y Monocromos. El volumen, no obstante, no sigue una ordenación cronológica, sino temática. Se divide en cuatro partes: Raíz (la de mayor extensión dentro del conjunto), Volcán Vivo, Salvaje mente y Antes la vida. La obra se ofrece como el legado moral de Olga Novo. Recoge los asuntos y las preocupaciones más importantes de su creación literaria: la familia, el amor y la identidad. Ahora bien, pese a la larga tradición lírica de todos ellos, el espíritu de Olga Novo poco tiene que ver con el conservadurismo ideológico o con el feliz e idílico arraigo que caracterizó los poemarios de algunos autores del siglo XX (pensemos en Luis Felipe Vivanco). En absoluto. El lenguaje con que la poeta gallega aborda estas inquietudes se aleja de la suavidad y del ritmo pausado de la lírica trascendente para convertirse en un aullido cargado de dolor. No en vano, la autora explicita en sus versos la herencia estética del conde de Lautreámont y de sus oscuros —satánicos— Cantos de Maldoror, a la que añade la impronta de la novelista Virginia Woolf, del poeta Walt Whitman y del filósofo marxista Walter Benjamin —caracterizados por el empleo de técnicas irracionales, por su hermetismo, por el uso de la prosa o del versículo y por el manejo del flujo de conciencia. 
En la primera parte de la antología, Raíz, Olga Novo rinde un sincero y emotivo homenaje a su familia cercana y a sus antepasados. Los poemas se escoran o bien hacia la referencia biográfica, intimista, o bien hacia la evocación angustiosa, trágica incluso, de las mujeres de su tierra. Su voz, por tanto, se manifiesta a un tiempo tierna y grave, delicada y hostil. La celebración del vínculo sanguíneo, de la armonía familiar, se compagina con la denuncia de las extremas condiciones de vida en el pasado reciente, marcado por el hambre y por la necesidad; pero nunca por la resignación o por el conformismo. De este modo, la figura de la bisabuela adquiere un carácter simbólico: de origen humilde («Anduvo descalza hasta los dieciséis años»), desprovista de estudios («fascinada por el brillo de unas letras que no entendió nunca»), representa la rebeldía contra el paradigma de la mujer de su tiempo («Estás tú dispuesta a abrir el día/ con un azadón/ en la cantera/ donde las únicas manos de mujer son las tuyas»). La admiración del sujeto lírico hacia esta mujer sufriente que fue capaz de poner en duda su papel en la sociedad para sobrevivir, transmite una honda impresión de verdad. Así lo testimonia Olga Novo: «Estoy escribiendo esto con tus pulmones». La unión de lirismo personal y conciencia social tiene un antecedente claro en la obra de Rosalía de Castro, tributo que muestra la vitalidad a día de hoy de dos libros inmortales: Cantares gallegos (del que acaban de cumplirse 150 años) y Follas novas.
La segunda parte, Volcán vivo, se centra en la temática erótica-amorosa. Los poemas, de gran fuerza expresiva, reflexionan sobre los sentimientos que genera la ausencia de la persona amada, la espera del encuentro físico y la necesidad imperiosa del amor, única razón —diría Olga Novo junto a Luis Cernuda y los autores místicos del siglo XVI— que justifica la existencia: «no vivimos para vivir preguntándonos quiénes somos/ sino para entregar a otros el soplo ferozmente hermoso que hace de nosotros/ una red de estrellas y de músculos que sienten,/ una criatura que alcanza el conocimiento cuando ama…». El buen amor, nos dice la poeta, consigue que las cosas perduren en el tiempo. Esta idea —tan renacentista— podemos aplicarla no sólo al amor de pareja, sino al amor generalizado hacia las personadas queridas. De hecho, toda la antología de Olga Novo parece buscar la pervivencia de un mundo ya pasado. Como Rilke, la escritora gallega asume la responsabilidad de mantener el recuerdo de su familia y su valor humano. Por esta razón, sobrecoge todavía más el poema titulado Pequeña sonata brutal para estrellas y trompa de Falopio, donde el sujeto lírico clama a su «botón de sangre» (tan minúsculo «que todavía no eres ni siquiera la palabra que podría nombrarte») que se agarre con fuerza a sus entrañas, que se quede con ella, que ponga a funcionar su corazón. Ya Cortázar, en un relato soberbio, El perseguidor, ahondaba en la doble posibilidad de trascendencia que tenemos los seres humanos: la genética y la artística. La voz que enuncia en esta antología necesita las dos.
La tercera parte de Los líquidos íntimos, Salvaje mente, reflexiona sobre la identidad. De algún modo, es una suerte de poética. El sujeto que habla se nos presenta como un ser lleno de contradicciones, complejo y antitético. Esta ambivalencia psicológica justifica la oscilación estética del libro entre el desgarro y la dulzura; entre las imágenes visionarias, irracionales o telúricas y las notas realistas. Olga Novo hace gala, pues, de una absoluta coherencia en su antología entre el fondo y la forma.
La cuarta parte, Antes la vida, es la más breve de todas. Apenas un poema que sirve de epílogo y recoge a los personajes que han aparecido en el resto de la obra. Con él, la poeta parece declarar la autenticidad de sus versos. Primero el temblor de la experiencia (propia o ajena), después la creación literaria. Lo contrario es impostura, deslealtad hacia una misma y hacia los lectores.
Los líquidos íntimos es un poemario excelente que hará las delicias de los amantes de la buena —combativa, sincera— poesía.

viernes, junio 20, 2014

Escribir. Ensayos sobre literatura, Robert Louis Stevenson

Trad. Amelia Pérez de Villar. Páginas de Espuma, Madrid, 2014. 443 pp. 25 €

Julián Díez

En esta época sobrada de imposturas, es inevitable que un creciente número de lectores nos volvamos con frecuencia hacia la sustancia de la narración, hacia los nombres que nos garantizan el placer del libro. Las reediciones frecuentes de Stevenson, en particular de sus relatos, se han sucedido en en los últimos tiempos en este contexto.
Páginas de Espuma se ha decantado esta vez por recopilar sus ensayos sobre distintos aspectos del hecho literario, en una labor que por lo que he podido averiguar ni siquiera ha sido afrontada en el mercado anglosajón. Lo más parecido hasta ahora es una recopilación de ensayos publicada por Stevenson en vida, Memories and Portraits (1887), del cual se recogen aquí algunos textos. El resto están espigados de distintas recopilaciones de artículos, para formar un todo aparentemente exhaustivo.
Stevenson murió pronto (44 años), y pese a ser un autor popular, los problemas de salud que le llevaron a establecerse en el último lustro de su vida en el Pacífico, en busca de un clima más favorable, le impidieron convertirse en una voz de impacto en el panorama literario en lengua inglesa. Así, estos textos son en su mayoría divulgativos, posiblemente compromisos o fruto de impulsos, pero carecen de propósito de magisterio, por así decir. Lo cual no resta un ápice a su representatividad e interés, sino que suman frescura a cambio de perder en coherencia. No hay un discurso estructurado, sino una serie de apuntes que dejan, eso sí, una imagen definida.
Stevenson, como cabía esperar, era un amante de las tramas, un adicto a la emoción. Los autores a los que valora, aunque sea con un toque crítico en ocasiones, son en su mayoría, como él, narradores puros: Verne, Hugo, Dumas, Poe. Pero también hay palabras que invitan a volver de inmediato a Whitman o Thoreau, o encendidos elogios de alguna novela hoy casi olvidada como El egoísta, de George Meredith, el que fuera también autor favorito de Wilde y que hoy no tiene presencia alguna en las librerías españolas.
Sin embargo, el enfoque es siempre el mismo: una valoración en términos sensoriales, carnales, ligando la literatura con experiencias íntimas y directas. Cuando habla de cómo disfrutó en su juventud la lectura de Macbeth que le hizo su madre, relaciona ese instante con una tormenta fuera de su casa, con el olor de la lluvia y el temor a la furia del viento, y nada puede resultar más natural y hermoso. Ese entusiasmo por los libros, como cuando en un impulso desea volver a ser niño para poder leer a Verne despojado de prejuicios y disfrutándolo en plenitud, se contagia al lector en lo que es la mejor cualidad del volumen. También hay ensayitos en los que Stevenson da cuenta del proceso creativo de algunas de sus obras más relevantes, como La isla del tesoro o El señor de Ballantrae. Y un par de textos que a priori deberían destilar su visión concreta de la literatura: “Carta a un joven caballero que se propone dedicarse al arte” y “Cómo aprendió Stevenson a escribir de modo autodidacta”, ambos de 1887 y 1888. Son unas 26 páginas en total que, sin embargo, no resultan más reflexivas sobre el proceso literario de Stevenson que el resto, al constar sobre todo de una enumeración de preferencias. El autor escocés no dejó ningún texto destilando los métodos de su propia escritura: pero el reflejo de sus gustos y la forma en que valora los trabajos ajenos resulta a la postre una exhibición de sus intenciones y sus logros.

jueves, junio 19, 2014

Michel Foucault y el poder. Viajes iniciáticos 1, Gilles Deleuze

Trad. Javier Palacio Tauste. Errata Naturae, Madrid, 2014. 168 pp. 18 €

Fernando Ángel Moreno

En este mes en el que se cumplen treinta años de la muerte Michel Foucault, acaecida un 25 de junio de 1984, aumentan las publicaciones sobre su obra. Entre todas ellas, una de las más interesantes es sin duda la que edita las transcripciones de las clases que el filósofo Gilles Deleuze impartió sobre el pensamiento del «historiador del poder» al poco tiempo de su muerte.
Cabe por tanto hablar aquí del autor de quien Foucault dijo: «Algún día el siglo será deleuziano». Deleuze es uno de los filósofos más influyentes de la segunda mitad del siglo pasado. Entre otras líneas de pensamiento, defendió una visión rizomática de la búsqueda del conocimiento, es decir, mediante asociaciones no jerárquicas, sino horizontales. Esta visión era complementaria en cierta medida a la manera en que Foucault pretendía que se estudiara la historia. No es, por tanto, casualidad la influencia de ambos en movimientos políticos y sociales, muy activos en nuestros días, que defienden la horizontalidad como base de su funcionamiento.
Por otra parte, se ha llegado a afirmar que Deleuze fue tan buen intérprete como teorizador. Desde luego, aquí se comprueba esa cualidad, pues sus explicaciones sobre la teoría del poder de Foucault no dejan de ser una muestra de lucidez o, al menos, de fructífero diálogo con el pensamiento de su compañero.
En este primer volumen se recogen tres clases. Se puede hacer un poco árida la primera, en cuanto a las referencias a diagramas que no vemos y al conocimiento matemático que se nos exige a los iletrados de letras. Recordemos que son meras transcripciones de un discurso en un aula. Pero si se hace el esfuerzo o, sencillamente, se pasa a las dos siguientes, habrá recompensa. Deleuze desgrana la manera en que el saber (y todo cuanto lo rodea) mantiene problemáticas e inevitables relaciones con el poder: «No existe saber sin poder y no existe poder sin saber». Para ello, explica ambas categorías desde un punto de vista abstracto. Ahondar en estas relaciones implica entender todo un microcosmos de las relaciones humanas, imprescindible para comprender las grandes tendencias sociales. Todo empieza en los individuos y termina en los individuos, aunque nos hayamos acostumbrado perniciosamente a pensar en términos generales.
En este sentido, se describen con dureza algunas de las bases y de las consecuencias de «Mayo del 68», muy interesantes para leer nuestra propia situación política actual. Así, ahonda en los tipos sociales de lucha y los juegos de poder que estos originan, a partir de «una triple cuestión: las nuevas formas de lucha, el nuevo papel del intelectual y la nueva subjetividad». Deleuze defiende con ello el papel de la singularidad sobre el de la universalidad, de la acción sobre el concepto: «Un campo social no se define por una estructura. Se define por el conjunto de sus estrategias».
Por otra parte, incide en la necesidad social de las leyes. En este sentido, realiza una interesante contraposición entre legislación y normativación. Esta división lleva a una crítica clave en el libro de Foucault Vigilar y castigar: el problema más complejo es el de la normativización de individuos, de separarles entre lo «normal» y lo «anormal» sin verdaderos sustentos reales.
Como aglutinante de todo ello, encontramos la idea de que nadie tiene el poder, sino que se ejerce y se deja o no que ejerza. Son los principios básicos de la teoría del poder de Foucault, aquí explicitados, desglosados, aplicados a una realidad social que nos toca directamente.
Al fin y al cabo, Deleuze y Foucault no se limitaron a explicar el mundo, sino que intentaron transformarlo a partir de estos principios con su París VIII, la Universidad de Vincennes, que fundaron en 1968 y que prescindía de exámenes y de todo tipo de control académico o reconocimiento oficial de títulos. Por desgracia, ciertas diferencias enturbiaron su amistad, aunque no la mutua admiración.
Para quien disfrute del pensamiento abstracto y de las relaciones entre el poder, la sociedad y el individuo, resulta imprescindible profundizar en las palabras de ambos pensadores.

miércoles, junio 18, 2014

Las dos señoras Abbott, D. E. Stevenson

Trad. Concha Cardeñoso Sáenz de Miera. Alba, Barcelona, 2014. 344 pp. 21 €

Victoria R. Gil

Barbara Buncle ha dejado de escribir. La protagonista de El libro de la señorita Buncle (1934) y El matrimonio de la señorita Buncle (1936) que un día descubrió el éxito literario y el amor, todo en el mismo paquete, ha abandonado la redacción de esas historias basadas en hechos reales que la convertían, aun sin proponérselo, en el catalizador de las vidas de sus vecinos. En Las dos señoras Abbott perdemos, pues, una buena parte de aquella mirada crítica sobre el mundo editorial y la estrecha relación entre realidad y ficción con la que D. E. Stevenson jugaba, sobre todo, en la primera entrega de esta serie de novelas protagonizada por la señorita Buncle, transformada ahora en una de las dos señoras Abbott del título.
Sigue viva, sin embargo, la candidez que nos cautivó de esta solterona de mediana edad con problemas económicos, aunque la nueva Barbara Abbott ni esté soltera ni tenga más dificultad para mantenerse que el racionamiento que impone la guerra. Y si Stevenson abordaba entonces con humor irreverente las circunstancias que rodean la publicación de un libro, aquí prefiere poner en solfa esa narrativa romántica y simplona, que repite una y otra vez la misma fórmula convencional para garantizar las ventas millonarias.
Janetta Walters, una suerte de Danielle Steel en sus años más jóvenes, padece en la novela la que debe ser la pesadilla de todo autor enfrentado a un lector implacable de sus obras: «—¿Y cuál le gustó más? —preguntó la señorita Walters, dándole ánimos con una sonrisa. —Ninguno —dijo Ash (…) —A mucha gente le gustan mis libros —dijo ella, sin fuerzas. —Hay muchos bobos en el mundo —dijo Ash (…) Estoy seguro de que podría escribir algo que valiera la pena, si quisiera». Tan demoledora opinión provoca una crisis en Janetta de consecuencias imprevisibles y que aproxima la novela a las comedias de enredo. Pero además de una famosa escritora, Las dos señoras Abbott contiene numerosos personajes que la dotan de una personalidad coral y nos demuestran que la tímida e insignificante señorita Buncle no sólo es ya la esposa de un editor, la madre de dos espabilados niños y la tía de una voluntariosa joven (la segunda señora Abbott), sino que, para su sorpresa, también es la sensata dama a quien todos piden consejo: un joven enamorado, una mujer abandonada...
Como paisaje de fondo de la tercera entrega de esta saga sobre el no siempre tranquilo discurrir de la vida en el campo, sitúa D. E. Stevenson la Segunda Guerra Mundial. Pero más allá de la escasez de té, mantequilla y hombres en edad de combatir, la contienda se limita a ser el contraste sobre el que mejor se revelan las bondades o miserias de sus protagonistas, que no pierden el humor ni aunque se vean inmersos en la caza de algún incauto espía, ignorante de cómo se las gastan las solteronas escocesas cuando pasean por las campiña. «Podía haber sido un chico bueno, pensaba Markie, si no hubiera nacido en Alemania, con esa lamentable cabeza cuadrada».
Las dos señoras Abbott, como las obras que la precedieron, es un divertimento vivaz en el que no falta, quizás con menos agudeza que en las anteriores, la visión crítica de Stevenson sobre esa burguesía rural más ocupada en las vidas ajenas que en la propia y tan afanada en sus relaciones sociales como necesitada de sentido común. Con su publicación, la editorial Alba completa la trilogía sobre la señorita Buncle, aunque Dorothy Emily Stevenson la recuperase como personaje secundario en alguna de las más de cuarenta novelas que la prolífica autora escribiría a lo largo de su vida.

martes, junio 17, 2014

Divorcio en el aire, Gonzalo Torné

Mondadori, Barcelona, 2013. 305 pp. 19,90 €

María Dolores García Pastor

La tercera novela de Gonzalo Torné es una ácida comedia en primera persona que va más allá de la anécdota para reflexionar sobre algunos de los grandes temas de la literatura y por ende de la humanidad: el amor, el paso del tiempo, la familia, los traumas que arrastramos de por vida… Joan Marc Puig Miró, que ya había aparecido en la anterior obra de Torné Hilos de Sangre (2010), inicia un monólogo en el que le cuenta a su segunda ex esposa su relación y su divorcio con su primera ex esposa, en un intento de recuperarla.
El divorcio se convierte en una excusa para bucear a lo largo y ancho de los cuarenta y seis años de vida del protagonista, para conocer a sus familiares y amigos y todos los entresijos de su existencia. Joan Marc es un personaje literariamente atractivo, un antiheroe con tintes clasistas, xenófobos, homófobos y misóginos, una verdadera joya que el autor consigue perfilar a la perfección. A lo largo del libro el lector se mueve entre la empatía y casi la pena por sus desgracias, y una profunda aversión por este ser prepotente y cargado de prejuicios que no solo desagrada sino que incluso escandaliza.
Divorcio en el aire podría ser la historia del proceso de decadencia de su protagonista, el retrato de una clase social y de toda una generación, un recorrido muy personal por la Barcelona pija, e incluso una historia de amor y desamor. Es todo eso salpicado de mucho humor e ironía, envuelto en una excelente prosa, una novela con tintes tragicómicos y con contínuos guiños a la anterior novela de su autor. Las relaciones familiares es uno de los temas que vuelve a estar presente en este libro al igual que lo estuvo en el anterior. La sombra de Harry “Conejo” Angstrom, el famoso personaje de John Updike, sobrevuela ambas novelas.
La forma en que transcurre la historia exige una lectura atenta. La técnica del monólogo hace que el argumento se desarrolle con numerosos saltos temporales que no en pocas ocasiones descolocan al lector y pueden hacer que pierda el hilo. Torné demuestra oficio a la hora de cerrar todas las tramas abiertas y nos propone un final sorpresivo que, sin embargo, queda un poco difuminado entre la conclusión de dichas tramas, lo que hace que le reste efecto. Pese a todas sus cosas positivas la novela no acaba de convencer, la historia no resulta demasiado atractiva pese a estar muy bien escrita y protagonizada por un potente personaje principal, o tal vez era demasiada la expectativa creada por su autor tras haber conseguido el Premio Jaen de Novela en 2010 con Hilos de Sangre.

lunes, junio 16, 2014

Artistas sin obra. «I would prefer not to», Jean-Yves Jouannais

Prol. Enrique Vila-Matas. Trad. Carlos Ollo Razquin. Acantilado, Barcelona, 2014. 160 pp. 22 €

Pedro Pujante

Entre el ensayo filosófico, artístico y la broma metaliteraria Jean-Yves Jouannais (Montluçon, 1964) nos propone una suerte de catálogo de obras, episodios y artistas cuya producción ha sido negativa, ilusoria o leve.
Desde Melville (y su nihilista y triste Bartleby) se podría trazar la línea de esa voluntad de inmovilidad, que pasa por Walser, Borges y llega a Vila-Matas y su Historia abreviada de la literatura portátil, autor y libro que están incluidos en esta curiosa antología del disparate y la levedad. Además, para cerrar el diálogo intertextual este libro viene encabezado por un prólogo del mismo Vila-Matas, quien admite sentirse felizmente predestinado a haberse encontrado con él. (Bartleby y compañía es deudor de Artistas sin obra).
Artistas sin obra es un fascinante ensayo, estupendamente escrito, documentado y cargado de imaginación y estilo propio, que se atreve a indagar en la inverosímil y en principio descabellada idea de una teoría de lo contradictorio, de lo efímero, de lo no-creado. Como su título indica, un bello oxímoron, Jouannais nos hace partícipes de un detallado estudio sobre personajes cuya mayor virtud es haberse substraído a la innoble tarea de producir libros y demás obras artísticas. Como hiciera Duchamp, —inventor de los readymade, artefactos artísticos que no son obras de arte— demoliendo así el concepto mismo de obra artística.
De estos bartelbys cabría mencionar a: Félicien Marboeuf, especie de personaje irreal y borgiano, familia de Pierre Menard, cuya más sobresaliente característica es no haber creado nada. También a Jacques Vaché, autor solamente de una serie de cartas que fueron publicadas póstumamente, y considerado por Breton como iniciador del surrealismo.
Por estas páginas sobrevuela también Borges, autor de relatos cortos que siempre despreció la idea innoble de componer vastas novelas de quinientas páginas cuya idea podría haber sido despachada en unos minutos. Creador también del ya mencionado Pierre Menard, ese literato francés que se propuso escribir El Quijote. Y es que, como Wilde cuando estuvo preso, Borges, tras una convalecencia, trató a través de este peculiar metarrelato, no producir literatura, sino evitar volverse loco o demostrarse a sí mismo que era capaz de crear. Por lo tanto, nos hacemos esta pregunta: ¿es la obra de arte definida por su intención última independientemente de ser concebida como artefacto artístico? ¿Es artista quien crea arte aunque sus motivos sean otros?
También se inscribe, por derecho propio, en esta tradición de autores de la negación a Vila-Matas y sus shandys, grupo formado por veintisiete escritores cuya obra, infraleve, tenía que caber en una maleta y funcionar como una máquina soltera, a propósito de Duchamp.
Félicien Marboeuf es quizá el personaje más enigmático de este catálogo de artistas improductivos, ficticios o efímeros. Fue amigo, siendo niño, de Flaubert y mantuvo correspondencia con Proust. Sin haber esbozado una línea memorable que trascienda en la historia de la literatura, sí que tiene el mérito de haber sido el inspirador de uno de los personajes de la obra de Flaubert. Así, pasa a la historia, no como autor, sino como protagonista, cobrando el estatus de hombre ficticio.
Otras cosas: la idiotez como símbolo de la modernidad; o una biblioteca de lo más singular, la Brautigan Library en Estados Unidos, un lugar que alberga exclusivamente volúmenes de autores que han sido rechazados por los editores.
Artistas cuyas obras son inexistentes o desconocidas. Pensamientos, ideas y sueños que se han escapado a la escritura. Escritores vocacionales que no se han decidido a tomar la pluma. Artistas frustrados, indecisos, ficticios o inéditos. Obras que no son obras. Artistas como Rauschenberg, quien pidió a De Kooning un dibujo suyo para borrarlo, hacerlo desaparecer. Sectas literarias secretas caracterizadas por su levedad. Autores, como Bartleby, que prefieren no hacer nada. O como la señora Bovary, que se preguntaba, al respecto de aprender música: ‘¿para qué tocar?’
Si no han leído este libro, tal vez sería recomendable empezar a hacerlo. Se recomienda tener cerca Bartleby y compañía de Enrique Vila-Matas para mitigar ese síndrome de ‘soledad del lector’ que suele acompañarnos tras una intensa y acaudalada lectura.

viernes, junio 13, 2014

Estampas de caballeretes y de parejitas, Charles Dickens / Estampas de señoritas, Edward Caswall

Trad. Miguel Temprano García. Alba, Barcelona, 2014. 248 pp. 20 €

Daniel Sánchez Pardos

Más o menos por las mismas fechas que una joven de dieciocho años accedía al trono del Reino Unido y daba inicio así a uno de los periodos históricos más literaturizados de la época contemporánea, un caballero no mucho mayor que ella entregaba a la imprenta un librito que habría de granjearle una fama instantánea y fugaz. El caballero en cuestión era Edward Caswall, un oscuro clérigo anglicano de veintitrés años que en 1850, tras la muerte de su esposa, acabaría abrazando la fe católica y componiendo algunos himnos por los que aún hoy se le recuerda. La portada de su libro, sin embargo, declaraba únicamente el pseudónimo Quiz, que Caswall sin duda escogió para hacer juego con el del ilustrador del volumen, Phiz, para entonces ya un reconocido dibujante gracias a su trabajo como ilustrador del Pickwick de Dickens. El hecho no deja de ser interesante: Estampas de señoritas es una colección de viñetas literarias de tono humorístico y de intención amablemente misógina que el público de la época recibió con imprevisto entusiasmo, y que hoy nadie recordaría de no ser por el efecto que su lectura produjo, precisamente, en Charles Dickens, ese otro joven brillante que en 1837 se disponía a iniciar su propio camino hacia la gloria.
Al cabo de sólo unos meses, también con ilustraciones de Phiz, Dickens publicaba sus propias Estampas de caballeretes, en respuesta o como corrección a las sesgadas viñetas de Caswall. Su intención, afirmaba en el prólogo del libro, era resarcir a las señoritas de todas las ofensas que aquel panfleto anónimo había tratado de infligirles, mostrando cómo también los ejemplares del sexo contrario podían ser sometidos al escrutinio de un observador imparcial y no salir mejor parados. Así, donde Edward Caswall había ensayado una clasificación particular de las señoritas de Inglaterra dividiéndolas, a la manera de los naturalistas de la época, en categorías como «la señorita romántica», «la señorita poco agraciada», «la señorita imprecisa» o «la señorita que canta», Dickens nos propone sus propios especímenes masculinos no menos ridículos e intrigantes: «el caballerete apocado», «el caballerete facineroso», «el caballerete sumamente simpático», «el caballerete aficionado a la poesía»... El esquema es el mismo; los modos y las intenciones de ambos autores no pueden ser, sin embargo, más diferentes.
El costumbrismo entomológico de Caswall da pie a una serie de observaciones generales que provocan a menudo la sonrisa del lector, y que siguen manteniendo a día de hoy una frescura y un encanto notables, pero que no van más allá —ni lo pretenden— de la mera humorada amable e inofensiva: son pequeños ejercicios de comedia ocasional, que buscan el reconocimiento y la complicidad de un público contemporáneo y que al instante se olvidan. Las Estampas de Dickens, en cambio, revelan desde su primera página la condición de novelista de su autor. Dickens huye de los lugares comunes y de las observaciones generales que agotan el trabajo de Caswall, y convierte cada una de sus piezas en un pequeño ejercicio narrativo de vivacidad y de gracia comparables a las de cualquier escena de sus primeras novelas. Los tipos generales de Caswall se convierten, en sus manos, en individuos particulares cuyas acciones, cuyas voces o cuyos destinos encarnan ese rasgo de interés social que el autor quiere señalar —para burlarse de él— a través de su ejemplo. El humor no nace, así, de una observación general hecha desde fuera por un autor despegado del objeto de su estudio, sino de la puesta en escena de unos personajes que actúan y dialogan de acuerdo a su naturaleza para deleite del lector.
Dos años más tarde, en 1840, coincidiendo con los fastos de las nupcias entre la reina Victoria y el príncipe Alberto, Dickens publicó una nueva serie de estampas del mismo cariz bajo el título de Estampas de parejitas. Los tres libros se han venido reimprimiendo desde entonces en un único volumen, tradición que Alba Editorial ha mantenido en esta excelente edición que, junto a la impecable traducción de Miguel Temprano García, ofrece todas las ilustraciones que el gran Phiz realizó para esta curiosa saga de costumbrismo victoriano. Una colección de estampas que todavía hoy, casi dos siglos más tarde, siguen leyéndose con una sonrisa en los labios.

jueves, junio 12, 2014

La oscuridad, Ignacio Ferrando

Menoscuarto, Palencia, 2014. 312 pp. 17,50 €

Esther Ginés

Posicionado como uno de los mejores cuentistas de la actualidad, el escritor asturiano Ignacio Ferrando regresa a las librerías con La oscuridad, publicado estos días por la editorial palentina Menoscuarto. Su nueva novela, que acaba de presentar en Madrid, es un intenso relato psicológico con una atmósfera densa y agobiante, y un arranque con toques de género negro en el que propone un juego al lector que se desarrollará a medida que avanza la trama. Por la historia se pasean muchas de sus obsesiones literarias: la identidad, lo real y lo falso, la imposibilidad de conocer al otro –por muy cercano que nos resulte– y las relaciones de pareja como una metáfora del comportamiento en sociedad. Ya el título es un guiño a la propia narración del protagonista, que se debate entre la cordura y la paranoia, entre lo real y lo impostado que representan la luz y la oscuridad.
Endre Solberg, director de cine experimental, acaba de perder a su mujer, Liv, en lo que parece ser un suicidio. En pleno invierno ártico, la pequeña población noruega en la que reside parece ser un lugar apacible, donde nada escapa de la rutina habitual. Sin embargo, cuando regresa a su casa tras el velatorio, encuentra a Liv viva en el salón, esperándolo, como si nada hubiera sucedido y la vida siguiera su curso. Desde el primer capítulo, la incertidumbre y la tensión están servidas. ¿Quién es esa mujer que dice ser Liv y que físicamente es igual que ella? ¿Es una loca? ¿Es una broma pesada? ¿Una lógica pero angustiosa alucinación de un marido que empieza a afrontar el duelo? Las preguntas, las hipótesis y las suposiciones forman parte de este ingenioso juego creado por Ignacio Ferrando. Más allá de la lectura en clave de thriller, por todo el libro sobrevuela el tema de la identidad y la forma en que nos comportamos de cara al exterior: ¿Quién era realmente Liv? ¿La conocía Endre, su propio marido y con quien pasaba su vida? ¿Qué clase de matrimonio eran o daban a entender que eran?
Como en todo buen texto, el diálogo con el lector está presente a lo largo de la narración. El personaje de Liv, actriz frustrada que mantenía una tensa relación con su esposo, se va deconstruyendo a medida que Endre indaga en la identidad de la nueva mujer que la suplanta en su casa. La historia avanza como si fuera uno más de los guiones inacabados de Endre, y él es consciente de hasta qué punto su realidad parece un intento de representación y de cómo los tres, él mismo, la esposa muerta y la impostora, juegan a representar esa escena casi de película. La identidad de Endre se enfrenta, a medida que avanza el texto, a sus propios demonios. El hombre que dice ser, el hombre que es ante sus apacibles vecinos, puede que no tenga nada que ver con el hombre que realmente es. La oscuridad, en este caso, nos remite al exterior, pero también al interior, a lo que todos llevamos dentro.
Ignacio Ferrando construye una novela precisa, sugerente, con un fuerte componente cinematográfico. La narración, en ocasiones asfixiante, sitúa al lector en ese ambiente de ventiscas, de escasa luz y aparente armonía vecinal donde nada es lo que a priori parece.

miércoles, junio 11, 2014

El discurso vacío, Mario Levrero

DeBolsillo, Barcelona, 2014. 176 pp. 9,95 €

José Morella

Un escritor hace ejercicios caligráficos como terapia. No es un diario pero lo acaba siendo. El narrador entra en un flujo de escritura que, con el cansancio de la mano, desvela su letra verdadera, libre de ego. Curarse escribiendo, pero no por qué cosa se escribe: por cómo. Ir advirtiendo verdades de uno mismo gracias al acto de independizar a la mano de la cabeza. Verdades que salen como sarpullidos en la piel: prescindiendo de nuestra voluntad. Y que el resultado de todos esos ejercicios acabe siendo una novela: El discurso vacío. La escritura que Levrero hace acaba haciéndolo a él. «Otra vez estoy desviándome y prestando poca atención a la letra y mucha a los contenidos, lo cual es antiterapéutico». Si este punto de partida no es bueno para escribir un libro, no tengo la más mínima idea de cuál puede serlo.
En nuestro mundo la caligrafía está desapareciendo. Un ordenador es muy distinto, porque cuando agarras el bolígrafo o la pluma lo haces con una presión determinada. El trazo es el tuyo y no el de otro. Conforma tu identidad como los rasgos faciales. De niños todos hemos estado en algún momento fascinados por la letra. Había días que uno escribía más suelto, más claro, más grande, más tenso. Es curiosa la tendencia, sobre todo entre los programadores informáticos y los gamers —aunque como escritor estoy tentado de caer en ella— que consiste en usar teclados mecánicos, bastante más caros que los convencionales de membrana. Con estos teclados no hace falta pulsar una tecla hasta el final para que se escriba la letra, y la sensación de que el periférico se adapta a tus manos y a tus dedos es —dicen— especial y gustosa. Recuerda vagamente al uso de una pluma, que se va acostumbrando a nuestro pulso hasta el punto de funcionar peor cuando es usada por otro.
Lo contado en El discurso vacío son sueños, la vida a secas, lo que sea que llena los días. Lo literario es el ensancharse mismo de lo que entendemos por literario. Levrero se escurre afuera del campo de juego y juega allí. Un futbolista sale a la calle y se traga a un guardia. Gol.
Desde el mismo título se enuncia una dicotomía aparente que la novela zanja para siempre: si hay un discurso vacío, se supone que habrá otro lleno. Levrero habla varias veces del zen, y a mí me parece que es esta una de las novelas más zen que he leído jamás, si es que hay algo que pueda llamarse así. Rayuela, por citar alguna que le da vueltas al tema, no lo es. Sólo habla del zen, cosa muy distinta.
El discuro lleno sería, por ejemplo, el de la publicidad: busca que compres. El discurso vacío y el lleno se hacen del mismo material. Pero el lleno no es discurso: es redundancia pura. Nadie vende nada con el discurso vacío. No te enriqueces materialmente. No convences a nadie de que te vote para tener un escaño en el parlamento europeo. No defiendes al mundo de las maldades de ningún sistema político (aunque eso no significa que alguien no pueda defenderse de eso o de otra cosa gracias a algún chispazo mental producido por el discurso vacío; pero eso es pura chiripa).
«La gente incluso suele decirme: "Ahí tiene un argumento para una de sus novelas", como si yo anduviera a la pesca de argumentos para novelas y no a la pesca de mí mismo». A Levrero las novelas no le importan más que como vehículos de la propia desnudez. No quiere ver, quiere verse. «Esto es un ejercicio califgráfico y nada más», insiste. Pero no escribir es imposible.
Levrero habla de su perro, de su mujer, de la terapia, de sus miedos. Es plenamente consciente de que el significado está fuera de control. Sólo verá el sentido cuando quede escrito, porque es la caligrafía la que escribe y no la mente. Escribir se convierte en esculpir. Un arte nuevo. Se extirpa uno mismo de la tarea. La tinta o la impresión digital desaparecen y la cosa se desliza hacia el barro, hacia la carne. Me recuerda la tradición budista antigua de escribir con la propia sangre.
Comprender este texto pide que nos paremos a sentir hasta qué punto comprender es una traición. Se entromete la razón y lo echa todo a perder. Leer los sueños de Levrero como pinturas de la noche. Sentir lo que nos traen. Matar al pesado de Descartes.

martes, junio 10, 2014

Cortázar y París: último round, Izara Batres

Xorki, Madrid, 2014. 370 pp. 19,80 €

Pedro Pujante

No se pueden comprender la obra y la vida (quizá son lo mismo) de Julio Cortázar si se obvia París, la ciudad-mandala en la que vivió casi toda su vida, en la que pergeñó la gran parte de su producción literaria y en la que transcurren un importante número de acontecimientos reales e imaginarios, vividos e imaginados.
Izara Batres (Madrid, 1982), la autora de este magnífico ensayo es una especie de políglota de los géneros narrativos; habla con soltura los lenguajes de la poesía y de la narrativa. Constan en su haber dos poemarios y un excelente libro de relatos, Confesiones al psicoanalista; mientras escribo estas notas también ve la luz su última obra, la novela ENC o El sueño del pez luciérnaga.
Pero volvamos a Cortázar y París: último round. Este extenso y bien documentado trabajo se adentra y explora la relación de Julio Cortázar con París a través de sus más conocidas obras: El perseguidor, Rayuela, 62 Modelo para armar; y profundiza en la pieza que ocupa el grueso del volumen, quizá la menos conocida y estudiada, pero con diferencia, junto a La vuelta al día en ochenta mundos, la más heterogénea: Último round.
Batres con una prosa diáfana y magnética, mucha documentación y con un pensamiento agudo y grandes dosis de intuición y amor por la obra cortazariana nos regala este hermoso tomo en el que los apasionados de Cortázar podrán hallar muchas claves para ahondar en su lectura, para resolver muchos de los enigmas que sus libros plantean, y así, poder disfrutar más si cabe de la obra del genial autor argentino.
A pesar de que opino que los libros deben bastarse por sí mismo, es bien cierto que un cuerpo teórico de gran calado –este es el caso, sin duda- nos ayuda a ser conscientes de la profundidad de algunas obras literarias, nos complementan e iluminan su lectura, y nos alienta a emprender otros senderos paralelos que soportan y diversifican nuestra mirada crítica. Pero además, la llaneza, el lenguaje claro, ameno y de intensidad mesurada que consigue esbozar Batres a lo largo de cada uno de los capítulos que componen Cortázar y París… hace que ya en sí solo sea un disfrute para los amantes de la literatura de calidad.
En los primeros capítulos, podrá el lector adentrarse por los misteriosos laberintos parisinos, que Cortázar dibujó en sus más conocidas obras narrativas. Desde una perspectiva literaria, filosófica y sociológica, Batres nos permite vislumbrar esas coordenadas que sustentan el París cortazariano, los ejes mágicos, telúricos que motivan los avatares de sus personajes ficcionales.
Último round, uno de los libros almanaque de Cortázar, obra heterogénea que se sustenta en «el esquema heteróclito de la miscelánea: pequeños relatos, fotografías, recortes de prensa…» es una de las piezas claves para entender esa naturaleza rebelde y policromática de Julio Cortázar, ese posicionamiento de lucha constante contra lo prestablecido que siempre manifestó el argentino en el terreno estético-literario. Que si bien es cierto que Rayuela representa como ningún otro libro su carácter contracultural, en cuanto a la novelística se refiere, Último round, libro poco estudiado por los críticos, supone el culmen de la riqueza y el eclecticismo cortazarianos. Y Batres lo desmenuza con ojo clínico, ofreciendo una óptica renovadora, regalándonos otra lectura posible.
Una reseña jamás hace justicia a un gran libro. Muchos asuntos no han cabido en estas modestas líneas. Porque la profundidad, complejidad y variedad de temas que Cortázar y París… aborda van más allá de estas notas apresuradas. No obstante, cabe decir que este tomo es imprescindible para los seguidores de Cortázar, para aproximarse a él y a su infinita obra.
Finalizo esta reseña el año centenario de su nacimiento. Sirvan pues estas palabras como homenaje a Cortázar, posiblemente el mejor escritor de cuentos del mundo.

lunes, junio 09, 2014

La 4ª, Mario Crespo

Lupercalia, Alicante, 2014. 226 pp. 12,95 €

Miguel Baquero

Como ocurriese en su anterior novela, Biblioteca Nacional, el tema de la personalidad de los protagonistas, y la manera cómo oscilan entre la realidad (literaria) y la ficción, es el tema predilecto de Mario Crespo (Zamora, 1979); no en vano, Unamuno y su inclasificable Niebla, allá en Biblioteca Nacional, y su San Manuel Bueno, mártir, en esta La 4ª, se destacan como referencias fundamentales. E igual que en el caso de don Miguel y su “nivola”, el resultado es un texto perturbador, inquietante, un cruce/choque de realidades cuya onda expansiva puede llegar a afectar al lector.
Narrada en cinco capítulos, cada uno de ellos contado por un narrador diferente (uno de ellos el mismo, “semiinconsciente” primero y escindido después), la 4ª tiene como fondo la formación de una secta, la manera en que va ganando adeptos y se va perfilando su líder; pero como ocurriese en La posibilidad de una isla, de Houellebecq, este argumento sobre el fondo de una nueva religión no es sino una excusa, un “macguffin”, para narrarnos una historia profundamente humana. O la misma historia de siempre, en realidad, porque todo el primer capítulo (magnifico, sin duda el mejor de la novela y de lo mejor que este reseñista ha leído en mucho tiempo) es una trasposición a los tiempos actuales de la Pasión de Cristo, con la aparición de unos personajes y la narración de unas escenas que tienen su parangón en la narración bíblica, como si nos hallásemos, en realidad, ante la misma historia que se repite una y otra vez, en cada persona, con cada generación….
Una historia a la que se hará referencia de nuevo, una vez pasado este insisto que espléndido primer capítulo, en el siguiente, narrado por una de las figuras episódicas que aparecieron antes y que aquí alcanza una proporción de protagonista. Aunque en algunas ocasiones forzado por la necesidad de atar todos los cabos que quedaron sueltos con anterioridad, eso no tiene tanta importancia como el nuevo color que el autor da al relato contemplando la situación desde antes de que ocurriera, y mostrando que todas las historias tienen infinitud de aristas según se mire desde un determinado prisma individual. Algo similar ocurre en el siguiente capítulo: de nuevo una figura que tan sólo se entrevió en los capítulos anteriores toma aquí la palabra para explicarnos qué ocurrió a continuación y darnos, de paso, una visión del protagonista muy diferente de la que pudiera tener él de sí mismo, al tiempo que introduce un elemento metaliterario que nos induce a dudar de la naturaleza de lo que estamos leyendo…
Valga este pequeño recorrido por el argumento para que el lector pueda formarse una idea de la complejidad narrativa de La 4ª, una apuesta arriesgada por el libro como universo en sí mismo, como mundo propio donde pueden formularse todas las preguntas y encontrarse todas las respuestas, aunque sean respuestas sin sentido, como ocurre en el capítulo lisérgico donde el protagonista, de la mano del autor, nos introduce en un paisaje onírico plagado de imaginación. En todo caso, nos hallamos ante una novela “quebrada” que el lector deberá reconstruir; muy lejos de otras novelas lineales en que el lector-consumidor sólo tiene como función pasear la vista por las páginas. En La 4ª se recupera el mejor y más fecundo experimentalismo literario, hecho con un sentido estético profundo, que oculta una idea sobre la vida y sobre la realidad y no se reduce a juegos de palabras ingeniosos ni a simple proezas de escribir sin puntos o sin tildes.

viernes, junio 06, 2014

Lectura de Foucault y Escritos sobre Foucault, Miguel Morey

Sexto Piso, Madrid, 2014. 431 y 381 pp., 24 € (cada uno)

 




















Fernando Ángel Moreno

Todos deberíamos haber leído a Foucault.
Escribo la frase en pretérito perfecto: tras haberme acercado a él, siento cierta necesidad de repasar las lecturas ya pasadas desde su perspectiva. También leo de manera algo diferente.
No obstante, ¿por dónde empezar? Su bibliografía tiene un volumen considerable. Por otro lado, cada libro suyo contiene solo una faceta de un complejo sistema de miradas que no se cierra en un solo texto.
¿Por dónde empezar?
En este tipo de casos, vale la pena acercarse a manuales, resúmenes divulgativos, pequeñas lecciones, aunque sea de manera muy provisional. Sin embargo, en el caso de la obra de Foucault, disponemos por suerte de algo que va más allá de un manual y que no entra en la paráfrasis subjetiva y deformadora. Puede entenderse antes como una aproximación o, mejor, como un estudio descriptivo de la obra del autor francés.
Miguel Morey, catedrático emérito de Filosofía en la Universidad de Barcelona y autor de numerosos e importantes trabajos de filosofía, escribió hace ya más de tres décadas un libro, Lectura de Foucault, a partir de su tesis doctoral sobre la obra del francés hasta finales de los años setenta. Este célebre texto ha sido recuperado ahora, en el trigésimo aniversario de la muerte del filósofo, por la editorial Sexto Piso. Esta misma editorial publica también, en otro volumen complementario, Escritos sobre Foucault, los artículos posteriores del propio Morey sobre el tema.
En el primer libro, nos encontramos, como decía, con un resumen de los textos más destacados anteriores a los ochenta, principalmente Historia de la locura, El nacimiento de la clínica, La arqueología del saber y Vigilar y castigar, con otros acercamientos a diverso material como entrevistas, libros menos significados y algunas fuentes secundarias.
Se trata de un trabajo meticuloso que no solo pondrá al profano sobre la pista de la importancia del pensamiento de Foucault, sino que además penetrará con detalle en las sutilezas de los textos y en sus implicaciones socio-culturales. Evidentemente, no sustituye la lectura de los originales, a los que debe acudirse obligatoriamente si se quiere conocer de verdad dicho pensamiento. Sin embargo, aporta una visión suficientemente completa como para que el profano conozca y el experto ordene y clarifique, gracias a la meticulosidad y la lucidez del texto.
Durante la etapa arqueológica (Historia de la locura, El nacimiento de la clínica), Foucault mostró de qué manera ciertas instituciones y ciertas visiones del enfermo y del loco se correspondían con derivas intelectuales tan relativas como significativas. Las páginas dedicadas a esta línea exponen con claridad la manera en que el filósofo desarrolla sus planteamientos y pueden justificar por sí mismas el acercamiento.
Como el profano será el más beneficiado de esta Lectura, debo advertir sobre la dificultad de algunos pasajes. Dudo de que un buen lector de ensayo cultural y, desde luego, cualquier aficionado a la filosofía tengan serios problemas para seguirlo. No obstante, las páginas dedicadas a la etapa genealógica (Las palabras y las cosas, La arqueología del saber, Vigilar y castigar) sí exigirán quizás un cierto esfuerzo. Ni el léxico es demasiado complicado ni las ideas demasiado ajenas, pero por experiencia propia con mis estudiantes entiendo que puede resultar árido en ciertos pasajes. Aún así, ese pequeño esfuerzo vale muchísimo la pena si hay interés por la filosofía.
Al fin y al cabo, Foucault supo poner en duda no ya los sistemas de creencias occidentales, sino los apriorismos de construcción de los mismos a nivel histórico, la manera en que los seres humanos construimos nuestro conocimiento social.
Los planteamientos de la etapa arqueológica requieren, por tanto, una lectura más pausada. Son bastante más complejos para el profano y ahondan en conceptos revisados por el filósofo, como «enunciado», «sistema», «episteme», «lenguaje»..., que quizás requieran cierta reflexión previa. No obstante, la inmersión en los capítulos del orden de las cosas y del discurso del método debería ser obligatoria para cualquier investigador cultural, si no se quiere acudir a la fuente original o si se desea ordenarla o clarificarla.
Con todo, no me parece complicado que al terminar la lectura la satisfacción por el mapa construido valga la pena. Al fin y al cabo, recoge con detalle los sistemas propuestos para la indagación de las bases de los sistemas socio-culturales que resultarían decisivos para la pasión anglosajona por los estudios culturales.
La lectura de este primer libro vuelve casi obligatoria la del siguiente, que contiene las reflexiones sobre otros aspectos. Se recoge además la Historia de la sexualidad, aún no aparecida durante la escritura del primero. Al tratarse de una recopilación de artículos, la estructura es diferente. En cierto sentido, es más accesible que el anterior, en cuanto a que penetra menos en una pormenorizada estructuración del pensamiento del filósofo. No obstante, algunas páginas requieren conocer antes dicho pensamiento. Además, el no iniciado en filosofía puede perderse en algún momento puntual, como fue mi caso respecto al pensamiento de Bataille.
Para estos no iniciados, encuentro especialmente interesantes e iluminadores: «Michel Foucault: Una política de la experiencia» y «Sobre el lugar de la teoría en M. Foucault: Materiales para una reflexión». Me han parecido buenos acercamientos a algunas ideas fundamentales.
Por otra parte, el propio Morey advierte sobre el peligro de una colección de artículos: cierta repetición, especialmente si se conoce el primer libro. Además, quizá, podría habérsele añadido algo de crítica, desde otras perspectivas. No obstante, el objetivo principal parece ser la exposición, con lo que conlleva de repetición, y en ese sentido no defraudará en absoluto.
Debe alabarse también la valentía y el trabajo del editor, por el cuidado y la interesante presentación de ambos volúmenes. Aporta un buen regalo a quien desee ampliar sus conocimientos de filosofía y de estudios culturales e iniciarse en la mirada de un representante fundamental del siglo XX, justo en una España que vive uno de sus momentos más necesitados de revisión socio-cultural.

jueves, junio 05, 2014

Pobre blanco, Sherwood Anderson

Trad. José Antonio Bravo. Barataria, Sevilla, 2013. 320 pp. 17 €

José Miguel López-Astilleros

Sherwood Anderson (1876-1941) es un escritor norteamericano a quien se le conoce en España fundamentalmente por la celebérrima colección de cuentos Winesburg, Ohio (1919), cuyo éxito lo persiguió de un modo hasta casi cruel, podríamos decir, al no ser superada esta obra por las posteriores, juicio que nos parece injusto con el resto de su producción, debido a la gran calidad de su prosa, por lo cual damos la bienvenida a la edición en español de su mejor novela.
Quizás sea conveniente hacer una precisión aclaratoria sobre el titulo, ya que se denomina “pobre blanco o blanco pobre” (Poor White) a un grupo social descendiente de europeos, que provenían del Sur de Estados Unidos y de los Apalaches, formado por jornaleros blancos y sin recursos que no poseían tierras. La justificación del título es la pertenencia del protagonista principal a dicho grupo, como queda patente nada más comenzar la novela. El contexto en el que transcurre la acción (entre 1870 y 1910) es importante para comprender la dimensión de lo que se nos cuenta: durante la Guerra de Secesión el norte del país había comenzado a industrializarse para hacer frente a las necesidades propias de la contienda, y tras concluir el conflicto en 1865 el proceso se aceleró, transformando las ciudades rurales y toda la sociedad en general, dando lugar a su vez al sueño americano, con sus luces (prosperidad y bienestar) y sombras (pobreza de los obreros, mayormente inmigrantes, y corrupción tanto política como económica). Hugh, el protagonista, al morir primero su madre y después su padre, se marcha de su pueblo natal en busca de una mejor vida, finalmente llega a Bidwell, donde terminará trabajando como inventor (una figura muy común y reverenciada en aquellos tiempos) de maquinaria agrícola y relacionándose con la emergente clase empresarial; pero no sólo perseguirá sus ambiciones profesionales, sino el afecto de los demás y el amor, encarnado en Clara, la hija de uno de los dos mayores magnates del pueblo. El carácter tímido, solitario y reservado de Hugh será determinante en sus éxitos y fracasos, sobre todo sentimentales. Todo lo que ocurre en Bidwell es representativo de aquella sociedad rural en tránsito hacia una industrial, con todos los cambios de mentalidad que ello conlleva, donde lo artesanal se enfrenta a lo confeccionado por las máquinas, es más, dicho enfrentamiento se concretará simbólicamente en un crimen, con lo cual Sherwood Anderson nos sitúa frente a la pérdida de la inocencia de un mundo ancestral y agrícola, y a la progresiva desaparición de todos sus valores más nobles, víctimas de la codicia. Los personajes principales están caracterizados con toda la profundidad que requiere un período tan convulso, triunfadores en unos casos y derrotados en otras, conviviendo con ellos hay un pléyade de secundarios, que completan la riqueza humana de aquel entorno.
El autor no se limita a desarrollar un argumento de una manera realista con tintes autobiográficos, también refleja la efervescencia de aquellos tiempos, y por contra nos muestra la miseria de los antiguos campesinos en las fábricas, la explotación, las primeras huelgas, la corrupción económica y los trapicheos empresariales, así como el nuevo papel de la prensa en manos de estos nuevos ricos, destinada a crear los mitos de una nueva era, en una tierra ya de por sí proclive a la mitificación, o quizás deberíamos decir a la mistificación. Pero no se nos puede quedar en el tintero el valor que Anderson, dado que la novela fue publicada en 1920, demuestra al incluir el germen de lo que sería el movimiento feminista, que habría de luchar por los derechos de la mujer, representado por Kate, la amiga con la que se relaciona Clara cuando su padre la envía a Columbia a casa de unos tíos, en una época en la que el papel de la mujer estaba relegado a la crianza de los hijos y a las labores del hogar.
Pobre blanco es la historia de una ciudad, de un país y de unos personajes fundadores de una sociedad capitalista, en un camino que va desde la ingenuidad a la descomposición de lo tradicional, al envilecimiento por una ambición económica desmedida y sin principios, a la vez que el progreso técnico no se corresponde en la misma medida y a la misma velocidad con el ético, nada más actual en los tiempos que corren aquí y ahora.