viernes, octubre 29, 2010

Mi amor desgraciado, Lola López Mondéjar

Siruela, Madrid, 2010. 260 pp. 17,95 €

Ruben Castillo Gallego

Hay historias que nos esperan, con sus tinieblas o su luz, con su esplendor o su mezquindad, en los lugares más insospechados. Imaginemos, por ejemplo, a una mujer española, madura pero atractiva. Su piel roza apenas los cincuenta años. Estudió durante su juventud Historia del Arte, pero el matrimonio la redujo muy pronto a las dimensiones tristes del hogar, que no le depararon más satisfacciones que una cómoda posición mediana en la sociedad y una hija llamada Lucrecia. Ahora que su hija cumple 19 años, que la relación con sus mejores amigas (Queta y Marta) comienza a verse salpicada por el tedio y que su marido ya no representa mucho más que una figura erosionada por la rutina, la mujer reflexiona y decide dar un vuelco a su vivir. Necesita respirar, ensancharse, encontrarse. No le basta con ese ejercicio de simple supervivencia al que llamamos “día a día”. El oxígeno de su hogar se le ha hecho pobre. La luz de su barrio se ha llenado poco a poco de ceniza. Y elige un destino en el que considera que podrá reinventarse con unas ciertas garantías de éxito: París. Quiere irse sola, desnuda, nueva. Quiere fabricarse un destino partiendo de cero y encontrar senderos por los que avanzar sin la ayuda de nadie. Su esposo acepta esa decisión y le facilita el camino; pero Lucrecia, atenazada por un egoísmo bastante comprensible aunque algo cicatero, se niega a admitir el derecho de su madre a tener su propia vida, al margen de su prole y sus ataduras convencionales. Una vez instalada en la ciudad donde nacieron Voltaire, Zola, Gauguin y el amor (según Mervyn LeRoy), la mujer comienza a asistir a clases de francés, conoce a gentes interesantes y va adaptándose con lentitud y delicia a los colores, aromas y paisajes de su nuevo mundo. Actuemos ahora como Azorín y limpiemos la lente de nuestro catalejo, para observar mejor. ¿Qué podemos ver? La mujer que se ve tras la ventana es otra. Se llama Hélène Darriescu (el apellido no es suyo, sino de su esposo). Tiene dos hijos pequeños llamados Michel y Nathael, que en teoría tendrían que representar lo más hermoso de su vida. Pero hay un grave problema que la tiene perturbada: su marido viaja constantemente y, desde que los niños han aparecido en sus vidas, su relación erótica ha cambiado. Ella percibe que ya no es deseada de la misma forma: ya no hay juegos sexuales, ya no hay pasión, ya no hay aventura. Todo se ha solidificado en un hielo tristísimo. E inicia una andadura que la llevará por lugares donde los demás advertirán su deriva: tragos de alcohol en lugares públicos; gestos desdeñosos hacia sus hijos; sensación de estar muriéndose gota a gota; etc. La novelista Lola López Mondéjar nos coloca frente a estas dos realidades femeninas y, con un manejo muy habilidoso de los recursos novelísticos, hace que ambas confluyan y se relacionen de un modo angustioso, desasosegante. El resultado es un intenso relato donde nos paseamos por dos almas torturadas y advertimos sus mil pliegues, sus mil pozos negros, sus mil lágrimas. No es extraño que esta novela de gran belleza estilística y de gran poderío psicológico rozara en noviembre de 2009 el premio Torrente Ballester; y no es extraño tampoco que un sello de la calidad e inteligencia de Siruela apueste por darla a conocer. Es una obra que, sin duda, maravillará a cuantos la frecuenten.

jueves, octubre 28, 2010

Anatomía de un instante, Javier Cercas

Mondadori, Barcelona, 2010. 480 pp. 16,90 €

Luis García

Recuerdo haber leído, como Javier Cercas, la encuesta a la que se refiere en el prólogo/epílogo de su última novela Anatomía de un instante (Mondadori): «Marzo 2008. La cuarta parte de los ingleses pensaban que Winston Churchill era un personaje de ficción». Recuerdo perfectamente haberme sorprendido, escandalizado, por ello. Y recuerdo después haber reflexionado. ¿Qué saben nuestros hijos de Francisco Franco, por ejemplo? Nada, salvo que fue un dictador. Punto final. Javier Cercas en Anatomía de un instante no se ha ido tan lejos en el tiempo. Lo ha hecho a un momento aislado pero imprescindible para conocer nuestra reciente historia: el 23 de febrero de 1981. El Golpe de Estado de Tejero. El Tejerazo. Y ha escrito una novela/ensayo con tintes periodísticos en la que desgrana en 437 páginas lo que fue: la Anatomía de un instante. Suárez (Adolfo) en su tribuna ausente ante los disparos golpistas, Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo, sentados sin moverse, impertérritos ante las balas, quizás porque no era la primera vez, ni la segunda que las oían silbar, y el resto de diputados, como el resto del país, agachados, escondidos bajo la mesa de la cocina. Esperando. El libro tiene el valor documental de recordarnos un tiempo pasado demasiado reciente. No en vano, ¿recuerdan ustedes que estaban haciendo el 23 de febrero de 1981? Yo sí, como el 11 de septiembre del 2001. Son fechas para la historia, para recordar, para no caer en la trampa, como los ingleses, de que los protagonistas eran personajes de ficción. Por eso le han dado el Premio Nacional de Literatura de Javier Cercas y su Anatomía de un instante. Por eso y por muchas otras cosas. Y puestos a hablar de premios y premiados, justo es mencionar a quien llevaba camino de arrebatarle el cetro a Jorge Luis Borges, muy a su pesar: Mario Vargas Llosa, Don Mario. Pero no, duerma usted tranquilo por fin, usted, Gabo, Carlos Fuentes y cuantos aún queden y permanezcan vivos de aquella “generación irrepetible” que fue el boom latinoamericano. Duerma usted tranquilo con sus visitadoras, sus cachorros, con los cuadernos de Don Rigoberto, con las travesuras de la niña mala, con Palomino Molero, con la tía Julia, conversando en la Catedral… Duerma usted tranquilo por fin, porque se ha hecho justicia y le han dado el Premio Nóbel de Literatura con todo merecimiento. El Olimpo de los dioses literarios tiene un nuevo inquilino. Pero si como narrador, nadie lo pone en duda, como periodista, sus artículos sobre política, con ser discutibles resultan igual de interesantes, ya que en ellos despliega su agudo sentido crítico literario a la par que su talento como escritor. Por su pluma se pasean desde Lezama Lima, hasta Corín Tellado, desde Paul Valery hasta César Vallejo. Y en todos los escritos deja su impronta personal. La de quien se siente heredero de una estirpe que guste o no, está cercana a la desaparición.

miércoles, octubre 27, 2010

Asesinato en el Savoy, Maj Sjöwall y Per Wahlöö

Trad. Martin Lexell y Manuel Abella. RBA, Barcelona, 2010. 267 pp. 17,95 €

Julián Díez

Mientras imitadores, secundarios e impostores pueblan las librerías con misterios suecos de tercera fila —dicho esto con todo el respeto por autores de calidad como Henning Mankell—, la reedición de las magistrales obras de los padres de este peculiar subgénero está pasando relativamente inadvertida. Tal vez porque son obras bastante fuera de modas, pese a estar en el remoto origen de una de ellas. Son novelas relativamente breves para lo que se lleva hoy, sus personajes son tan reales en defectos y virtudes que no generan demasiada simpatía, y su ideología nada encubierta es de un decidido izquierdismo que en estos tiempos de corrección política meliflua y reaccionarismo campante como única respuesta no se lleva nada, pero que nada.
Asesinato en el Savoy es la sexta de esta serie de diez joyas publicadas por la pareja entre 1965 y 1975, con el declarado propósito de recrear, de manera subyacente a las tramas particulares de cada novela, el crimen perpetrado por la socialdemocracia sueca contra su pueblo, dándole la espalda para actuar en realidad en beneficio de los intereses de la aristocracia tradicional y la emergente alta burguesía capitalista.
Un tanto familiar, ¿no? Y hay quien dice que estas novelas están algo obsoletas.
En el caso concreto de Asesinato en el Savoy, la intencionalidad política también es bastante clara en su argumento propio. Viktor Palmgren, un hombre de negocios de Malmö, es asesinado en su hotel mientras pronuncia un discurso por un hombre que simplemente se acerca a él y le pega un tiro. En su investigación, el equipo dirigido como es habitual por el taciturno Martin Beck se encargará de desentrañar quién de los innumerables sospechosos perjudicados por Palmgren ha decidido tomarse la justicia por su cuenta. En vista de que, como bien sabemos, hay ciertas agresiones contra los demás que resultan socialmente disculpables y generadoras de riqueza, y consiguen eludir el convertirse en delitos.
Aunque generalmente se identifica a Beck como el denominador común de esta serie, uno de sus puntos fuertes es precisamente la galería de personajes que construyeron Sjöwall y Wahlöö, dando una fiel imagen del trabajo policial como una tarea colectiva, metódica y casi siempre anodina, lejos de los rasgos de genialidad habituales en los protagonistas del género. El brutal pero eficaz y humano Larsson, el bon vivant frustrado Kollberg y el pasado de rosca Mansson son quienes acompañan esta vez a Beck en su investigación, en la que una vez más florecen las carencias de una sociedad que paulatinamente envilecida, aunque sus defectos parezcan ínfimos al lado de lo que vivimos hoy.
Quienes hayan eludido la moda nórdica, perdiéndose a buenos autores como Mankell o Arnaldur Indridasson, y quienes hayan sufrido la decepción que les hayan producido algunos otros cacareados superventas, deben darle una oportunidad a estos padres del cotarro. Concisos, contundentes, auténticos, comprensiblemente inspiradores.

martes, octubre 26, 2010

Dog Soldiers, Robert Stone

Prol. Rodrigo Fresán. Trad. Mariano Antolín e Inga Pellisa. Libros del Silencio, Barcelona, 2010. 432 pp. 22 €

Sergi Bellver

El omnipresente (y de vez en cuando omnisciente) Rodrigo Fresán abre fuego en su prólogo a Dog Soldiers (1974) con una referencia tan previsible como acertada a la película Apocalypse Now (1979) de Francis Ford Coppola. No es casual ni sorprende, pero no podría ser de otro modo. Tampoco es la guerra de Vietnam el único nexo entre el libro y la película, ya que la obra de Coppola reinterpreta El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad y el libro de Robert Stone (quien, por si fuera poco, también estuvo en la marina) arranca con una cita del propio Conrad para dar paso a ese viaje al infierno que la novela traza para su personaje principal, John Converse, cuya odisea en sentido inverso (a su regreso de Saigón, la jeringa de la heroína inocula el virus de la decadencia en California) tiene puntos en común con la de Marlow-Willard.
Sin embargo, mientras leía el libro de Stone e intentaba separarme de cualquier poso conradiano (uno intenta distanciarse de los libros que ama, porque pesan demasiado), no pude evitar pensar en algún momento en otra película, The Deer Hunter (1978) de Michael Cimino. Quizá porque la escritura de Robert Stone es deliberadamente sobria en el cómo y maravillosamente ebria en el qué de las cosas. Tal vez porque la banda sonora de Stanley Myers pegaría más con el lento naufragio moral de los personajes de Dog Soldiers que no la desmesura de Wagner o The Doors. A lo mejor porque Robert Stone, como el personaje de su tocayo De Niro en El cazador, juega a la ruleta rusa en el texto (es decir, con el latido acelerado) pero a la vez confía (en cierto modo, sabe) que la bala no será para él. Seguramente porque hay en este mapa del descenso del sueño americano a la dureza del asfalto y a la sordidez de la resaca una mirada ajustada (la de Stone lo es, siempre con la puntería necesaria en cada párrafo y cada escena: algunas de ellas memorables, como la matanza de elefantes o el sexo entre los traidores) que no se conforma con la crónica realista ni con el extravío onírico. Stone no escribe para gustarse ni para epatar, sino para decir. A la hora de mostrar la falla posterior a aquella efervescencia fugaz de los años sesenta y setenta en la sociedad norteamericana, Dog Soldiers no contiene, aún bebiendo del mismo cauce en ruta, ni el exceso de sombra (una estratagema estética como cualquier otra) de La carretera de Cormac McCarthy ni se deleita en la deriva cool a la manera de En el camino de Jack Kerouac, porque su itinerario va más pegado a lo que de humano hay en cada abismo personal y colectivo: la codicia, la traición, el absurdo, la locura, la guerra, el crimen y la corrupción no son más que marcadores de nuestro perfil común. La fauna de California que desfila bajo la piel de cada uno de los personajes del libro (Hitch, Marge y un hatillo de crápulas y granujas en una suerte de Otelo alucinógeno) certifica que, más allá de la guerra como oscura matriz lírica y de la droga como metáfora del ocaso de una sociedad, Dog Soldiers muestra, sobre todo, la liquidación de una utopía.
Hay que agradecerle a Libros del Silencio que, a través de su cuidada edición, traiga al lector español una obra sin la que no podrá comprenderse como hasta ahora el hilo de la narrativa norteamericana del último cuarto del siglo XX, no porque lo digan Don DeLillo, Tobias Wolff o la revista Time, sino porque no resulta difícil anotar los trazos que la escritura de Robert Stone ha ido dejando en sus contemporáneos o compartiendo con ellos en los años posteriores a la guerra de Vietnam (como proceso de trauma individual que precede al duelo colectivo). Puede suceder que la novela de Stone le recuerde al lector a muchos otros títulos de ese territorio fronterizo y crepuscular (a nuestro lado de la alambrada idiomática se encontraría su también tocayo Roberto Bolaño, si la escritura del chileno fuese aún más pulcra, detallista, sensorial y atenta a la frase), pero en este caso es Dog Soldiers modelo y no réplica, pionera y no perseguidora de otras más conocidas por el público español. Esto, claro, ya lo sabían en Estados Unidos, donde sus escritores han leído mucho y bien a Stone, pero seguiría siendo una laguna en el imaginario del lector hispano si Libros del Silencio no se hubiera puesto manos a la obra.
A Stone se le compara con Hemingway y está bien traído, aunque yo no sería tan osado como Fresán a la hora de decir que el discípulo supera al maestro: son sólo miradas que se bifurcan en un momento dado, sin competencia. Aunque fue el ufano Scott Fitzgerald quien le sentó a escribir con El Gran Gatsby, en la obra de Robert Stone hay, como en la de Steinbeck (o la de Gogol, si viajáramos a Rusia) una preocupación humilde pero firme por los Estados Unidos como espacio mítico pero por debajo y siempre por debajo de las personas: americanos frustrados ante la continua imposibilidad de cumplir el gran sueño prometido. Es este un tema recurrente y reconocido como central en su narrativa por el propio Stone, y por eso, como en Las uvas de la ira, aunque con otros modos (la contracultura beat y la irrupción de la droga a gran escala tenían que dejar alguna huella), aparecen en el texto la denuncia, la rebeldía y la incorrección política (casi anatema en los Estados Unidos) de airear los trapos sucios del país, sin otra intención, eso sí, que la de limpiar la casa.
Stone se nutre de vivencias en la penumbra, sin blancos ni negros, hablando con verdad pero descreído de cualquier certeza. Es un escritor escéptico, amigo y hermano de la ironía, pero no tanto del cinismo: junto a las miserias de cada personaje (y Converse sí es un cínico), la noción de nobleza todavía se cuela por algún resquicio de sus tipos humanos. Un escritor lento y eficaz que se toma años para cada texto pero que los vive todos con intensidad y para los que deja siempre un final sin moralina sólo puede ser un escritor que trabaja duro y se toma más en serio al lector que a sí mismo (en Dog Soldiers nunca se aburre el invitado). Ken Kesey dijo de Stone: «Es un guerrero, no sólo un escritor». Un escritor salvado por la escritura. Un escritor que cumple como un soldado y sin demasiado afecto por la teoría, si antes hay alguna guerra que ganar, a cara de perro, para la gente y la literatura.

lunes, octubre 25, 2010

Postal del olvido, Verónica Aranda

El Gaviero Ediciones, Almería, 2010. 46 pp. 16 €

Ignacio Sanz

Cada poema nos propone un viaje que participa de lo introspectivo y de lo físico. Verónica Aranda, es una consumada viajera; algunos de sus libros son un resumen sus experiencias vitales en países lejanos. Tal es el caso de Cortes de luz, que centra su mirada en India y por el que le dieron el año pasado un accésit al premio Adonáis. Este libro es el resumen de una larga estancia, donde asistimos a escenas cargadas de emoción con una mirada solidaria hacia un entorno lleno de contrastes y carencias que quedan magníficamente retratadas, sin dramatismos añadidos, con serenidad. De modo que finalmente quien se adentra por sus páginas tiene la certeza de haber viajado con ella por aquel vasto país cuyo latido nos acerca con una mirada cómplice, lejos, muy lejos de cualquier atisbo turístico. De la misma manera que cuando se lee Roma, peligro para caminantes, uno tiene la sensación de que en esos sonetos de Alberti se capta la quintaesencia de la Roma eterna.
Pues bien, en Postal de olvido, Verónica Aranda, siguiendo su vocación viajera nos hace un recorrido por alguna de esas ciudades, regiones o países que han dejado una huella especial en su ánimo. Oaxaca, Trinidad de Cuba, Pinar del Río, Castilla, Bagdad, Ammán, Teherán, Isfahan, Shiraz, Gaza, Kioto, Goa, Ceilán, Rawalpindi, Sudáfrica, Cape Cross, El Cairo, Bruselas, Lisboa, Óbidos, Oporto, Oslo, Tánger, Granada, Córdoba, Medina Azahara, Almería y Madrid. Este larguísimo viaje se abre con el poema “Embarque” que lleva una cita de “Itaca", el célebre poema de Kavafis.
Cada poema es una postal que Verónica nos envía, pero que también se envía a sí misma, una postal donde queda patente la sensación primordial que le produce la ciudad. Lo deja claro en el segundo poema del libro: “Te escribo esta postal del Oaxaca/ en una plaza donde hay flamboyanes/ naranjas y el olor que tiene la pobreza:/ mazorca de maíz/ tostada en carromatos.»
En algunas ciudades, como en Kioto, el homenaje es doble al utilizar el haiku, tan contenido, tan oriental, como forma de interpretación poética:
«Lluvias continuas./ Desaparece el monje/ tras los cerezos.»
La reflexión sobre su labor introspectiva vuelve de nuevo en el poema que dedica a Cape Cross (Namibia): «De repente sentimos/ un deseo imperante de escribir/ a los viejos amantes: la memoria,/ el desaliento de la lejanía,/ el olvido que encierra una postal/ desde una playa atlántica con niebla,/ chacales y preguntas silenciadas.» O en el poema que dedica a El Cairo que comienza de manera inequívoca: «Quise ser escritora en un hotel de El Cairo.» Y que concluye con un puñado de versos metaliterarios, como si la poeta viajara impelida también por el recuerdo de ciertas lecturas: «Y aplazar el momento de entrar en la ciudad/ cubierta de monóxido, entrevista/ desde las fortalezas./ Y en el Khan el Jalili/ sentarse en un café a matar la tarde,/ donde fuman narguile/ los personajes de Naguib Mahfuz.»
La sombra de los grandes autores también la acompaña en Tánger, de tal modo que, además del viaje, Verónica lleva en su memoria esas lecturas esenciales que la ayudan a calibrar con más hondura las escenas en las que fija su mirada: «Existen los navíos/ porque existe tu rostro, te diría/ con palabras de Andrade, en la baranda/ del ferry, en plena hora.»
Estas postales de ciudades vividas nos trasmiten escenas de la vida cotidiana, a veces con olor a miseria, pero tampoco se escapan de cierta nostalgia familiar que se centra sobre todo en Cuba, donde el bisabuelo castellano anduvo de soldado y la nieta lo recuerda a través de viejas fotografías que han dejado huella en su memoria.
En definitiva, estamos ante una jovencísima poeta, inquieta y cultivada, que se conmueve y nos conmueve al acercarnos las emociones que sus viajes por ciudades de medio mundo, una poeta cuya mirada profunda y solidaria se aleja por completo de las sensaciones felices que nos trasmiten las agencias de viajes.
El lector, encerrado con este libro, siente el vértigo del vacío cuando llega al final, al último poema, “Fragmento de postales” y lee, con nostalgia ya de la propia lectura que concluye y con los ecos de Cavafis que acude a cerrar el círculo: «Ciudades-languidez de hombres enjutos/ fumando pipas de ámbar o ciudades/ con heridos de bala/ y huelga general. Lechos de juncos/ donde yacen, exhaustos, los amantes./ Ésta es tu poética, viajero./ No dudes en los cruces de caminos./ Demora tu regreso varios años.»

viernes, octubre 22, 2010

Obras (Tomo I): El uruguayo, La vida es un tango, La Internacional Argentina, Río de la Plata, Copi

Anagrama, Barcelona, 2010. 368 pp. 19,50 €

Martí Sales

Cuarenta años después de su fundación Anagrama sigue conservando intacto su nervio creativo. Sir Jordi Herralde se ha sacado de la manga una nueva colección, en tono burdeos, llamada Otra vuelta de tuerca, como la célebre novela de Henry James. En ella se recupera obra del impresionante fondo literario de la editorial, básicamente libros fuera de circulación, cuyas ediciones estaban agotadas desde hace tiempo, o bien recopilaciones de novelas con un ligazón común (por ejemplo, la obra digamos autobiográfica de Thomas Bernhard en un solo volumen).
En esta ocasión estamos de enhorabuena porque el recuperado es un outsider de tomo y lomo: Copi, argentino parisien, dibujante de cómics, actor y escritor de obras de teatro y novelas. Anagrama lo había publicado en los ochenta y hacía mucho tiempo que aquellas ediciones no se encontraban. Quienes tuvimos la suerte de tropezar con alguno de sus libros, quedamos inmediatamente y perennemente enganchados a su delirante imaginario y trepidante ritmo narrativo. Pero teníamos un gran problema: ¡no podíamos recomendarlo a nuestros amigos de mente desencajada porque no había manera de poder acceder a ellos! Solucionado el percal, vamos a por el panegírico más sincero y sentido.
Cuando digo delirante imaginario quiero decir: escritores que matan a sus editores en saunas gays de París por no llegar a tiempo al plazo de entrega, familias disfuncionales que follan todos con todos en la sala de reuniones del periódico más importante de Buenos Aires durante la Segunda Guerra Mundial con la cabeza del jefe de redacción que se acaba de suicidar lanzándose a la rotativa encima de la mesa, complots internacionales de multimillonarios de la Pampa para destronar al presidente de la República Argentina, montones de cocaína y travestis, divas, maricas, alcohol, sexo y mutilaciones, amor y lujo, pollas inmensas y demencia a raudales —para resumir.
Cuando digo trepidante ritmo narrativo quiero decir que Copi delira pero no se anda por las ramas: no se pierde. Su estilo es como una bala, como si te subieras a una bala quiero decir, una bala zigzagueante que no se para nunca, que se tambalea con tus risas constantes, que se balancea cuando te mareas de tanta carnicería y velocidad, que atraviesa y mata y seduce y tira, y tira, y tira. Abran el libro, empiecen una de sus nouvelles y... 1, 2, 3, ¡ya está! Agárrense. Déjense llevar y despéinense. Torbellino Copi. Desquiciante Copi. Desopilante Copi. Maravilloso Copi. Ahora que ya vuelve a estar en las librerías, aprovéchenlo: se lo pasarán pipa.

jueves, octubre 21, 2010

Almas muertas, Nicolai Gogol

Edición y Traducción: Pedro Piedras Monroy. Akal, Madrid, 2009. 582 pp. 39 €

José Manuel de la Huerga

En una inmensa mayoría de veces, el lector sonámbulo que soy, que exige llevarse a la boca algunas veces lo primero que pilla, repara poco en el apartado del traductor. Esta vez el destino me ha llevado a conocer personalmente a Pedro Piedras, lo que inevitablemente me ha condenado a hacer una lectura muy diferente de estas Almas muertas de Gogol que si el nombre del traductor no significara nada para mí. Sé que esta obra maestra de Gogol le ha llevado buena parte de diez años de su carrera de traductor y que en buena medida ha sido en sí misma aprendizaje en la aspereza del trasvase de mundos y consolidación de un quehacer para el que efectivamente esta más que capacitado. El traductor vive, camina, trabaja, suda y sueña con su obra, incluso cuando no está directamente sobre ella. Podríamos escribir exactamente lo mismo del escritor. Quiero con ello dejar constancia del peso vital que supone el trabajo de la traducción. El traductor obsesivo llega a encontrar paralelismos entre la obra que tiene entre manos y acontecimientos de su propia existencia, tal es el grado de ensimismamiento y terquedad en la empresa. Se refleja tanto en ella, se asoma tanto a ella que acaba pareciéndose tanto como el perro y el dueño. No hace mucho he leído de la labor traductora del poeta Luis Javier Moreno: «Algunos de los mejores poemas que un poeta ha escrito, son (a veces) los poemas que de otros poetas ha traducido.» Me consta que Pedro Piedras no es narrador ni poeta (al menos no de manera pública), pero sé que su amor a la literatura y a su materia prima le obliga a buscar en cada uno de sus trabajos de traducción la excelencia del mejor lenguaje, ese que traicione lo menos posible no sólo al espíritu del texto sino a su carne misma.
Creo que las Almas muertas de Gogol están de enhorabuena en castellano. Desconozco otras traducciones anteriores, seguramente muy meritorias, pero ésta de Piedras es obra de arte por varias razones. Apuntaré algunas. La primera, su excelente introducción. El neófito en literatura eslava y en Gogol que soy, se sintió desde el primer momento acompañado y asesorado sobre el mundo de Gogol y Puskin, sobre la Rusia de la segunda mitad del XIX, sobre el supuesto realismo y paternidad del realismo que son estas Almas muertas para la gran literatura que vendrá después, sobre el mundo interior exigente y torturado del autor, sobre su relación con la censura… y todo expuesto de manera didáctica, sin renunciar en ningún momento a la calidad y a la erudición. La segunda, porque esa voz del narrador, atormentada, hiriente, retorcida, insegura y a un tiempo brillante, divertida y crítica que el traductor anunciaba en su introducción (hablaba de la complejidad de trasvasar al castellano una voz que por momentos se desparrama, que fluye a borbotones, que se demora, que salta y no vuelve, o vuelve mucho más adelante del discurso) está ahí, la he oído. He oído con nitidez asombrosa al Chichikov protagonista subido en su carruaje tirado por tres caballos, por los caminos de la Rusia rural, perdida del mundo, en la antesala del infierno de muchos que no encontraron un segundo de bondad o de dulzura en este valle de lágrimas. Le he visto negociar con los terratenientes de medio pelo la compra de almas de campesinos muertos para un asunto que se trae entre manos el protagonista y que tendrá al lector en vilo hasta las últimas páginas. He oído el poema que dijo el propio autor que era esta obra, más allá de una simple novela. Por eso la emparentamos sin miedo con una Divina Comedia que cuenta almas, que lleva el censo de almas de un lado a otro de los mundos. Y en tercer lugar es una obra imprescindible por completa y rigurosa. Es la primera vez que en castellano se reúne la versión digamos que canónica de Almas muertas con tres apéndices muy ilustrativos. Son las dos versiones inconclusas de intento de segunda parte, más la versión que entregó a la censura del relato final del capitán Kopieikin. Comparar al primer Gogol con el segundo dejará sorprendido a más de un lector. El efecto de la religión y de los guías espirituales hace verdaderos estragos en el universo del creador. Pero Gogol nos había dejado una excelente primera parte que lo emparenta, por la magna obra imposible de completar, inconclusa, con el padre de la narrativa moderna, ni más ni menos que Kafka. La sensación de estar sobrevolando siempre sobre el relato, escrito en hilvanes ya desde la primera descripción del protagonista, de sentirse a un tiempo ahogado por la inmensa labor y a la vez aupado a lo más alto del conocimiento del mundo y de los personajes que habitan ese mundo, trae a Franz Kafka al interlineado de la obra de Gogol.
Ocurre demasiadas veces en la historia de la literatura y del arte en general. Olvidamos autores que no hace mucho tiempo eran capitales en el estudio, en la formación de escritores, en el conocimiento del mundo de hace apenas cien años. Pero consolémonos. Hasta cierto punto puede que así deba ser, no de otra manera redescubriríamos maravillas arrumbadas en el desván de nuestros mayores, y las releeríamos con los nuevos ojos del siglo XXI. Este trabajo es el que nos ha traído a las manos el traductor de Nicolai Gogol al español, Pedro Piedras Monroy.

miércoles, octubre 20, 2010

Blanco nocturno, Ricardo Piglia

Editorial Anagrama, Barcelona, 2010. 304 pp. 19 €

Recaredo Veredas

Afirmar el dominio de las artes narrativas de Ricardo Piglia puede parecer trivial, casi tautológico. Sin embargo vivimos tiempos marcados por la exageración y el ditirambo, en los que cualquier narración solvente consigue el rango de la maestría. En consecuencia parece necesario reiterar lo obvio. Que, pese a su veteranía, Piglia es un maestro en pleno uso de sus facultades, no un consagrado agonizante cuya reputación sobrevive gracias a los éxitos del pasado. Esto no es óbice para reconocer en él a un dinosaurio, a un autor anacrónico, propio de tiempos más épicos. No en vano convierte a la Pampa en un reflejo —autónomo, no dependiente— de la Yoknapatawpha faulkneriana: un espacio inmenso y claustrofóbico al mismo tiempo, en el que conviven traiciones y fulgores dignos de los Snopes o los Compson. La cercanía del maestro del gótico sureño no solo se percibe en la altivez de sus señores feudales y la perversión de sus incestuosas damas, también en el uso de unas cursivas perseverantes que narran lo más oscuro que transcurre en las conciencias de los protagonistas. Blanco nocturno, por lo tanto, es una reivindicación de la pureza literaria, definida por un lenguaje fuerte, que no esconde su elaboración, emplazado en el límite justo de la soberbia. Una frontera que, afortunadamente, no termina de cruzar. No ocurre porque las palabras quedan al servicio de una certeza: «No hay que tratar de explicar lo que pasó. Solo hay que hacerlo comprensible». Una pelea, casi siempre culminada con el fracaso, que todo escritor debe intentar.
Su narrador actúa con esa libertad que solo pueden permitirse autores muy curtidos, una autonomía que en otros degeneraría en el ridículo y que le permite combinar la omnisciencia y la subjetividad, trazar con firmeza las fronteras de su mundo y el libre albedrío de sus pobladores: «Todo el pueblo colaboraba en ajustar y mejorar las versiones. Habían cambiado los motivos y los puntos de vista, pero no el personaje; tampoco habían cambiado los acontecimientos, sólo el modo de mirarlos. No había hechos nuevos, solo otras interpretaciones». Cuando así lo quiere desciende a pie de tierra y recoge los rumores del pueblo, la debilidad de cualquier hipótesis y, cuando lo desea, se eleva y narra guerras lejanas o conflictos científicos.
Como parece obvio, Blanco nocturno no es solo la historia de un crimen. Lentamente el género negro deriva en la narración del declive de una saga, tan desdichada como los Buddenbrook, y, acto seguido, en una apología de la locura propia de la mejor narrativa argentina. La cercanía de la demencia no quiebra el rigor de un laberinto construido en torno a la estirpe de los Belladona, de apellido venenoso, cuya lucidez y pulsión destructiva conduce a la perdición de ellos mismos y de quienes les rodean. A la postre, la resolución del enigma no posee mayor importancia que el cierre de un McGuffin porque, aunque la intriga no decaiga, la intención es otra. Una pretensión anticipada por el carácter místico —podría ser un koan— del título, cuya extraña síntesis define la luz que irradia la novela, la irremediable contradicción que implica cualquier relación humana.

martes, octubre 19, 2010

El abrigo de Pupa, Elena Ferrándiz

Thule, Barcelona, 2010. 40 páginas. 12 €

Care Santos

El miedo es uno de los sentimientos que más han contribuido a moldearnos como especie. Sin miedo no habríamos sobrevivido. Y tampoco habríamos descubierto la necesidad de huir. Hay miedos pequeños y miedos grandes. También hay miedos de personas pequeñas y miedos de personas grandes. Todos son igual de poderosos. Este libro trata sobre ellos. Más aún: trata de cómo enfrentarse al mundo sin llevarlos a cuestas. Porque, del mismo modo que nos empuja a avanzar, el miedo también puede paralizarnos.
La ilustradora y escritora gaditana Elena Ferrándiz nos cuenta la historia de Pupa, una niña que todos los días se coloca el abrigo de los miedos, que lleva desde que era pequeña, y sale con él a recorrer el mundo. Un mundo que, con ese lastre, sólo puede tener una apariencia inhóspita, de bello apocalipsis, de soledad irremediable. Pupa le teme a todo: a estar sola, a volar y a hundirse, a que la quieran y a que no, a que las cosas cambien y a que todo siga igual, a ella misma y a los demás... Sus temores son brutalmente familiares, terriblemente humanos. También son contradictorios: a menudo se presentan por parejas, en un fascinante juego de contrarios, cargado de símbolos que invitan a la reflexión y que se adentran en el terreno de la filosofía. Las ilustraciones subrayan todo eso con su enorme lirismo y completan el significado del texto con símbolos e imágenes que son historias en sí mismas. La dedicada al miedo a ser querida, por ejemplo, muestra a Pupa caminando por la tela de una araña, una de cuyas líneas maestras se prolonga en forma de registro de electrocardiograma, con un resultado visual excelente que sugiere desde el latido del corazón, la fuerza de las emociones, la posibilidad de la caída, el equilibrio que se necesita para recorrer el territorio de lo emocional sin perder pie, la fragilidad de los sentimientos, la semejanza entre amar y retener...
Los miedos de Pupa crecen hasta que el abrigo pesa demasiado. Entonces la niña decide tomar una decisión valiente y desprenderse de él. Y de pronto descubre algo fascinante. El colofón lo pone la cita de la sobrecubierta, de Lao Tse, que insiste en la poesía que impregna toda la obra: "Aquello que la oruga llama el fin del mundo, el resto del mundo lo llama mariposa".
Un álbum para volver a ser niño y para permitir que los niños se asomen un poco al mundo adulto.

lunes, octubre 18, 2010

Alfabeto de cicatrices, Ana Pérez Cañamares

Baile del Sol, Tenerife, 2010. 114 pp.10 €

Sofía Castañón

Leer a Ana Pérez Cañamares es caminar. Y no porque el ritmo de la poeta sea andante, porque el verso resulte natural, como una conversación con alguien que casi te fuerza a recoger sus frases, a apuntarlas en un cuaderno invisible pero permanente. Es caminar por el avance.
En este segundo poemario, Pérez Cañamares arma un libro cerrado, de tránsito pero con pies seguros. No por nada se estructura en tres partes, fraccionando un dicho popular: “Tropezón que das… y no te caes… camino que adelantas”. De eso habla, de los baches y de la continuación, de lo que se aprende durante el recorrido.
Con las formas y el universo que ya mostraba en La alambrada de mi boca, Pérez Cañamares habla de aquello que oscila entre la normalidad y el desorden interior. Habla de lo cotidiano para decirnos que entendemos mal esa palabra. Habla de quienes no hablan apenas. Con una voz poética personalísima —cercana sí, pero cuidada con mimo y con oficio— se fragmenta a sí misma en las mujeres que es, en las que ha sido, las que vivieron en un barrio pobre en Londres, las que aman con intensidad, las que saben que están cansadas y que han de concederse el estarlo, las que ven que el mundo está roto y no sólo quieren arreglarlo, sino decir que está roto. En el poema “Antídoto” recoge una cita de Antonio Orihuela, que es casi una poética presente en todo el libro: «escribir poemas como comprar el pan/ esperando que nutran y alimenten».
Es una voz descreída que tiene fe. Porque en ese pulso se mueve, ahí su conflicto. Una renovación de mirada, a la que el desengaño ha endurecido y esperanzado, como una terrible pero provechosa contradicción: «… llegar a casa/ y observar con alegría/ que no me falta de nada/ que me defiende la fe/ eficiente como un arma.»
Como el mundo, la poeta también se rompe, pero lo hace en esquirlas: «El problema es que voy/ quedándome afilada/ y ya no soy más/ aquella mujer/ habitable/ mullida/ blanda/ yo.” Desde ese filo, entiende el mundo del trabajo, que es el único mundo que nos dicen que existe. Y sabe que no. Así “Bueyes”, uno de los poemas más redondos del libro: “Si supieras del dolor en mi cuello/ no dudarías de que los yugos invisibles/ también pesan, y que cada día/ del trabajo a casa voy trazando surcos/ en los que no habrá de crecer cosecha.»
Visibilidad. Eso logra esta poeta en Alfabeto de cicatrices.

viernes, octubre 15, 2010

La dama del perrito, Antón Chéjov

Ilust. Javier Zabala. Trad. Victor Gallego. Nórdica, Madrid, 2010. 80 pp. 15 €

Fernando Sánchez Calvo

Con las bellísimas ilustraciones de Javier Zabala, Nórdica Editores rescata y da a conocer al público lector una de las obras más desconocidas de Antón Chéjov, renovador del teatro del XIX, quien como todos los genios fue a la vez modelo y a contracorriente de su época y entre otras cosas consiguió perfilar psicológicamente tan bien a sus personajes que muchos los confundimos con personas. La gaviota, Tres hermanas, la exitosa Platónov que tanto éxito ha recaudado estos últimos años en la escena, han reducido en muchas ocasiones a Chéjov a la categoría de un autor teatral, pero sin embargo sus recopilatorios de cuentos superan a la obra dramática (al menos en cantidad). Aprovechando este dato hablamos de La dama del perrito, relato sobrio, austero, sin complejidad en la trama, que basa todo su poderío narrativo en la tensión sobre la que se construye esta historia de adúlteros furtivos. Literatura realista que siguiendo el famoso símil que compara a la novela con un espejo que vamos deslizando con la intención de que nos muestre absolutamente todo lo que hay enfrente, va todavía más allá con Chéjov para enseñarnos no sólo el paisaje, no sólo las acciones, no sólo lo tangible: este espejo también refleja los silencios, las indecisiones, los sobrentendidos, el erotismo y la eterna tortura a la que se entregan dos amantes apasionados, Anna y Gúrov, que en el mismo instante que disfrutan de un idilio a escondidas ya se están arrepintiendo de ello.
«Todo es bello en este mundo, salvo lo que nosotros mismos discurrimos y hacemos cuando olvidamos los fines supremos de la existencia y nuestra dignidad humana». Tal es la presión social y el miedo a ser simplemente advertidos de los protagonistas que en ocasiones salen de su boca dogmas casi filosóficos para justificar una de las acciones más antiguas del hombre, el adulterio, puesto que hace ciento veinte años jugar a moverse en nido ajeno sí que suponía un riesgo (social para el hombre y la mujer, económico y vital también para esta última). Y como en toda acción arriesgada, después viene la duda: ¿hasta cuándo durará?, ¿dónde llevará dicho riesgo?, ¿también el adulterio se convertirá en algo tan anodino como las vidas de Anna y Gúrov? La solución en las últimas páginas de esta pequeña joya de uno de los clásicos, y también en todo lo que el lector haya sabido o querido ver más allá del espejo.

jueves, octubre 14, 2010

Un matrimonio de provincias, Marquesa Colombi

Prólogo de Cristina Grande. Posfacio de Natalia Ginzburg. Trad. Mercedes Corral y María Corral. Contraseña, Zaragoza, 2010. 144 pp. 17,50 €

Óscar Esquivias

Para mí, como escritor, ha sido muy importante la literatura italiana del siglo XX; hay ciertos libros cuya lectura siempre me conmueve y a los que vuelvo una y otra vez. Dos de ellos se publicaron en 1963: Léxico familiar de Natalia Ginzburg y Detrás de la puerta de Giorgio Bassani. Las primeras líneas de este último dicen así: «En mi vida he sido desgraciado muchas veces, de niño, de muchacho, de joven, de adulto; muchas veces, ahora que lo pienso, he tocado lo que se dice el fondo de la desesperación. Recuerdo, no obstante, pocos periodos más negros, para mí, que los meses de escuela entre octubre de 1929 y junio de 1930, cuando hacía el primer curso del liceo.»
Con estas frases empieza el relato de una desolación íntima que la madurez no ha conseguido atenuar. Como casi toda la obra narrativa de Bassani, el escenario de su historia es Ferrara: una ciudad pequeña, provinciana, en la que vive un muchacho de dieciséis años cuya sensación de soledad es insondable. Es un libro de una belleza milagrosa.
Me he acordado de él al leer Un matrimonio de provincias de la Marquesa Colombi, que comienza de esta manera:
«Es difícil imaginar una juventud más monótona, más sórdida y más carente de toda alegría que la mía. Al evocarla al cabo de tantos y tantos años, vuelvo a sentir el inmenso tedio de aquella tranquilidad muerta que se prolongaba, se prolongaba inalterable, durante el largo período de tiempo que discurría entre los poquísimos acontecimientos familiares.»
¿No hay una estrecha hermandad entre estos párrafos iniciales? En ambos oímos a alguien que evoca con dolor su juventud. Sentimos una voz que nos abre su corazón, que se sincera con el lector. Los recuerdos nos llegan como una corriente helada.
No sé qué opinión tenía Giorgio Bassani de la Marquesa Colombi ni si apreciaba sus libros, pero entre sus escenarios provincianos (la Ferrara del uno y la Novara de la otra), sus adolescentes ingenuos y llenos de fantasías, deseosos de ser amados, hay un sutil puente. También su estilo tiene mucho en común: sobrio, preciso, natural, más humorístico en el caso de Colombi, más melancólico en el de Bassani, nada afectado en ninguno de los dos.
Un matrimonio de provincias se publicó por primera vez en 1885. Su autora fue popular a finales del XIX y principios del XX, pero poco a poco su nombre se fue olvidando y sus libros desaparecieron de las librerías. Todo cambió en 1973, cuando Italo Calvino devolvió a la Colombi a la actualidad literaria: en esa fecha, y con un prólogo de Natalia Ginzburg, se reeditó Un matrimonio de provincias en la editorial Einaudi. A partir de entonces, aquella ignota autora de ideas progresistas que sólo era un nombre más en las enciclopedias, volvió a ocupar un lugar en los escaparates italianos: sus libros circularon de nuevo y los estudiosos renovaron su interés por una Marquesa que no era marquesa ni nada que se le pareciera: su verdadero nombre era Maria Antonietta Torriani y sus orígenes fueron muy humildes: huérfana, maestra de profesión y escritora vocacional, pudo desarrollar sus capacidades literarias cuando abandonó Novara y se trasladó a Milán, donde frecuentó activamente los círculos protofeministas. Adoptó el nombre con el que hoy es conocida cuando comenzó a colaborar en los periódicos milaneses (se casó con un periodista que luego fundó y dirigió el Corriere della sera). Este llamativo pseudónimo lo tomó de la marquesa Colombi, personaje de una embrolladísima comedia de Paolo Ferrari que, dicho sea de paso, no sé qué tenía de atractivo para nuestra autora: la marquesa teatral es una aristócrata hipócrita e insidiosa, muy alejada –en principio– del ideal de mujer de Maria Antonietta Torriani. El caso es que así decidió firmar sus escritos y con tan sonoro nombre ha pasado a la historia literaria de su país.
El prólogo de Natalia Ginzburg a la edición de 1973 de Un matrimonio de provincias es hermosísimo y subraya –y potencia– con tal elocuencia los méritos del texto que cabe pensar que sea una de las causas de la buena fortuna de la novela, ya que trasmite tal entusiasmo que tras leerlo uno desea ardientemente conocerla. Es más, no parece tanto un prólogo al uso como –casi– un episodio de Léxico familiar, ya que cita a su madre y a sus hermanos y cuenta de manera sencilla e intensa –muy a la Ginzburg– su relación con el libro de la Colombi, cómo lo leyó por casualidad siendo niña y llegó a obsesionarse con la historia e incluso a aprenderse fragmentos enteros de memoria. Aunque no lo hubiera confesado, cualquier lector de Natalia Ginzburg habría percibido en seguida el profundo vínculo que existe entre su literatura y esta novela de la Marquesa Colombi: ambas miran la realidad con ojos limpios, carentes de toda retórica grandilocuente; las dos eligen el marco familiar para presentarnos a sus personajes y explicarnos su carácter; son escritoras atentísimas a los sentimientos de sus protagonistas, a sus fantasías, a todo lo que pasa por su cabeza y su corazón; ambas autoras poseen un humor sutil que se manifiesta con naturalidad, sin ningún énfasis, gracias a su oído finísimo para captar el idiolecto de cada personaje. El lector siempre tiene no ya sensación de verosimilitud, sino de algo que va más lejos: una certeza de verdad. Lo que nos cuentan Natalia Ginzburg y la Marquesa Colombi es profunda y conmovedoramente verdadero.
Lo importante de Un matrimonio de provincias no es tanto lo que pasa, como lo que uno espera que pase. El lector entra en la novela de puntillas, delicadamente, y pronto –al igual que la protagonista, la joven Denza– se eleva sobre la realidad y se instala en el plano del deseo, de la ensoñación. Denza vive en dos mundos: uno aburrido, frustrante, lleno de rutinas y convenciones sociales alienantes; es el universo doméstico de la casa de su padre y su madrastra, el de las estrecheces (en todos los sentidos) de la vida provinciana. Pero, a la vez, Denza habita en un mundo imaginario: su instinto de supervivencia y su fantasía alimentan sus esperanzas de escapar de todo esto gracias al amor, al príncipe azul que crea en su cabeza. Uno podría pensar: esta historia ya la conozco, me la han contado mil veces. Los relatos de muchachas pobres que sueñan con librarse de su destino de injusticia e infelicidad son muy numerosos y hunden sus raíces en la literatura popular. La Marquesa Colombi recrea un personaje que tiene rasgos de la Cenicienta o de la Lechera, trasplantadas a una novela realista decimonónica: sin embargo, la autora escapa de estos referentes y de todos los tópicos al dotar a su protagonista de una personalidad compleja, nada idealizada ni previsible: Denza no es un arquetipo, no encarna ninguna tesis, no es una excusa para defender ninguna teoría o extraer una moraleja; al contrario, es una mujer de carne y hueso, contradictoria, llena de fantasías y, a la vez, nada idealista ni rebelde, poseedora de un sentido común rastrero, apegado a la realidad y totalmente alienado. La objetividad del relato es tal que a menudo uno se olvida de su fecha de escritura y le parece un texto contemporáneo, de una sorprendente modernidad: la frase final con la que cierra su relato, por ejemplo, podría coronar un cuento de Carver: nada se cierra, pero todo queda dicho, y de qué manera.
La edición española de Un matrimonio de provincias, la primera de una obra de la Marquesa Colombi en nuestro idioma, es excelente desde todos los puntos de vista. Junto a la estupenda traducción de Mercedes y María Corral, se nos ofrece un doble regalo: un prólogo de Cristina Grande y un posfacio de Natalia Ginzburg (este último, en realidad, es la presentación de la edición de 1973 de Einaudi de la que he hablado antes; en la versión española ese prólogo figura al final, algo que el lector agradecerá porque la Ginzburg –es el único reproche que cabe hacerle– desvela todo el argumento). Así, los editores han querido que estas maravillosas escritoras –Colombi, Ginzburg, Grande– se den la mano en el libro. Han hecho bien: en la obra literaria de las tres se puede oír un mismo pálpito. Todos los lectores de Natalia Ginzburg y de Cristina Grande amarán a partir de ahora, sin duda, a la Marquesa Colombi.

miércoles, octubre 13, 2010

Correspondencia. Vol III (Enero 1875- diciembre 1879), Friedrich Nietzsche

Trad. Andrés Rubio. Trotta, Madrid, 2010. 483 pp. 35 €

Ángeles Escudero

En la idea que titula esta reseña sobre el volumen de correspondencia que nos ocupa, reside quizás la máxima originalidad y al mismo tiempo la tesis más revolucionaria de Friedrich Nietzsche. El azar como parte indisoluble de la vida, la casualidad frente a la causalidad, demasiado atrevimiento para las mentes acostumbradas a la seguridad del orden y a la certeza de una finalidad que rige, y decide en ocasiones, sobre nuestro destino.
Al asumir el eterno retorno tocaba los cimientos mismos de una cultura, la occidental, que necesita tener un horizonte al que tender, un fin que dé sentido a la existencia de un ser, el humano que, a fuerza de complicarlo todo, ha olvidado que quizás la explicación de la vida sea más sencilla de lo que nos empeñamos en suponer, aunque no por ello más fácil de asimilar. No sólo niega que la historia sea lineal, considerándola cíclica, sino que lo más valiente es cómo nos despoja de subterfugios de redención, cómo deshace ante nuestra perpleja mirada los espejismos que nos parecen reales, y nos deja a solas con lo que somos, seres humanos, sea eso mucho o poco. Como diría Sartre, «No somos libres de dejar de ser libres. No todo el mundo puede comprender y aceptar esta certeza existencial de un carácter tan radical».
Si hacemos una analogía con Darwin, caeremos en la cuenta de que lo que más irritó a la comunidad científica de la época que le tocó vivir a este naturalista inglés, no fue que determinase que tenemos un origen común con otros seres vivos, sino que eliminase de la creación la idea de un finalismo teleológico al postular su teoría de la selección natural.
Es en este sentido de no seguir esta línea en la que todo tiene un objetivo preestablecido, una explicación que adquiere su auténtico significado dentro de un orden superior o global, en el que se puede señalar que más que su crítica furibunda a la sociedad cristiano burguesa, más que la crítica a una moral que él bautizó como moral de siervos, más que sus ataques a la metafísica inmovilista, más que su transmutación de los valores; lo que realmente provocó la repulsa de su pensamiento, fue esta consideración del destino, de lo inesperado e impredecible como parte de la vida. En definitiva, una negación de la necesidad, o más exactamente, como una falta de orden, de estructura, de forma, e incluso de razón. En palabras de Zaratrusta, profeta del eterno retorno, «un poco de sabiduría es posible; pero yo he encontrado en las cosas esta certeza feliz: prefieren bailar sobre los pies del azar».
La cuidada edición que nos ocupa, está traducida por Andrés Rubio, autor también de las notas y de la introducción, nos acercará a las ideas y a la figura de Nietszche de una forma muy particular. Estas cartas captan en forma de daguerrotipo, en blanco y negro o en sepia, el interior de nuestro filósofo, sus sentimientos y aflicciones, sus deseos más íntimos, su alegría efímera y su pesar constante, fruto de sus circunstancias particulares de falta de salud.
Las cartas que componen este tercer volumen pertenecen al período que va desde enero de 1875, a diciembre de 1879. Para él es una época marcada por cambios de todo tipo: estado de salud, amistades, costumbres, estatus y lugar de residencia. Se convierte en una especie de nómada, porque si bien el período en el que se enmarca este volumen se concentra en Basilea, lugar donde residió la mayor parte del tiempo ejerciendo como profesor de filología clásica en su universidad. Con motivo de las vacaciones o de las frecuentes bajas por enfermedad, o a causa de los tratamientos que recibió en diferentes lugares, aparecen en las cartas referencias a localidades de Suiza, Alemania e Italia. Como por ejemplo: Baden-Baden, Basilea, Berna, Génova, Ginebra, Leipzig, Lucerna, Lugano, Sorrento, Zúrich, etc. Estas circunstancias terminarán por influir en su pensamiento que evolucionará hacia otros territorios inexplorados hasta ese momento.
Lo más significativo va a ser la constatación de la muerte del filólogo (acudiendo a la misma terminología que él utiliza al anunciar “la muerte de dios”) y el nacimiento del Nietzsche filósofo. Pasará, entonces, del concepto a la metáfora y al aforismo, dejando un tanto al margen el estudio del origen de las palabras, la genealogía de los términos, y asumiendo problemas de tipo más universal. Aún así, su amplia formación lingüística y filológica influye, en general, en su forma de abordar las cuestiones, y es poco probable que se abstrajese de sus orígenes de forma absoluta.
Entre la nutrida correspondencia podemos encontrar las cartas a Paul Ree, al que se puede considerar, en palabras del prologuista, como su primera amistad filosófica. Los Wagner, Richard y su mujer Cosima, con los que también establece relación epistolar, no ocultaron su aversión, teñida de racismo para muchos, por la amistad nacida entre Nietzsche y este filósofo de origen judío. Las cartas manifiestan una admiración recíproca que se romperá de forma abrupta por una cuestión personal que no fue otra que la pugna entre ambos por el amor de Lou Andreas Salomé (¿humano, demasiado humano?).
Este volumen de correspondencia parece venir a echar por tierra uno de los prejuicios más extendidos sobre Friedrich. Me refiero a las acusaciones de misoginia de que es objeto. Aunque, en este sentido, he de decir que, para algunos esto viene determinado por la influencia perniciosa de la figura de su hermana Elisabeth (según muchos culpable del mayor embuste político del que fue objeto), así como el desengaño, antes referido, por Lou Von Salomé, mujer inteligente y autosuficiente, de la que permaneció enamorado a pesar de su posterior (este episodio vital es posterior a la época que nos ocupa en este volumen, ya que la conocerá en Roma). Pero, en muchas de las cartas encontramos atisbos de cariño y consideración hacia el género femenino en general y hacia su hermana, madre y amigas, en particular. Por ejemplo, comenta a su amigo Erwin Rohde que su hermana le lee libros cuando él, por sus frecuentes problemas de salud no puede aplicar la vista.
«En las horas de descanso para los ojos, mi hermana me lee casi siempre a Walter Scott, al que gustosamente llamamos, junto con Schopenhauer, “el inmortal»
La explicación a esa aparente contradicción puede residir, quizás, en que algunos de los conflictos a los que se aluden frecuentemente viesen la luz con posterioridad porque parece evidente que hay bastantes sombras en esta relación familiar. De hecho, Simon Critcheley señala en su obra El libro de los filósofos muertos, que gran culpa de las tergiversaciones sobre la figura de Nietzsche, haciéndolo parecer como paradigma y baluarte de un pensamiento totalitarista, así como de las especulaciones sobre la locura el filósofo, serían alimentados por su hermana Elisabeth. Critcheley señala como relevante su papel en la manipulación y distorsión de la obra de Nietzsche y en la ocultación de su historial médico.
Sobre su estado de salud, así como de las causas que lo provocaron, habría mucho que decir. En este orden de cosas, cabe mencionar que su situación anímica queda patente en las cartas que componen este volumen. De hecho, el propio Nietzsche hace muchas alusiones a su enfermedad: «Ayer me quedé postrado en cama con fuertes dolores de cabeza y tarde y noche atormentado por fuertes vómitos» (A Erwin Rohde en Bayreuth). La causa de todos estos males parece que fueron debidos a una enfermedad degenerativa en el cerebro. Aunque los médicos a los que frecuentemente acudía, determinaron en ocasiones otro origen. Él mismo en una carta a su madre y hermana les habla de cómo el doctor Wiel le diagnostica un catarro estomacal crónico con dilatación de estómago. Pero hay muchas más versiones. Su hermana Elisabeth insistió en que la locura en la que terminará por caer Nietzsche, era debido al agotamiento mental derivado de un exceso de trabajo intelectual. Nunca aceptó que el hundimiento de su hermano fuese consecuencia de la infección sifilítica que había contraído, cuando era estudiante, en un burdel de Colonia en 1865 y por la que recibió tratamiento en Leipzig en 1867. Por cierto que Critcheley en el libro antes citado, cuenta la peculiar versión de el en un tiempo amigo y admirado compositor, Wagner. Mantenía la peculiar tesis de que la enfermedad del filósofo tenía como causa un exceso de masturbación, y no conforme con esto comunicó al medico de Nietzsche su diagnóstico.
Con posterioridad a los médicos referidos en este volumen, el filósofo es entregado a los cuidados de Otto Biswansger. Extraordinariamente diligente, este médico estudiará la obra de Nietzsche para poder entender mejor a su paciente. Con una dosis de diplomacia importante, le diagnosticará una parálisis progresiva, según, Critcheley ocultando aspectos bastante más escabrosos. Explica este autor la posibilidad de que Friedrich fuese coprófago, esto es, propenso a comerse sus propias heces y a beberse su orina. Quizás por todo esto, su hermana Elisabeth encargase robar el historial médico de su hermano. El contenido del mismo sólo llegó a conocerse tras la muerte de ésta en 1935. La circunstancia de que el propio Hitler acudiese a su funeral, puede servirnos como dato biográfico para comprender sus ideas y obsesiones antisemitas. En este sentido recordar que ella y su marido intentaron fundar una colonia de arios en Paraguay llamada Nueva Germania. El marido de Elisabeth se suicidó y la colonia se hundió económicamente.
Un aspecto peculiar que llama la atención en estas cartas, es la narración de algunos episodios muy cotidianos e, incluso en ocasiones, escatológicos. Por ejemplo: «¿Cómo van las cosas del amor?» Le pregunta a su amigo Carl von Gersdorff. Estando en un balneario escribe a su familia narrando de esta forma su rutina diaria: «Cada mañana una lavativa autoadministrada (perdón por empezar con ello, ¡pero con este placer comienza ahora el día! Contenido agua fría)» además de intimidad, se deja entrever un sutil sentido del humor.
Otro aspecto muy importante de su trayectoria filosófica y vital que queda reflejado en su correspondencia, serían las decepciones sufridas con Wagner y Schopenhauer, y esto tanto en el plano intelectual como en el personal. Con el primero compartirá la admiración por el segundo (aunque Nietzsche sufriese una fuerte desilusión con él que le llevó a repudiarlo, pese a las coincidencias filosóficas como que ambos reconocieran el carácter trágico y cruel de la vida) y, por supuesto el amor por la música. De Wagner, compositor y escritor sobre temas musicales, admiraba la revolución musical y cultural que representó su obra, según Andrés Rubio como el soporte erudito-filológico que le faltaba. No sólo fueron amigos, sino que la influencia que ejercieron el uno sobre el otro fue muy importante. Después se producirá el alejamiento por el nuevo desengaño que sufre tras el estreno de Parsifal. Tanto Schopenhauer como Wagner fueron desmitificados por él que, tal y como cuestionó las verdades que hasta entonces tenía por auténticos axiomas en El ocaso de los ídolos, los hizo caer de su pedestal como estatuas de piedra. Pero algún rescoldo debió quedar, en lo emocional al menos, con los consideró sus educadores, ya que al anuncio de la muerte del compositor, reaccionó con una fuerte recaída de su enfermedad. Andrés Rubio señala que escribió una carta de condolencia para Cosima Wagner, a la que nunca dejó de adorar, que no se conserva.
Igual que la fotografía es capaz de captar un instante inmortalizando el tiempo, de otra forma imposible de aprehender, estas cartas nos ayudarán a entender un poco esta personalidad imposible, como algunos le definieron, nos acercarán a este filósofo incomprendido y adelantado a su época, como él mismo, con una intuición prodigiosa supo ver.

martes, octubre 12, 2010

El peso que nos une, David Hernández Sevillano

XXV Premio de Poesía. Hiperión, Madrid, 2010. 80 pp. 9 €

Ignacio Sanz

La poesía mística no es sólo aquella que busca el encuentro con la divinidad. Eso sería lógico en San Juan de la Cruz o en Santa Teresa, sin embargo en nuestros días creo que podríamos llamar poesía mística a la que sale al encuentro de la naturaleza para ahondar en uno mismo. Y eso es lo que hace David Hernández Sevillano, un poeta que persigue con ahínco el silencio, que sigue el rastro de esos pocos poetas que buscaron con denuedo la voz interior huyendo del ruido que aturde al mundo.
El título de su libro es inequívocamente solidario. A David Hernández Sevillano le interesa la vida y especialmente la naturaleza y la gente que vive acompasada a su latido. Y todo ello sin impostura, con naturalidad.
Nació en Segovia hace 33 años, pero Segovia, aunque pequeña, no deja de ser una ciudad. Y como toda ciudad produce ciertos agobios. Por ello, tras abandonar su trabajo como profesor, se procuró otra ocupación como gerente y limpiador, todo a la vez, de una casa rural que él y su mujer levantaron piedra a piedra y cabrio a cabrio con sus propias manos y las de en un pueblo, Vegafría, que cuenta con 20 habitantes en medio de los páramos de la alta meseta. Y ahí sigue, al frente de la hermosa casona rural y afilando la pluma, si no de espaldas al mundo, al menos observándolo desde una moderada distancia puesto que de algo hay que vivir y cultivando a partes iguales la casa rural y la poesía.
Hace tres o cuatro años recibió un premio en un pueblo de los Pirineos que, además del estímulo, consideró fundamental porque conformaban el jurado Carlos Marzal y Vicente Gallego, dos poetas a los que admira. El año pasado le dieron el Miguel Hernández”en Orihuela, su pueblo y el mío. Y este año, como coronación de un ciclo ascendente que ha centrado su nombre en el mapa de la poesía, le han concedido el premio Hiperión con El peso que nos une. «Y solamente escucho las preguntas/ del niño que me habita», nos dice Hernández Sevillano en el poema que abre el libro. Y, en efecto, el poeta se interroga desde la inocencia primordial. Y se sorprende y evoca a los seres queridos y se conmueve, mejor, nos conmueve, por compartir sus recuerdos frente a los cachivaches desplomados del desván o frente a la estación de ferrocarril abandonada. Y se pregunta por la vida que late en los lugares arrasados por el olvido. Y utiliza palabras que le han prestado los viejos, sus vecinos, para dar sentido preciso al mundo que le rodea. A ratos el poeta se muestra cauto: «Con cada dolor nuevo algo se aprende» Y observador: «Silva el agua lejana de la acequia./ En su lecho de musgo el pueblo duerme».
Uno se imagina al poeta en esos días en los que el frío es un cuchillo, la casona, entre semana, sin clientes, paseando por los caminos solitarios que rodean el pueblo, entre las tierras blanquecinas por la capa de escarcha en las que ya verdean los primeros brotes de los cereales, con el oído atento al canto de los pájaros, a la grieta insinuada del arroyo, a los tres chopos solitarios, al atardecer mágico que pinta de brochazos cambiantes el crepúsculo impresionista. Y piensa que de ahí, de esos paseos, saca materia para sus versos, pero también de las horas que pasa al lado de la chimenea junto a poetas tutelares como Claudio Rodríguez, Francisco Brines o Gil de Biedma que suspiraba por una vejez muy parecida en una casa junto al mar.
«¿A quién le pertenece/ el álamo, la tierra, las heridas/ que con sus alas en el aire dejan/ como cuchillos negros los vencejos?»
Como dejó escrito Juan Carlos Mestre: «Las estrellas son para quién las trabaja». David Hernández Sevillano es un trabajador que cultiva las estrellas desde la autenticidad solitaria de los verdaderos poetas. Y ahí están los resultados.
«Con la últimas luces de la tarde/ arden la tarabillas en los chopos».
Los catadores de poesía no deben perderse esta nueva voz cuyos ecos nos iluminan.

lunes, octubre 11, 2010

Asturias para Vera, Ricardo Menéndez Salmón

Premio Llanes de Viajes 2010. Imagine Ediciones, Madrid, 2010. 189 pp. 15 €

Victoria R. Gil

No oculta Ricardo Menéndez Salmón lo que busca con este libro de viajes que tiene más de reflexivo que de andariego. Ya en la segunda página de su prefacio, o Pórtico, como ha dado en llamarlo, anuncia un doble mensaje, a su hija y a su tierra, porque ambas, a su manera, reúnen el «viaje como punto de partida y como lugar de llegada». También, al igual que Martin Amis en la cita introductoria, se pregunta por qué viajan los escritores y luego cuenta sus historias. Y, tras leer Asturias para Vera, uno concluye que el autor viaja para regresar a su hija, pero también a su propia infancia, cuando era él quien recorría de la mano de sus padres los mismos parajes por los que hoy conduce a Vera: «Un país posible, esqueleto, corazón y entrañas de una tierra a la que amo (…) y cuyo futuro contemplo con esa mezcla de escepticismo y asombro que son herramientas indispensables de todo viajero».
Con constantes referencias al cine, la música y la pintura, y a sus autores de cabecera, el escritor teje una urdimbre de tres cabos, paisaje, paternidad y palabra, a la que va uniendo la trama de un ayer que se extingue sin haber tenido ocasión de apuntalar el mañana por venir. Cuando pasea por las playas del oriente asturiano y recala en el puerto de Tazones que vio al emperador Carlos V pisar por primera vez tierra española; mientras descansa en su Gijón natal, antes de adentrarse en esa ría de Avilés a medio camino entre Blade Runner y el Akira de Katsuhiro Otomo, para ir a caer en el vértigo de los acantilados del occidente Cantábrico, Salmón traza un horizonte físico que oculta y disfraza el espacio simbólico de una Asturias de incierto futuro.
Juega también con su propia identidad en un capítulo, La metáfora del salmón, donde la presencia de esta especie, mucho más que un pez para los asturianos, se convierte en alegoría de una tierra tan ligada al éxodo y al último regreso como ese salmón que migra al océano en cuanto se siente con fuerzas para viajar, pero vuelve al mismo río en que nació para reproducirse antes de morir.
Como su homónimo, Ricardo M. Salmón confiesa la misma urgencia por regresar. Cuenta, por ejemplo, como durante una estancia en Kioto lo asaltó esa nostalgia que provoca haber cruzado demasiados meridianos y sólo fue capaz de sortearla volviendo a sus orígenes del único modo en que 10.000 kilómetros de distancia se lo permitían: la lectura en internet de un periódico de su ciudad. «Porque si es cierto que del nacionalismo se convalece viajando, no lo es menos que la saudade es pandémica e innegociable». Quizás también se viaje para no olvidar nunca el camino de vuelta.
No faltan tampoco los bosques, las montañas, el prerrománico y el corazón negro de una minería, tan levantisca ayer como hoy. Pero al final, el paraíso no es un lugar, ni siquiera el cuerpo de una mujer, el paraíso es «un libro abierto» y el olor del libro, «la esencia de todos los olores».
A pesar de no ser Menéndez Salmón un autor complaciente, ni consigo mismo ni con el lector, quizás sea ésta su obra más accesible hasta la fecha, donde ha conseguido la fórmula magistral que él mismo ha definido como “ese camino intermedio entre morirse de hambre por dadaísta y nadar en champán por zafonismo”. Y por si fuera poco el disfrute que regalan sus páginas, aún queda espacio en ellas para el aliento, para recordarnos que viajar, ser padre y leer son «tres formas de la consolación para tiempos ásperos y difíciles».

viernes, octubre 08, 2010

Aelita, Alexéi Tolstói

Trad. Marta Sánchez Nieves. Nevsky Prospects, Madrid, 2010. 281 pp. 16 €

Julián Díez

En España, como en casi toda Europa Occidental, hemos dado por hecho que la ciencia ficción es un fenómeno de origen y protagonismo estadounidense. Sólo en las últimas décadas emergió una modesta tradición autóctona, con varias obras de interés, pero la producción en otros idiomas permanece inédita salvo contadas excepciones que precisamente sirven para abrir el apetito, en particular la del polaco Stanislaw Lem. Con él como bandera, la ciencia ficción fue muy sólida en particular en el antiguo bloque del Este, donde la tradición surgió en buena medida por el impacto de esta obra que vuelve a las librerías españolas en traducción y edición sobresalientes por Nevsky Prospekts.
Alexéi Tolstói, el “conde camarada”, fue un noble ruso reconvertido en bolchevique que aquí parece justificar en parte su doble condición contradictoria haciendo que la princesa que da título a la novela encabece una revolución proletaria en un Marte algo acartonado, al que es fácil encontrar similitudes con el de Edgar Rice Burroughs aunque teñido por una delgada pátina de realismo, al menos de acuerdo a las convenciones de la época.
Los dos protagonistas, el hombre de acción y revolucionario Gúsev y el ingeniero Loss, llegan a un Marte con problemas sociales, dominado por una oligarquía anquilosada e incapaz de afrontar las medidas necesarias ante un desastre ecológico inminente. Todo ello bastante moderno, aunque el tratamiento de Tolstói no consigue escapar todo el tiempo a la tentación de caer en momentos de ramalazo “pulp”, de aventura popular de la época. Resulta algo más maduro, con todo, su dibujo de personajes y la fuerza descriptiva de Tolstói, indudablemente un escritor más refinado que sus colegas estadounidenses de la época.
La otra interesante novela de cf soviética de la época recién publicada por Nevsky Prospects, Estrella Roja de Alexander Bogdanov, resulta más doctrinaria –es claramente una novela de tesis, con los giros argumentales como simples excusas para presentar aspectos de una improbable utopía comunista estricta-, pero también más original y sincera. Aelita, a cambio, es en su conjunto más amena, y cabe comprender por qué ejerció una influencia decisiva en la ciencia ficción soviética: hasta hoy, da nombre a los congresos rusos del género y un premio anual de reconocimiento a los autores más destacados.
Para quienes conozcan la película de Yakov Protazanov, estrenada apenas dos años después de la publicación del libro, la novela ofrece diferencias notables. El principal es que está contada en serio, mientras la película utiliza el argumento de cf con cierta ironía como excusa para un mensaje algo escéptico sobre la revolución y la muestra de un despliegue maravilloso de vestuario y escenografía de vanguardia, muy influyente en su época y verdaderamente original hasta hoy. Ni el principio ni el final se corresponden, con intenciones y resultados bastante distintos pero muy satisfactorios en ambos casos.

jueves, octubre 07, 2010

Autopista del sur, Julio Cortázar

Nórdica, Madrid, 2010. 72 pp. 8 €

Fernando Sánchez Calvo

Nórdica Libros es una editorial interesada, o mejor dicho: obcecada (o mejor aún: empecinada) no en demostrar (verbo demasiado pretencioso), sino en sugerir que la historia de la literatura que otros canonizaron en su día fue un buen intento de estructurar y seleccionar a los mejores orfebres de la palabra para los lectores del futuro, pero no el único. Dicho esto, no estamos hablando de una editorial cuyo objetivo sea recuperar a toda costa a los grandes marginados y estrambóticos de este arte (nombres como Tolstói, Balzac, Pirandello, Dumas o el propio Verne hacen imposible pensar en ello). Sin embargo, sí que estamos hablando de una editorial que parece haber soñado o intuido el posible o alternativo devenir de nuestros clásicos si, por ejemplo, la suerte o las circunstancias hubieran colocado a la altura de Proust, Kafka y Joyce a Flann O’Brien, a quien el último de la gran tríada leyó y analizó siempre con gran devoción y cuya verdadera identidad (Brian O’ Nolan) se desveló muy tarde por la obligatoriedad de los funcionarios británicos a mantener su nombre oculto de cara a la sociedad. Lo mismo pasó en España con Alejandro Sawa, inmortalizado por Valle-Inclán en Luces de Bohemia y Pío Baroja en El árbol de la ciencia, cabeza en los cafés y demás ambientes errantes del Madrid a caballo entre el siglo XIX y XX, propagador del modernismo, y de quien no obstante la otra historia de la literatura jamás o esporádicamente se ocupó. Son sólo dos ejemplos no de marginados (por definición segundones que arropan, acompañan, a los grandes líderes de los diversos movimientos literarios, incluso a veces sin tener obra publicada o escrita) sino de “marginables” (segundos que con la misma obra e influencia que los “clásicos” no entraron tanto en la historia porque simplemente ya no cabían). De rescatar a los “marginables” se encarga Nórdica.
De todos modos, no siempre es posible mantener este proyecto, es decir, para ser rentable hay que publicar a algún grande. Eso sí: siguiendo una coherencia, de éstos se pueden publicar aquellos títulos que la gente ha olvidado o ignorado porque de pequeños nos obligaron a recordar tres o cuatro obras de cada uno de los clásicos, pero no más. Es el caso de la minilectura que nos atañe, Autopista del sur, del maestro del cuento Julio Cortázar. Una vez más un suceso cotidiano, anodino: un atasco en la carretera. Una vez más, una realidad paralela (la verdadera para el argentino) subyace en esta ocasión a la caravana: la gran, infeliz pero satisfecha familia que un grupo de conductores y domingueros han formado bajo un mismo cielo, sobre el mismo asfalto. Los personajes (la guapa chica a la que gusta gustar, el egoísta, la pareja de ancianos, el matrimonio con niños adosados), perfilados a la perfección con apenas tres o cuatro trazos, trazos que valen para describir incluso a aquéllos que no se ven diez coches más allá pero que existen y los cuales, sabe el lector, van a repetir los tipos ya aparecidos en el relato. El protagonista, otro clásico: observador, distante, un líder que no quiere ser líder y que, aun así, finalmente acabará implicado en un juego del que le costará mucho salir. Y, por último, esa sensación de eternidad en un instante, de trascendencia hallada en el momento y espacio más sórdidos, uno de los ingredientes que han hecho de Cortázar el más singular de los cuentistas. Desde Final de juego a Las armas secretas pasando por los Cronopios o los últimos Papeles inesperados, a sus seres siempre se les enciende un fuego en el cerebro, un chispazo de inteligencia que les hace, de repente, ver más allá en acciones que habían repetido hasta la saciedad. Una nueva verdad, inefable por supuesto, entra en la mente de los protagonistas (a veces, felizmente, también en la del lector) para segundos después abandonar o no a la lucidez. Si se queda o no esta verdad en Autopista del sur, es algo que tendrá que descubrir el lector, recuerden siempre, obligado, activo para Cortázar y cuestionable como cualquier historia de la literatura.

miércoles, octubre 06, 2010

La Judith de Shimoda, Bertolt Brecht

Trad. Carlos Fortea. Alianza, Madrid, 2010. 198 pp. 17,50 €

Juan Pablo Heras

El incierto rumbo de su exilio lleva a Bertolt Brecht a refugiarse en Finlandia en 1940. Allí, surge un proyecto de colaboración con la escritora Hella Wuolijoki, que propone a Brecht diversos textos susceptibles de transformarse en proyectos escénicos. Es éste el origen de la conocida obra El señor Puntila y su criado Matti, por ejemplo. En un momento dado, Wuolijoki le entrega a Brecht un volumen que contiene tres obras del dramaturgo contemporáneo japonés Yamamoto Yuzo traducidas al inglés. La que despierta la atención de Brecht es Tragedia de una mujer. La historia de la extranjera Okichi, que dramatiza la vida de una heroína popular a medio camino entre la historia y la leyenda. Brecht asiste fascinado a las tortuosas vicisitudes de una geisha que, tras detener los ímpetus bélicos de uno de los primeros cónsules de Estados Unidos en Japón a mediados del siglo XIX, y salvar así a su pueblo de una invasión, es repudiada en vida como “puta de los americanos” y honrada a su muerte en canciones y relatos: existe hoy, todavía, un templo en su honor en Shimoda, y no dejan de escribirse novelas al gusto actual que la retratan, como El pabellón de las lágrimas, de Rei Kimura.
Esta singular peripecia hace las delicias de Brecht, que ve en Okichi una nueva Judith lo suficientemente exótica como para hacer evidentes las (in)evitables contradicciones que caracterizan al modo en que los pueblos y los estados olvidan a sus héroes nacionales para homenajear después a imágenes deformadas. Brecht reescribe la pieza de Yamamoto Yuzo, resumiendo al máximo el acto heroico de Okichi y amplificando las difíciles circunstancias de su vida posterior, sencillamente porque siempre se había preguntado qué fue de Judith después de matar a Holofernes. Brecht añade además una escena memorable hacia el final y, sobre todo, una serie de interpolaciones en las que un grupo de personajes, japoneses y anglosajones, que representan tanto al público como a los productores de la obra, apostillan una serie de interpretaciones de carácter político (en el sentido más amplio de la palabra) que contrarrestan la irresistible tendencia de Yamamoto hacia el melodrama. Se trata, evidentemente, del famoso “efecto V” propugnado por Brecht, de un ejercicio de distanciamiento en la más pura esencia de su “teatro épico”. Es decir, un “efecto V” tan preciso, tan de libro, que termina por resultar un tanto tosco. Pero eso también tiene una explicación.
Si La Judith de Shimoda ha permanecido inédita hasta 2006 (en español, hasta 2010) es, en primer lugar, porque durante mucho tiempo ha sido considerada como un proyecto inacabado, como unos apuntes de trabajo de un texto que Brecht nunca terminó. Y eso era rigurosamente cierto en lo que se refiere a la versión en alemán. Hasta que el crítico Hans Peter Neureuter descubrió, en un inédito manuscrito de Hella Wuolijoki, una traducción al finés de una versión más acabada. Es difícil saber dónde acaba el trabajo de Brecht y dónde empieza el de Wuolijoki, y es a esas endiabladas cuestiones ecdóticas a lo que se dedica el valioso posfacio de Neureuter que también se incluye en la edición de Alianza. Los argumentos a favor de que estamos ante una auténtica obra de Brecht son convincentes, aunque pesa la evidencia de que buena parte del texto que se nos presenta es —agárrense, que vienen curvas— la traducción al español de la traducción al alemán de la traducción al finés de la traducción al alemán de la traducción al inglés de un original japonés. Y es de suponer que algo habremos perdido (o ganado) por el camino.
Además de estas primicias eruditas para estudiosos y otros fans del interminable Bertolt Brecht, La Judith de Shimoda nos introduce sobre todo a un personaje interesantísimo, uno de aquellos que son pura golosina para actrices ambiciosas: Okichi, una mujer que rechaza avanti la lettre las injusticias asociadas a su condición femenina y que, a su pesar, sufre las consecuencias de ser a la vez héroe y maldita, como un mendigo pisoteado que observara perplejo su propia estatua en un panteón de hombres ilustres.

martes, octubre 05, 2010

Amor envenenado, Joaquín Lloréns

Baile del Sol, Tenerife, 2010. 303 pp. 16 €

Rubén Castillo Gallego

En España, desde hace años, vivimos un auge muy notable alrededor de la novela negra, que quizá se inició con las aventuras del Carvalho montalbaniano y que, actualmente, genera una avalancha de publicaciones, traducciones y público lector de muy notables dimensiones. Joaquín Lloréns (Bilbao, 1962) aporta a este ciclo la figura literaria de Beatriz, una investigadora de singular trayectoria y de hábitos sexuales más bien llamativos: lo mismo guarda un consolador en la caja fuerte del hotel (p.117) que procede a masturbarse ante la webcam (p.52); lo mismo adquiere un atrevido corpiño en una tienda especializada de Amsterdam (p.192) que practica el sexo con dos hombres, para grabar la escena en vídeo y luego mandársela a su padre adoptivo (p.282). Esa libido fervorosa empapa buena parte de los capítulos de la novela, deparándonos algunas descripciones de altísimo voltaje, que Joaquín Lloréns mima en todos sus detalles. Pero no se agotan ahí los atractivos de esta narración (sería muy burdo que así fuera). El autor documenta con exhaustividad los pormenores económicos de la trama, los aspectos policiales del relato (se nota que conoce a la perfección los métodos de trabajo de los agentes del orden en España) y hasta el vagabundeo de su protagonista por diferentes ciudades de más de un país. Nada se escapa a su vigilancia novelesca. Ni siquiera (y esto es muy llamativo) los aspectos indumentarios de los personajes. Son legión las blusas, perfumes, faldas, maquillajes o zapatillas que son mencionados por sus marcas en la obra, tanto en hombres como en mujeres, lo que supone una aportación bastante innovadora en el género. Pero lo que quizá más llama la atención de esta novela es la utilización de varios narradores que, enfocando segmentos de la historia desde perspectivas diferentes, van ensamblándose como teselas de un mosaico para, al final, construir la visión absoluta que recibirá el lector. Esta obra, que constituye la segunda entrega de la colección «Beatriz, investigadora licenciosa» (el primer tomo se titulaba Citas criminales y también lo publicó Baile del Sol), es una fantástica oportunidad para que los admiradores del género negro se acerquen a una manera distinta de contar historias policiales, donde el glamour, el sexo y la inteligencia unen sus armas para seducir al lector.

lunes, octubre 04, 2010

Tormenta transparente, Javier Lostalé

Calambur, Madrid, 2010. 80 pp. 9,62 €

Ariadna G. García

Javier Lostalé (Madrid, 1942) es un poeta, escribía Roberto Loya en 1998, “secreto” y “exquisito”, cuya obra se encuadra dentro del movimiento novísimo; si bien este rótulo, aunque pedagógico, encorseta demasiado una obra original, honda y delicada como pocas lo han sido en los últimos 35 años. Hagamos un poco de historia.
En 1970 José María Castellet (que veinte años antes había defendido los postulados de la poesía realista en el libro Veinte años de poesía española) publicó la polémica antología Nueve novísimos poetas españoles, que incluyó a Manuel Vázquez Montalbán (1939), Antonio Martínez Sarrión (1939), José María Álvarez (1942), Félix de Azúa (1944), Pere Gimferrer (1945), Vicente Molina Foix (1946), Guillermo Carnero (1947), Ana Moix (1947) y Leopoldo María Panero (1948). La obra nació con los claros propósitos de desafiar las propuestas estéticas vigentes (el realismo y la poesía social) y probar la existencia de un grupo de poetas capaces de liderar una auténtica revolución en el género. Este carácter subversivo se aprecia en dos de los criterios del grupo: uno, temático, intenta liberar a la poesía del compromiso político de la promoción previa; el otro, estético, centra la labor del poeta en el lenguaje. Sus reivindicaciones literarias fueron: decadentismo, esteticismo, malditismo, simbolismo, lujoso léxico modernista, introducción de elementos exóticos (ciudades extranjeras, mitos clásicos), exhibicionismo cultural, reflexiones en torno a la propia actividad creadora, imágenes surrealistas y experimentales deudoras de las vanguardias de los años 20, barroquismo expresivo e influencia de los mass media. Los novísimos hicieron frente común a toda la poesía de posguerra en un intento por lograr que el poema se convirtiese en un objeto de arte caracterizado por su autonomía y belleza, y no en un instrumento de difusión al servicio de una determinada ideología.
La fortuna editorial de la antología de Castellet (que él mismo presentaba como un inventario provisional) redujo la nómina a unos pocos nombres (fue acusada en su momento de parcial y de mero producto de marketing), que se fue ampliando en otras antologías posteriores editadas a lo largo de los 70 con autores coetáneos a los novísimos que, como éstos (aunque no aparecieran en la selección de Castellet), también se emplearon en renovar la estética vigente. Estas otras antologías son: Nueva poesía española (1970, preparada por Martín Pardo), que seleccionó –entre otros– a Antonio Colinas, Jaime Siles y Antonio Carvajal; y Espejo del amor y de la muerte (1971, compilada por Antonio Prieto y precedida de un prólogo de Vicente Aleixandre), que incluyó a Jenaro Talens, Luis Antonio de Villena, Luis Alberto de Cuenca y al intenso y emocionante Javier Lostalé.
La andadura poética de Lostalé –en solitario– comenzó un años más tarde con la publicación del libro Jimmy, Jimmy (1976. Reeditado en el 2000), al que siguieron Figura en el paseo marítimo (1981), La rosa inclinada (1995), Hondo es el resplandor (1998), La estación azul (2004) y Tormenta transparente (2010). El conjunto de su creación, a excepción de este último título, aparece recogido en el volumen La rosa inclinada. (Poesía 1976-2001) (2002).
Sin embargo, pese a la inteligente decisión de Prieto de incluir a Javier Lostalé en su antología, y pese a la belleza, sensibilidad y elegancia de sus seis poemarios, su obra no ha recibido el reconocimiento que por méritos propios se merece para estar entre las grandes composiciones españolas de los últimos tiempos. Las claves de esta falta de “justicia poética” pueden ser algunas de las siguientes: Javier Lostalé tenía 29 años en 1971 y era un autor inédito, su “ópera prima” vio la luz en el 76, fecha en que cumplió los 34 años; por aquel entonces, sus compañeros de promoción ya tenían en los escaparates de las librerías algún que otro trabajo sorprendente (Víspera de la destrucción, Ritual para un artificio, J. Talens; Preludios a una noche total, Truenos y flautas en un templo, A. Colinas). Por otro lado, en la década de los 80 se puso de moda la llamada “poesía de la experiencia”, a la que muchos acabaron por rendir tributo, pero no Lostalé. Su obra caminó por senderos al margen, en la periferia, sin hacer ruido. Esta fidelidad a sus principios lo convirtió en un autor rebelde, en una rosa al viento, aunque nada más lejos de su ánimo que defender la plaza de la insurrección, porque Javier Lostalé es un autor discreto y un periodista generoso volcado en cuerpo y alma a un solo fin: la difusión de la buena poesía. Y es este terreno, precisamente, de donde le han venido la admiración y el halago; recibiendo en 1995 el Premio Nacional de Fomento de la Lectura a través de los medios de comunicación, y en 2002 –junto a Ignacio Elguero, por La estación azul– los premios Ondas e Internacional Audiovisual Antonio Machado.
Su último libro de poemas, Tormenta transparente, aborda, como el resto de sus poemarios, el tema del amor. No obstante, su tono es más sombrío, y el ritmo es más espeso, como si las palabras caminasen por encima de la nieve. Un poema de la quinta y última sección del libro, titulado “Cicatriz”, recoge todas las pistas que Javier Lostalé va dejando a sus lectores para que lleguen al fondo de la obra. Allí la voz que enuncia nos confiesa un crimen: alguien, por debilidad, por falta de energía para amar en contra de las expectativas ajenas, ahoga la esperanza de un mundo compartido con su amante. «Y así –leemos– tiempo y espacio /apenas sí son ondas/ de un mismo pozo,/ soledad en círculos/ donde lo que respira/ emite fría luz de piedra». Muerta la esperanza, el espacio-tiempo carece de significado, se vuelve monótono y vacío, hasta el punto de que los sentidos de narrador dejan de percibir la realidad, aislándolo. Esta reclusión adquiere distintas formas según avanza el libro (“cielo sellado”, “estancia/que se va quedando sin aire”, “isla transparente”, “pozo”), pero sus efectos son invariables: la ceguera, la sordera, la parálisis. Quien nos habla y se habla vive encerrado en sí, alejado de todo, menos de la resignación y de la pérdida. No existe el tú ni el yo. La pareja no tiene biografía, carece de historia y de perspectiva de futuro. Así, leemos: «El mismo horizonte tendrá mañana sin ti,/ soledad tan distinta para el mismo ayer» (de No llega). Por esta razón, no vemos a las personas que habitan estas páginas, aunque sí tenemos una idea de lo que simbolizan. Lostalé no colorea a sus personajes, tampoco los dibuja; se limita a nombrar el rol que representan. Esta desmaterialización de las figuras viene reforzada por el uso de sustantivos abstractos. El sujeto que enuncia es “voz de espejismo desierto”, “pausa triste en tu olvido” y quien recibe el dolor esposado a las palabras de éste es “pura ausencia”, “fe sin Dios”. La irrealidad de la existencia de ambos llena el libro de alusiones a imágenes, fantasmas, sueños cuya piel se ha podido acariciar, pero no retener, porque no es perdurable. Y pese todo, el amor es perenne en quien nos habla: «Estoy, pasados los años,/ en el mismo día de tu anuncio» (de Destino).
Javier Lostalé confirma en su bella y dolorida Tormenta transparente lo que muchos sabemos: que es un poeta imprescindible. Su horas de escritura se parecen a las de un artesano: modela lentamente, hundiendo sus manos en el corazón del barro. Trabaja hasta mancharse con la vida. Pero son sus poemas sutiles, refinados y profundos lo mismo que vasijas de cerámica.
Su obra, estoy segura, pervivirá en el tiempo. “No hay olvido posible” para tan alta poesía.