Pedro M. Domene
La narradora, Herminia Luque Oriz (Granada, 1964) afirma, con toda rotundidad, que en el siglo IV d.C. concurren acontecimientos que suponen una notable transformación cultural en Occidente, de una parte el triunfo del cristianismo que hará desaparecer el horizonte clásico de un desgastado Imperio Romano, de otra se afianza la no menos interesante consolidación de un nuevo formato libresco, el códice que sustituirá al tradicional rollo de papiro para así asentar definitivamente el pergamino. El códice purpúreo (2011), la tercera entrega de esta granadina, después de Piscinas de enero (2009) y Bitácora de Poseidón (2010), recrea ese final de época y la popularización del género epistolar, una novela histórica que ahonda en un aspecto textual poco reconocido y llama la atención de un lector acostumbrado a ese espacio narrativo que solo sopesa la posibilidad de recrear un tiempo histórico y una amena lectura. En esta ocasión, uno se enfrenta a una Historia documentada, de una amplia dimensión simbólica y tan efectista que nadie podrá desdeñar el eco de los mejores epistológrafos del momento. Señalaremos en favor de Luque Ortiz que tras el aparente relato de una suma de virtudes o de un modelo de vida cristiana, plantea una compleja trama que estructura en una alternada recreación epistolar que intenta, entre otros propósitos mucho más ambiciosos, desvelar la muerte de una joven virgen fallecida, aunque ese trasfondo sirva al mismo tiempo para denunciar una consolidación partidista y la secreta ortodoxia de una nueva espiritualidad con los claroscuros que se le otorga a la simbología religiosa, precisamente en unos momentos en los que el enfrentamiento entre viejo y nuevo cristianismo estaba tan necesitado de mártires como modelo de una vida entregada al sacrificio.
Herminia Luque ha realizado un virtuoso acopio de información para sumergir al lector en la apasionante confabulación epistolar con que sustenta su novela: una serie de misivas que intercambian algunos de los personajes principales de esta historia y que evocan el recuerdo y el entorno familiar de una adolescente, Ávita, extrañamente fallecida por un voluntario ayuno, cuando poco antes había anunciado su firme decisión de dedicar su vida a un adoctrinamiento espiritual, y frente a la insatisfacción o los peligros de la vida mundana con que pugnaba en su existencia. Su madre Honoria, que llorará su pérdida a lo largo del relato, será uno de los personajes con quienes amigos y allegados intercambiará una información acerca de tan lamentable pérdida, y así oiremos la voz de la amiga y afectuosa Flavia, un sibarita e interesado Licinio, o los doctos y teórico-doctrinales ejemplos del obispo Gregorio que conllevan la intención de rentabilizar la muerte de la joven para convertirla en un símbolo religioso de gran trascendencia. Todo un puzzle epistolar al que irán sumándose otros personajes de distintas clases sociales, una anatomía clásica, fidedigna y de época con que nos obsequia Luque Ortiz, donde fanatismo y muerte convergen al mismo tiempo, frente a esa pequeña historia privada, pero cuyos ángulos oscuros se amplían en la breve existencia de Ávita y en su modélica trascendencia posterior.
La prosa de este conjunto de cartas ofrece todas las características de un género que añade la visión de una época curiosa historiográficamente hablando, desde la perspectiva de ese filtro cultural que supone el códice como nuevo formato, la información pagana con que construye la actitud y el carácter de algunos personajes, las coordenadas sociales e históricas que aportan los datos de un auténtico Gregorio de Elvira, conocido autor de tratados sobre las Santas Escrituras desde las que pueden advertirse su firme voluntad antijudaica o el camino esgrimido con que adoctrina la vida de la joven mártir hasta alcanzar así una necesaria santidad, o incluso salpicadas las curiosas vidas cotidianas de las mujeres, tanto de damas como esclavas, el gusto por embellecer sus cuerpos frente a ese sentido pecaminoso que preconizaba el naciente poder eclesiástico. Resulta notable esa visión doctrinal del cristianismo primitivo y lo relacionado con la gnosis herética, sin olvidar las noticias sobre las reliquias de los hispanorromanos de enorme trascendencia en esta novela. Pero, sobre todo, El códice purpúreo ofrece fidelidad a una época donde la pérdida y el dolor se convierten para algunos de sus personajes en deseo, en esperanza de toda una vida, y añade un amplio conocimiento desde lo mundano a lo espiritual como muestra de las bondades de una fe cristiana que, desde sus comienzos, jamás se ha sentido segura en su proceder.
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