José Manuel de la Huerga
Antecedentes para algún despistado (que quedan): dicen los que están al cabo de la calle literaria que fragmentarismo, culturalismo, imposibilidad argumental como manifestación nítida de la crisis de identidad del narrador/narratario/autor escondido del siglo XXI, distanciamiento, sorna, sentimentaloidismo y borrado concienzudo de fronteras entre géneros literarios y demás saberes (los sensibles de letras frente a los cuadriculados de ciencias), son señas de identidad de los firmantes de cualquier manifiesto pringado de nocilla. Manifiesto donde los abajo firmantes se sienten inclasificables y, por tanto, ofendidos cada vez que un raro lector los cuestiona como… posibles narradores traidores que abandonaron el barco de la desnuda poesía, críticos que no hacen críticas pero sí las cobran, novelistas que no escriben con pluma y papel sino que “twittean” con gorjeo microcuentístico…
Consecuencias y/o daños colaterales (1ª versión con perspectiva de scherzo y sfumato): Quien abra las páginas de Barra americana encontrará con profusión buenas dosis de los ingredientes enumerados en el primer fragmento de esta crónica casi novela. La lógica facilota nos encaminaría, por tanto, a encasillar, etiquetar (qué paz intelectual nos espera cuando uno etiqueta…, parece que dejamos la casa sosegada) a Javier García Rodríguez como un notable capitán de los tercios nocillos.
Más consecuencias (2º versión original subtitulada y citas a pie de página, sin citar a nadie —sic—): Sin embargo, paro, respiro, me detengo e inspecciono como cuadros de una exposición los capítulos dedicados a la estancia de un presunto yo narrativo, a muy finales de los ochenta, en una universidad perdida en el Medio Oeste americano. Entonces percibo que late algo más (y mejor) que las anotaciones compulsivas, imposibles de trabazón más allá del perímetro de una servilleta de cafetería, de un joven universitario castellano en la tierra de promisión literaria.
Cuando leía seguidos cada uno de los cuadernos que han venido siendo publicados en diversas revistas a lo largo de las dos últimas décadas (Iowa, Chicago, Florida, Minneapolis, Wisconsin, Harvard, y otra vez Iowa, con homenaje de por medio al santo padre nocillo David Foster Wallace) profusamente aliñados de citas y demás atracos a mano armada a escritores norteamaericanos, sudamericanos becados y españoles invitados (que dejan la cuenta sin pagar), pensaba en los versos de no sé qué poeta sobre lo que es la poesía. (Supongo que el efecto nocilla ha hecho en mí maravillas: leer un libro de impresiones y paisajes de un jovencito español en la tierra del todo fácil y rápido, y pensar en poesía es poco menos que la cuadratura del círculo de e-lectores…) Sí, esos versos que dicen que después que se van las metáforas, las rimas consonantes y asonantes, el ritmo y hasta la respiración del poeta… si queda algo, lo que queda es poesía.
Y, al fin, la crítica/novela, per se y por lo derecho: El mejor Javier García Rodríguez, o al menos el que a mí más me ha emocionado hasta olvidarme de que lo ha escrito él, es el narrador a calzón quitado: el detallista observador de Iowa, el emocionado que asiste a un partido de baloncesto, el alucinado en un concierto de gospell o de blues, el divertidísimo que toma nota de que a él y a otros siete los llevan a un hotel que es en realidad una casa de citas, el enamoriscado (o sea, enamorado hasta la médula que ha gloriosamente ardido) de una alumna de cursos de escritura creativa, el atento a los maestros del género de terror y de suspense en los campus del Medio Oeste, el que mira de lado, siempre con la mosca detrás de la oreja, pero al que terminan pillando embobado en la siguiente esquina de un país que es un verdadero monstruo…
Coletilla, adenda, coda y coca-coda: Es imposible escribir una novela al uso tradicional decimonónico (presentación, nudo y desenlace) sobre nuestra experiencia paleta y/o creativa en los EE.UU. Y lo que García Rodríguez, con sagacidad no exenta de ludopatía, nos ha enchufado ha sido un colosal puzle de más de mil quinientas piezas no apto para perezosos (de esos donde hay mucho cielo y mucho verde, o mucho color rosita de carne humana, y a ver quién es el majo que consigue armarlo sobre un tablero de ocumen encima de la mesa camilla de una madre a la gresca). Este libro es, querido Walt Whitman, la experiencia en carne fingida de un tipo muy parecido al autor, que casi podría ser él, y que rezuma humor, verdad y mentirijilla, sátira y una mirada atentísima sobre lo que terminaremos siendo los de este lado del charco, no con nueve horas de adelanto, sino con un par de días de retraso. Gracias por avisar, Javier. (Pero mucho me temo que ya estás llegando tarde).
Consecuencias y/o daños colaterales (1ª versión con perspectiva de scherzo y sfumato): Quien abra las páginas de Barra americana encontrará con profusión buenas dosis de los ingredientes enumerados en el primer fragmento de esta crónica casi novela. La lógica facilota nos encaminaría, por tanto, a encasillar, etiquetar (qué paz intelectual nos espera cuando uno etiqueta…, parece que dejamos la casa sosegada) a Javier García Rodríguez como un notable capitán de los tercios nocillos.
Más consecuencias (2º versión original subtitulada y citas a pie de página, sin citar a nadie —sic—): Sin embargo, paro, respiro, me detengo e inspecciono como cuadros de una exposición los capítulos dedicados a la estancia de un presunto yo narrativo, a muy finales de los ochenta, en una universidad perdida en el Medio Oeste americano. Entonces percibo que late algo más (y mejor) que las anotaciones compulsivas, imposibles de trabazón más allá del perímetro de una servilleta de cafetería, de un joven universitario castellano en la tierra de promisión literaria.
Cuando leía seguidos cada uno de los cuadernos que han venido siendo publicados en diversas revistas a lo largo de las dos últimas décadas (Iowa, Chicago, Florida, Minneapolis, Wisconsin, Harvard, y otra vez Iowa, con homenaje de por medio al santo padre nocillo David Foster Wallace) profusamente aliñados de citas y demás atracos a mano armada a escritores norteamaericanos, sudamericanos becados y españoles invitados (que dejan la cuenta sin pagar), pensaba en los versos de no sé qué poeta sobre lo que es la poesía. (Supongo que el efecto nocilla ha hecho en mí maravillas: leer un libro de impresiones y paisajes de un jovencito español en la tierra del todo fácil y rápido, y pensar en poesía es poco menos que la cuadratura del círculo de e-lectores…) Sí, esos versos que dicen que después que se van las metáforas, las rimas consonantes y asonantes, el ritmo y hasta la respiración del poeta… si queda algo, lo que queda es poesía.
Y, al fin, la crítica/novela, per se y por lo derecho: El mejor Javier García Rodríguez, o al menos el que a mí más me ha emocionado hasta olvidarme de que lo ha escrito él, es el narrador a calzón quitado: el detallista observador de Iowa, el emocionado que asiste a un partido de baloncesto, el alucinado en un concierto de gospell o de blues, el divertidísimo que toma nota de que a él y a otros siete los llevan a un hotel que es en realidad una casa de citas, el enamoriscado (o sea, enamorado hasta la médula que ha gloriosamente ardido) de una alumna de cursos de escritura creativa, el atento a los maestros del género de terror y de suspense en los campus del Medio Oeste, el que mira de lado, siempre con la mosca detrás de la oreja, pero al que terminan pillando embobado en la siguiente esquina de un país que es un verdadero monstruo…
Coletilla, adenda, coda y coca-coda: Es imposible escribir una novela al uso tradicional decimonónico (presentación, nudo y desenlace) sobre nuestra experiencia paleta y/o creativa en los EE.UU. Y lo que García Rodríguez, con sagacidad no exenta de ludopatía, nos ha enchufado ha sido un colosal puzle de más de mil quinientas piezas no apto para perezosos (de esos donde hay mucho cielo y mucho verde, o mucho color rosita de carne humana, y a ver quién es el majo que consigue armarlo sobre un tablero de ocumen encima de la mesa camilla de una madre a la gresca). Este libro es, querido Walt Whitman, la experiencia en carne fingida de un tipo muy parecido al autor, que casi podría ser él, y que rezuma humor, verdad y mentirijilla, sátira y una mirada atentísima sobre lo que terminaremos siendo los de este lado del charco, no con nueve horas de adelanto, sino con un par de días de retraso. Gracias por avisar, Javier. (Pero mucho me temo que ya estás llegando tarde).
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