Trad. Josep Costa. Alba, Barcelona, 2011. 126 pp. 18 €
Juan Pablo Heras
Cuando apareció por primera vez en 1998, este libro detonó como una bomba en el sosegado templo de la pedagogía actoral. Años de experiencia directa en las tablas, en la lucha por conquistar al público desde la verdad insobornable del que tiene algo que contar, habían convencido a David Mamet de que algo olía a podrido en los dominios de los apóstoles de los apóstoles del Método (en el nombre de Stanislavski, Strasberg y Marlon Brando, amén). Como quiera que, llegados a este punto, no bastaba con la sugerencia razonable para combatir lo que sólo se sustenta en la fe y en la mortificación de la culpa, decidió provocar al autocomplaciente mundillo teatral con un libelo al que subtituló “Herejía y sentido común para el actor”, y que casi desde el inicio contiene afirmaciones como ésta: “El Método de Stanislavski y las escuelas derivadas de él son absurdos. No es una técnica con la que practicando se pueda desarrollar un oficio, es un culto”.
Mamet sostiene tamañas afirmaciones contra el Método desde la constancia de su inutilidad: para él, los grandes actores que han surgido de tales escuelas estaban tan dotados que hubieran triunfado de todos modos; en cuanto a los mediocres, tal pérdida de tiempo y dinero sólo les ha servido para crearles traumas que desconocían y que para colmo son incomunicables. Cuando llega el momento de aportar ese “sentido común” que debería sustituir a los mandamientos de los vendedores de humo, Mamet renuncia a ofrecer un sistema alternativo y recurre a su larga experiencia enfrentándose a actores desde su acreditado oficio como autor teatral, guionista de cine y director, y en su conocimiento compartido de la escena underground de la costa este y de los grandes estudios de Hollywood. En ese sentido, Verdadero y falso viene a ser una recopilación de anotaciones dispersas dirigidas al actor, a la vez fruto de la intuición del que ha vivido mucho y de la racionalidad del que no se deja engañar. En su ausencia de método –en todos los sentidos- recuerda un poco al entrañable Écoute, mon ami de Louis Jouvet.
Aunque quepan mil reservas ante la agresiva actitud de Mamet, lo cierto es que resulta tan persuasivo que uno siente la tentación de convertirse en discípulo, asumir sus afirmaciones como si se tratara de una nueva verdad revelada, y acatar lealmente sus enseñanzas. Es decir, justo lo contrario de lo que pretende, que es invitar al actor a desconfiar de las certezas y el confort, y a encontrar en el miedo, la incertidumbre y lo desconocido el motor y la gasolina de una interpretación verdaderamente emocionante. Un mensaje que no es fácil de asumir y que excluye a todo aquel que prefiere “ser actor” a “actuar”. Por lo tanto, para ser actor sólo serían necesarias ciertas aptitudes físicas ligadas a la voz y al cuerpo, una vocación a prueba de bombas y de meses de desempleo y, sobre todo, el valor de enfrentarse a lo incierto, porque nada que pueda ser controlado tiene interés para el público: “cuando aceptáis no saber lo que hacéis, os ponéis en el mismo estado que el protagonista de la obra. (…) Como el protagonista, estáis confusos, asustados, ansiosos”. Porque al fin y al cabo el público va al teatro para “enfrentarse a su anomia, ansiedad, culpabilidad, incertidumbre e incoherencia”.
Si abrimos la mirada más allá del rutilante pero minúsculo mundo de la interpretación, encontramos que Verdadero y falso se inscribe en una larga tradición ensayística ligada al más sano escepticismo y a la reivindicación del empirismo más riguroso. Mamet, como hicieron tantos otros, denuncia a los falsos profetas que venden a precio de oro verdades exquisitamente diseñadas, cómodas y tranquilizadoras, y en cambio nos anima a enfrentarnos a nuestra ignorancia y a aceptar la oscuridad, porque sólo en esta incertidumbre se encuentra la materia del arte. Como dice una curiosa cita del pediatra D. W. Winicott con la que Mamet inicia su libro, “la aproximación científica del fenómeno de la naturaleza humana nos permite ser ignorantes sin tener miedo, y sin, por lo tanto, tener que inventar todo tipo de teorías extrañas para explicar nuestras lagunas de conocimientos”.
Juan Pablo Heras
Cuando apareció por primera vez en 1998, este libro detonó como una bomba en el sosegado templo de la pedagogía actoral. Años de experiencia directa en las tablas, en la lucha por conquistar al público desde la verdad insobornable del que tiene algo que contar, habían convencido a David Mamet de que algo olía a podrido en los dominios de los apóstoles de los apóstoles del Método (en el nombre de Stanislavski, Strasberg y Marlon Brando, amén). Como quiera que, llegados a este punto, no bastaba con la sugerencia razonable para combatir lo que sólo se sustenta en la fe y en la mortificación de la culpa, decidió provocar al autocomplaciente mundillo teatral con un libelo al que subtituló “Herejía y sentido común para el actor”, y que casi desde el inicio contiene afirmaciones como ésta: “El Método de Stanislavski y las escuelas derivadas de él son absurdos. No es una técnica con la que practicando se pueda desarrollar un oficio, es un culto”.
Mamet sostiene tamañas afirmaciones contra el Método desde la constancia de su inutilidad: para él, los grandes actores que han surgido de tales escuelas estaban tan dotados que hubieran triunfado de todos modos; en cuanto a los mediocres, tal pérdida de tiempo y dinero sólo les ha servido para crearles traumas que desconocían y que para colmo son incomunicables. Cuando llega el momento de aportar ese “sentido común” que debería sustituir a los mandamientos de los vendedores de humo, Mamet renuncia a ofrecer un sistema alternativo y recurre a su larga experiencia enfrentándose a actores desde su acreditado oficio como autor teatral, guionista de cine y director, y en su conocimiento compartido de la escena underground de la costa este y de los grandes estudios de Hollywood. En ese sentido, Verdadero y falso viene a ser una recopilación de anotaciones dispersas dirigidas al actor, a la vez fruto de la intuición del que ha vivido mucho y de la racionalidad del que no se deja engañar. En su ausencia de método –en todos los sentidos- recuerda un poco al entrañable Écoute, mon ami de Louis Jouvet.
Aunque quepan mil reservas ante la agresiva actitud de Mamet, lo cierto es que resulta tan persuasivo que uno siente la tentación de convertirse en discípulo, asumir sus afirmaciones como si se tratara de una nueva verdad revelada, y acatar lealmente sus enseñanzas. Es decir, justo lo contrario de lo que pretende, que es invitar al actor a desconfiar de las certezas y el confort, y a encontrar en el miedo, la incertidumbre y lo desconocido el motor y la gasolina de una interpretación verdaderamente emocionante. Un mensaje que no es fácil de asumir y que excluye a todo aquel que prefiere “ser actor” a “actuar”. Por lo tanto, para ser actor sólo serían necesarias ciertas aptitudes físicas ligadas a la voz y al cuerpo, una vocación a prueba de bombas y de meses de desempleo y, sobre todo, el valor de enfrentarse a lo incierto, porque nada que pueda ser controlado tiene interés para el público: “cuando aceptáis no saber lo que hacéis, os ponéis en el mismo estado que el protagonista de la obra. (…) Como el protagonista, estáis confusos, asustados, ansiosos”. Porque al fin y al cabo el público va al teatro para “enfrentarse a su anomia, ansiedad, culpabilidad, incertidumbre e incoherencia”.
Si abrimos la mirada más allá del rutilante pero minúsculo mundo de la interpretación, encontramos que Verdadero y falso se inscribe en una larga tradición ensayística ligada al más sano escepticismo y a la reivindicación del empirismo más riguroso. Mamet, como hicieron tantos otros, denuncia a los falsos profetas que venden a precio de oro verdades exquisitamente diseñadas, cómodas y tranquilizadoras, y en cambio nos anima a enfrentarnos a nuestra ignorancia y a aceptar la oscuridad, porque sólo en esta incertidumbre se encuentra la materia del arte. Como dice una curiosa cita del pediatra D. W. Winicott con la que Mamet inicia su libro, “la aproximación científica del fenómeno de la naturaleza humana nos permite ser ignorantes sin tener miedo, y sin, por lo tanto, tener que inventar todo tipo de teorías extrañas para explicar nuestras lagunas de conocimientos”.
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