Amadeo Cobas
Es muy atrevido Francisco Castro. Mucho, porque ya desde el principio de esta obra, en una introducción que hace, integrada dentro de la narración, suelta lindezas como que se pueden hacer cosas mejores que escribir: dormir. Y adornándose de este jaez logra restar protagonismo al oficio de escritor, aunque sin dejar de valorarlo, de reconocerlo, nada más y nada menos que afirmando «los escritores escribimos para vivir y para poder sentir, experimentar y hacer en el papel todo lo que no sentimos, experimentamos o hacemos en la realidad». Resumiendo, este letraherido, si en la segunda página del cuerpo de la novela es así de rotundo, concedámosle el beneficio de haber logrado su propósito, siguiendo a Borges, autor a quien cita con reiteración: provocar. Porque en esta introducción se gasta una retranca gallega aguda en doble acepción: afilada porque de verdad hiere, e inteligente porque inserta verdades (a veces) inconfesables, burlándose un poco, en ocasiones muchísimo, de la autocomplacencia que nos gastamos los que nos dedicamos a esto de la creación literaria y de lo que la rodea: «los manuales de literatura (esos libros inservibles)»…
Cuando nos introducimos en la novela, visto el prólogo, no sorprende el intervencionismo del narrador, que no deja en paz al lector aportándole artificio literario a la par que justificación de su proceder, mezclando vivencias personales del autor con la historia del protagonista, Ricardo. ¿Su alter ego? ¿Él mismo? Hasta Francisco Castro deja entrever esta posibilidad. Es ésta una novela que plasma su resultado y que aúna con detallismo (excesivo) el proceso de gestación; es decir, muestra la criatura nacida a la sazón que las intimidades que han desembocado en este parto. Es una novela vestida que desnuda sin pudor la estructura literaria creadora.
Casi podríamos decir que esta novela es un manual sobre cómo escribir una novela, desentrañando como desentraña aquí el escritor los entresijos, vericuetos y recursos de los que ha de valerse quien aspire a volcar sus experiencias vitales («su vida», como seguro que acotaría de este modo el autor, burla burlando), sus anhelos o imposibles para convertirlos en ficción literaria. Léanlo si es así, y disculpen las intromisiones del narrador, saramaguianamente desmenuzador, en la planicie que de otro modo hubiera sido la obra: los gallegos a veces somos un tanto retorcidos. Les garantizo que si les engancha irán pasando páginas y la sonrisa caminará de su lado. A veces, es cierto, una sonrisa triste, desvestida y salpicada de realidad cotidiana.
Hay restos de carmín de color sociológico diseminados entre los párrafos o, por mejor precisar, antisociología; o una muy particular, que entronca en la filosofía cuando augura: «hay que olvidar lo aprendido en la escuela para poder ser felices». ¡Casi nada!
Suenan los ecos de los ochenta: la movida madrileña y la movida viguesa, canciones inigualables, cantantes injubilables, juegos cacofónicos buscados aposta, un sinnúmero de citas literarias, autores de referencia, droga y rock´n´roll, mucha mucha policía. Todo esto se pasea por aquí.
Ah, igual se preguntan qué se cuenta en esta novela, si es que se cuenta algo. En efecto, algo cuenta Francisco Castro, algo trágico: cómo el consumo de heroína aplastó a media generación de jóvenes en un barrio de Vigo.
El fondo es muy crudo, de ahí la acertada fórmula que gestiona el autor para trasladárnoslo.
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