El Gaviero Ediciones, Almería, 2010. 46 pp. 16 €
Ignacio Sanz
Cada poema nos propone un viaje que participa de lo introspectivo y de lo físico. Verónica Aranda, es una consumada viajera; algunos de sus libros son un resumen sus experiencias vitales en países lejanos. Tal es el caso de Cortes de luz, que centra su mirada en India y por el que le dieron el año pasado un accésit al premio Adonáis. Este libro es el resumen de una larga estancia, donde asistimos a escenas cargadas de emoción con una mirada solidaria hacia un entorno lleno de contrastes y carencias que quedan magníficamente retratadas, sin dramatismos añadidos, con serenidad. De modo que finalmente quien se adentra por sus páginas tiene la certeza de haber viajado con ella por aquel vasto país cuyo latido nos acerca con una mirada cómplice, lejos, muy lejos de cualquier atisbo turístico. De la misma manera que cuando se lee Roma, peligro para caminantes, uno tiene la sensación de que en esos sonetos de Alberti se capta la quintaesencia de la Roma eterna.
Pues bien, en Postal de olvido, Verónica Aranda, siguiendo su vocación viajera nos hace un recorrido por alguna de esas ciudades, regiones o países que han dejado una huella especial en su ánimo. Oaxaca, Trinidad de Cuba, Pinar del Río, Castilla, Bagdad, Ammán, Teherán, Isfahan, Shiraz, Gaza, Kioto, Goa, Ceilán, Rawalpindi, Sudáfrica, Cape Cross, El Cairo, Bruselas, Lisboa, Óbidos, Oporto, Oslo, Tánger, Granada, Córdoba, Medina Azahara, Almería y Madrid. Este larguísimo viaje se abre con el poema “Embarque” que lleva una cita de “Itaca", el célebre poema de Kavafis.
Cada poema es una postal que Verónica nos envía, pero que también se envía a sí misma, una postal donde queda patente la sensación primordial que le produce la ciudad. Lo deja claro en el segundo poema del libro: “Te escribo esta postal del Oaxaca/ en una plaza donde hay flamboyanes/ naranjas y el olor que tiene la pobreza:/ mazorca de maíz/ tostada en carromatos.»
En algunas ciudades, como en Kioto, el homenaje es doble al utilizar el haiku, tan contenido, tan oriental, como forma de interpretación poética:
«Lluvias continuas./ Desaparece el monje/ tras los cerezos.»
La reflexión sobre su labor introspectiva vuelve de nuevo en el poema que dedica a Cape Cross (Namibia): «De repente sentimos/ un deseo imperante de escribir/ a los viejos amantes: la memoria,/ el desaliento de la lejanía,/ el olvido que encierra una postal/ desde una playa atlántica con niebla,/ chacales y preguntas silenciadas.» O en el poema que dedica a El Cairo que comienza de manera inequívoca: «Quise ser escritora en un hotel de El Cairo.» Y que concluye con un puñado de versos metaliterarios, como si la poeta viajara impelida también por el recuerdo de ciertas lecturas: «Y aplazar el momento de entrar en la ciudad/ cubierta de monóxido, entrevista/ desde las fortalezas./ Y en el Khan el Jalili/ sentarse en un café a matar la tarde,/ donde fuman narguile/ los personajes de Naguib Mahfuz.»
La sombra de los grandes autores también la acompaña en Tánger, de tal modo que, además del viaje, Verónica lleva en su memoria esas lecturas esenciales que la ayudan a calibrar con más hondura las escenas en las que fija su mirada: «Existen los navíos/ porque existe tu rostro, te diría/ con palabras de Andrade, en la baranda/ del ferry, en plena hora.»
Estas postales de ciudades vividas nos trasmiten escenas de la vida cotidiana, a veces con olor a miseria, pero tampoco se escapan de cierta nostalgia familiar que se centra sobre todo en Cuba, donde el bisabuelo castellano anduvo de soldado y la nieta lo recuerda a través de viejas fotografías que han dejado huella en su memoria.
En definitiva, estamos ante una jovencísima poeta, inquieta y cultivada, que se conmueve y nos conmueve al acercarnos las emociones que sus viajes por ciudades de medio mundo, una poeta cuya mirada profunda y solidaria se aleja por completo de las sensaciones felices que nos trasmiten las agencias de viajes.
El lector, encerrado con este libro, siente el vértigo del vacío cuando llega al final, al último poema, “Fragmento de postales” y lee, con nostalgia ya de la propia lectura que concluye y con los ecos de Cavafis que acude a cerrar el círculo: «Ciudades-languidez de hombres enjutos/ fumando pipas de ámbar o ciudades/ con heridos de bala/ y huelga general. Lechos de juncos/ donde yacen, exhaustos, los amantes./ Ésta es tu poética, viajero./ No dudes en los cruces de caminos./ Demora tu regreso varios años.»
Ignacio Sanz
Cada poema nos propone un viaje que participa de lo introspectivo y de lo físico. Verónica Aranda, es una consumada viajera; algunos de sus libros son un resumen sus experiencias vitales en países lejanos. Tal es el caso de Cortes de luz, que centra su mirada en India y por el que le dieron el año pasado un accésit al premio Adonáis. Este libro es el resumen de una larga estancia, donde asistimos a escenas cargadas de emoción con una mirada solidaria hacia un entorno lleno de contrastes y carencias que quedan magníficamente retratadas, sin dramatismos añadidos, con serenidad. De modo que finalmente quien se adentra por sus páginas tiene la certeza de haber viajado con ella por aquel vasto país cuyo latido nos acerca con una mirada cómplice, lejos, muy lejos de cualquier atisbo turístico. De la misma manera que cuando se lee Roma, peligro para caminantes, uno tiene la sensación de que en esos sonetos de Alberti se capta la quintaesencia de la Roma eterna.
Pues bien, en Postal de olvido, Verónica Aranda, siguiendo su vocación viajera nos hace un recorrido por alguna de esas ciudades, regiones o países que han dejado una huella especial en su ánimo. Oaxaca, Trinidad de Cuba, Pinar del Río, Castilla, Bagdad, Ammán, Teherán, Isfahan, Shiraz, Gaza, Kioto, Goa, Ceilán, Rawalpindi, Sudáfrica, Cape Cross, El Cairo, Bruselas, Lisboa, Óbidos, Oporto, Oslo, Tánger, Granada, Córdoba, Medina Azahara, Almería y Madrid. Este larguísimo viaje se abre con el poema “Embarque” que lleva una cita de “Itaca", el célebre poema de Kavafis.
Cada poema es una postal que Verónica nos envía, pero que también se envía a sí misma, una postal donde queda patente la sensación primordial que le produce la ciudad. Lo deja claro en el segundo poema del libro: “Te escribo esta postal del Oaxaca/ en una plaza donde hay flamboyanes/ naranjas y el olor que tiene la pobreza:/ mazorca de maíz/ tostada en carromatos.»
En algunas ciudades, como en Kioto, el homenaje es doble al utilizar el haiku, tan contenido, tan oriental, como forma de interpretación poética:
«Lluvias continuas./ Desaparece el monje/ tras los cerezos.»
La reflexión sobre su labor introspectiva vuelve de nuevo en el poema que dedica a Cape Cross (Namibia): «De repente sentimos/ un deseo imperante de escribir/ a los viejos amantes: la memoria,/ el desaliento de la lejanía,/ el olvido que encierra una postal/ desde una playa atlántica con niebla,/ chacales y preguntas silenciadas.» O en el poema que dedica a El Cairo que comienza de manera inequívoca: «Quise ser escritora en un hotel de El Cairo.» Y que concluye con un puñado de versos metaliterarios, como si la poeta viajara impelida también por el recuerdo de ciertas lecturas: «Y aplazar el momento de entrar en la ciudad/ cubierta de monóxido, entrevista/ desde las fortalezas./ Y en el Khan el Jalili/ sentarse en un café a matar la tarde,/ donde fuman narguile/ los personajes de Naguib Mahfuz.»
La sombra de los grandes autores también la acompaña en Tánger, de tal modo que, además del viaje, Verónica lleva en su memoria esas lecturas esenciales que la ayudan a calibrar con más hondura las escenas en las que fija su mirada: «Existen los navíos/ porque existe tu rostro, te diría/ con palabras de Andrade, en la baranda/ del ferry, en plena hora.»
Estas postales de ciudades vividas nos trasmiten escenas de la vida cotidiana, a veces con olor a miseria, pero tampoco se escapan de cierta nostalgia familiar que se centra sobre todo en Cuba, donde el bisabuelo castellano anduvo de soldado y la nieta lo recuerda a través de viejas fotografías que han dejado huella en su memoria.
En definitiva, estamos ante una jovencísima poeta, inquieta y cultivada, que se conmueve y nos conmueve al acercarnos las emociones que sus viajes por ciudades de medio mundo, una poeta cuya mirada profunda y solidaria se aleja por completo de las sensaciones felices que nos trasmiten las agencias de viajes.
El lector, encerrado con este libro, siente el vértigo del vacío cuando llega al final, al último poema, “Fragmento de postales” y lee, con nostalgia ya de la propia lectura que concluye y con los ecos de Cavafis que acude a cerrar el círculo: «Ciudades-languidez de hombres enjutos/ fumando pipas de ámbar o ciudades/ con heridos de bala/ y huelga general. Lechos de juncos/ donde yacen, exhaustos, los amantes./ Ésta es tu poética, viajero./ No dudes en los cruces de caminos./ Demora tu regreso varios años.»
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