Quatenus, Madrid, 2011. 103 pp. 10 €
Juan Pablo Heras
Cuando Paco Bezerra (Almería, 1978) ganó el Premio Nacional de Literatura Dramática de 2009, apenas superaba los 30 años y era casi inédito en los escenarios. Para los que no lo conozcan, el Nacional es un premio otorgado a la mejor obra publicada o estrenada en el año en curso, pero que en la práctica sirve para celebrar extensas trayectorias de autores consolidados. Por eso, todo indicaba que debía haber algo extraordinario en Dentro de la tierra, y por eso, apenas cuatro años después de que una primera edición, ministerial y por lo tanto escondida, se haya vuelto totalmente inaccesible, la nueva editorial Quatenus apuesta por este título para lanzar una de sus colecciones de textos dramáticos. La sola idea de apostar por una editorial dedicada al teatro ya merece un aplauso, pero si la selección de textos es además tan exquisita, optamos por la ovación.
Dentro de la tierra se podría agrupar a primera vista en una serie de textos dramáticos que sitúan su acción en lo más profundo de la España rural. Situar la acción hoy en el campo no tiene el mismo significado que en tiempos de Benavente, Machado o Lorca, y no es, ni de lejos, tan frecuente. Hablar del agro español hoy es acercarse a la despoblación, la soledad, el pasado enmudecido o el encuentro descarnado con el inmigrante jornalero. Y así lo hicieron José Ramón Fernández con La tierra, Alberto Conejero con Húngaros o José Manuel Mora con Mi alma en otra parte, tres textos que están entre lo mejor de la literatura dramática española de las últimas dos décadas.
Dentro de la tierra se sitúa en un lugar tan familiar como insólito: el mar de invernaderos de Almería, la “Huerta de Europa”, esto es, su corazón escondido, un espacio irreal por su aspecto que oculta a miles de almas apátridas que se dejan la piel en nuestros tomates. A la cabeza del reparto los tres hijos de un propietario, que esconden sensibilidades inconfesables en un país en el que lo diferente es sospechoso.
El valor fundamental de la obra de Paco Bezerra está en su capacidad de acercarse a la realidad con una mirada casi documental —en alguna medida, autobiográfica— y extraer de ella, mediante una fina depuración de elementos, y sin recurrir a una estilización excesivamente artificiosa, una serie de imágenes absolutamente explosivas, sugerentes y luminosas, que convierten este extraño lugar en un espacio arquetípico donde se enfrentan, desnudos, el bien y el mal, la verdad y la mentira.
En la reseña biográfica que acompaña el libro, Bezerra da cuenta de sus orígenes humildes y del ambiente supersticioso que le rodeaba. Desvela así que algunas de las imágenes más alucinantes de la obra, como la curandera que recorre el pueblo para sacar a los chicos raros el sol de la cabeza, tienen su origen en una experiencia real. Y sin embargo, eso no desdice el valor de su imaginación, y mucho menos de su capacidad como dramaturgo. Porque consigue que un material que podría haberse quedado en una grotesca acumulación de escenas estrafalarias se articule en una sutil red de situaciones e imágenes que no se engolfan en lo extraño, sino que tan sólo lo apuntan con la suficiente delicadeza como para mantener un afilado valor dramático. Sorprende también su atención a la perspectiva, un elemento siempre cuestionado en el género teatral: en calculada ambigüedad, el hermano menor, Indalecio, es un escritor que nunca escribe y a la vez un demiurgo que organiza el mundo en el que se mueven los demás personajes.
A lo largo de la obra, Bezerra abre la puerta a la duda respecto a todo lo que sucede. En las acotaciones iniciales del texto, indica que “el tiempo en el que transcurre es parecido al del sueño”. El efecto está logrado: a pesar de que la mayor parte del diálogo sea casi naturalista, las afirmaciones de todos los personajes que entran en el conflicto cuestionan la realidad de sus respectivas visiones del mundo (un poco como La habitación del niño, de Benet i Jornet, pero sin su fría precisión matemática), hasta el punto de que el lector, gozosamente desconcertado, se ve arrastrado a completar los huecos con sus propias entrañas. Con nuestras propias entrañas.
Juan Pablo Heras
Cuando Paco Bezerra (Almería, 1978) ganó el Premio Nacional de Literatura Dramática de 2009, apenas superaba los 30 años y era casi inédito en los escenarios. Para los que no lo conozcan, el Nacional es un premio otorgado a la mejor obra publicada o estrenada en el año en curso, pero que en la práctica sirve para celebrar extensas trayectorias de autores consolidados. Por eso, todo indicaba que debía haber algo extraordinario en Dentro de la tierra, y por eso, apenas cuatro años después de que una primera edición, ministerial y por lo tanto escondida, se haya vuelto totalmente inaccesible, la nueva editorial Quatenus apuesta por este título para lanzar una de sus colecciones de textos dramáticos. La sola idea de apostar por una editorial dedicada al teatro ya merece un aplauso, pero si la selección de textos es además tan exquisita, optamos por la ovación.
Dentro de la tierra se podría agrupar a primera vista en una serie de textos dramáticos que sitúan su acción en lo más profundo de la España rural. Situar la acción hoy en el campo no tiene el mismo significado que en tiempos de Benavente, Machado o Lorca, y no es, ni de lejos, tan frecuente. Hablar del agro español hoy es acercarse a la despoblación, la soledad, el pasado enmudecido o el encuentro descarnado con el inmigrante jornalero. Y así lo hicieron José Ramón Fernández con La tierra, Alberto Conejero con Húngaros o José Manuel Mora con Mi alma en otra parte, tres textos que están entre lo mejor de la literatura dramática española de las últimas dos décadas.
Dentro de la tierra se sitúa en un lugar tan familiar como insólito: el mar de invernaderos de Almería, la “Huerta de Europa”, esto es, su corazón escondido, un espacio irreal por su aspecto que oculta a miles de almas apátridas que se dejan la piel en nuestros tomates. A la cabeza del reparto los tres hijos de un propietario, que esconden sensibilidades inconfesables en un país en el que lo diferente es sospechoso.
El valor fundamental de la obra de Paco Bezerra está en su capacidad de acercarse a la realidad con una mirada casi documental —en alguna medida, autobiográfica— y extraer de ella, mediante una fina depuración de elementos, y sin recurrir a una estilización excesivamente artificiosa, una serie de imágenes absolutamente explosivas, sugerentes y luminosas, que convierten este extraño lugar en un espacio arquetípico donde se enfrentan, desnudos, el bien y el mal, la verdad y la mentira.
En la reseña biográfica que acompaña el libro, Bezerra da cuenta de sus orígenes humildes y del ambiente supersticioso que le rodeaba. Desvela así que algunas de las imágenes más alucinantes de la obra, como la curandera que recorre el pueblo para sacar a los chicos raros el sol de la cabeza, tienen su origen en una experiencia real. Y sin embargo, eso no desdice el valor de su imaginación, y mucho menos de su capacidad como dramaturgo. Porque consigue que un material que podría haberse quedado en una grotesca acumulación de escenas estrafalarias se articule en una sutil red de situaciones e imágenes que no se engolfan en lo extraño, sino que tan sólo lo apuntan con la suficiente delicadeza como para mantener un afilado valor dramático. Sorprende también su atención a la perspectiva, un elemento siempre cuestionado en el género teatral: en calculada ambigüedad, el hermano menor, Indalecio, es un escritor que nunca escribe y a la vez un demiurgo que organiza el mundo en el que se mueven los demás personajes.
A lo largo de la obra, Bezerra abre la puerta a la duda respecto a todo lo que sucede. En las acotaciones iniciales del texto, indica que “el tiempo en el que transcurre es parecido al del sueño”. El efecto está logrado: a pesar de que la mayor parte del diálogo sea casi naturalista, las afirmaciones de todos los personajes que entran en el conflicto cuestionan la realidad de sus respectivas visiones del mundo (un poco como La habitación del niño, de Benet i Jornet, pero sin su fría precisión matemática), hasta el punto de que el lector, gozosamente desconcertado, se ve arrastrado a completar los huecos con sus propias entrañas. Con nuestras propias entrañas.
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