Trad. Carlos Fortea. Alianza, Madrid, 2010. 198 pp. 17,50 €
Juan Pablo Heras
El incierto rumbo de su exilio lleva a Bertolt Brecht a refugiarse en Finlandia en 1940. Allí, surge un proyecto de colaboración con la escritora Hella Wuolijoki, que propone a Brecht diversos textos susceptibles de transformarse en proyectos escénicos. Es éste el origen de la conocida obra El señor Puntila y su criado Matti, por ejemplo. En un momento dado, Wuolijoki le entrega a Brecht un volumen que contiene tres obras del dramaturgo contemporáneo japonés Yamamoto Yuzo traducidas al inglés. La que despierta la atención de Brecht es Tragedia de una mujer. La historia de la extranjera Okichi, que dramatiza la vida de una heroína popular a medio camino entre la historia y la leyenda. Brecht asiste fascinado a las tortuosas vicisitudes de una geisha que, tras detener los ímpetus bélicos de uno de los primeros cónsules de Estados Unidos en Japón a mediados del siglo XIX, y salvar así a su pueblo de una invasión, es repudiada en vida como “puta de los americanos” y honrada a su muerte en canciones y relatos: existe hoy, todavía, un templo en su honor en Shimoda, y no dejan de escribirse novelas al gusto actual que la retratan, como El pabellón de las lágrimas, de Rei Kimura.
Esta singular peripecia hace las delicias de Brecht, que ve en Okichi una nueva Judith lo suficientemente exótica como para hacer evidentes las (in)evitables contradicciones que caracterizan al modo en que los pueblos y los estados olvidan a sus héroes nacionales para homenajear después a imágenes deformadas. Brecht reescribe la pieza de Yamamoto Yuzo, resumiendo al máximo el acto heroico de Okichi y amplificando las difíciles circunstancias de su vida posterior, sencillamente porque siempre se había preguntado qué fue de Judith después de matar a Holofernes. Brecht añade además una escena memorable hacia el final y, sobre todo, una serie de interpolaciones en las que un grupo de personajes, japoneses y anglosajones, que representan tanto al público como a los productores de la obra, apostillan una serie de interpretaciones de carácter político (en el sentido más amplio de la palabra) que contrarrestan la irresistible tendencia de Yamamoto hacia el melodrama. Se trata, evidentemente, del famoso “efecto V” propugnado por Brecht, de un ejercicio de distanciamiento en la más pura esencia de su “teatro épico”. Es decir, un “efecto V” tan preciso, tan de libro, que termina por resultar un tanto tosco. Pero eso también tiene una explicación.
Si La Judith de Shimoda ha permanecido inédita hasta 2006 (en español, hasta 2010) es, en primer lugar, porque durante mucho tiempo ha sido considerada como un proyecto inacabado, como unos apuntes de trabajo de un texto que Brecht nunca terminó. Y eso era rigurosamente cierto en lo que se refiere a la versión en alemán. Hasta que el crítico Hans Peter Neureuter descubrió, en un inédito manuscrito de Hella Wuolijoki, una traducción al finés de una versión más acabada. Es difícil saber dónde acaba el trabajo de Brecht y dónde empieza el de Wuolijoki, y es a esas endiabladas cuestiones ecdóticas a lo que se dedica el valioso posfacio de Neureuter que también se incluye en la edición de Alianza. Los argumentos a favor de que estamos ante una auténtica obra de Brecht son convincentes, aunque pesa la evidencia de que buena parte del texto que se nos presenta es —agárrense, que vienen curvas— la traducción al español de la traducción al alemán de la traducción al finés de la traducción al alemán de la traducción al inglés de un original japonés. Y es de suponer que algo habremos perdido (o ganado) por el camino.
Además de estas primicias eruditas para estudiosos y otros fans del interminable Bertolt Brecht, La Judith de Shimoda nos introduce sobre todo a un personaje interesantísimo, uno de aquellos que son pura golosina para actrices ambiciosas: Okichi, una mujer que rechaza avanti la lettre las injusticias asociadas a su condición femenina y que, a su pesar, sufre las consecuencias de ser a la vez héroe y maldita, como un mendigo pisoteado que observara perplejo su propia estatua en un panteón de hombres ilustres.
Juan Pablo Heras
El incierto rumbo de su exilio lleva a Bertolt Brecht a refugiarse en Finlandia en 1940. Allí, surge un proyecto de colaboración con la escritora Hella Wuolijoki, que propone a Brecht diversos textos susceptibles de transformarse en proyectos escénicos. Es éste el origen de la conocida obra El señor Puntila y su criado Matti, por ejemplo. En un momento dado, Wuolijoki le entrega a Brecht un volumen que contiene tres obras del dramaturgo contemporáneo japonés Yamamoto Yuzo traducidas al inglés. La que despierta la atención de Brecht es Tragedia de una mujer. La historia de la extranjera Okichi, que dramatiza la vida de una heroína popular a medio camino entre la historia y la leyenda. Brecht asiste fascinado a las tortuosas vicisitudes de una geisha que, tras detener los ímpetus bélicos de uno de los primeros cónsules de Estados Unidos en Japón a mediados del siglo XIX, y salvar así a su pueblo de una invasión, es repudiada en vida como “puta de los americanos” y honrada a su muerte en canciones y relatos: existe hoy, todavía, un templo en su honor en Shimoda, y no dejan de escribirse novelas al gusto actual que la retratan, como El pabellón de las lágrimas, de Rei Kimura.
Esta singular peripecia hace las delicias de Brecht, que ve en Okichi una nueva Judith lo suficientemente exótica como para hacer evidentes las (in)evitables contradicciones que caracterizan al modo en que los pueblos y los estados olvidan a sus héroes nacionales para homenajear después a imágenes deformadas. Brecht reescribe la pieza de Yamamoto Yuzo, resumiendo al máximo el acto heroico de Okichi y amplificando las difíciles circunstancias de su vida posterior, sencillamente porque siempre se había preguntado qué fue de Judith después de matar a Holofernes. Brecht añade además una escena memorable hacia el final y, sobre todo, una serie de interpolaciones en las que un grupo de personajes, japoneses y anglosajones, que representan tanto al público como a los productores de la obra, apostillan una serie de interpretaciones de carácter político (en el sentido más amplio de la palabra) que contrarrestan la irresistible tendencia de Yamamoto hacia el melodrama. Se trata, evidentemente, del famoso “efecto V” propugnado por Brecht, de un ejercicio de distanciamiento en la más pura esencia de su “teatro épico”. Es decir, un “efecto V” tan preciso, tan de libro, que termina por resultar un tanto tosco. Pero eso también tiene una explicación.
Si La Judith de Shimoda ha permanecido inédita hasta 2006 (en español, hasta 2010) es, en primer lugar, porque durante mucho tiempo ha sido considerada como un proyecto inacabado, como unos apuntes de trabajo de un texto que Brecht nunca terminó. Y eso era rigurosamente cierto en lo que se refiere a la versión en alemán. Hasta que el crítico Hans Peter Neureuter descubrió, en un inédito manuscrito de Hella Wuolijoki, una traducción al finés de una versión más acabada. Es difícil saber dónde acaba el trabajo de Brecht y dónde empieza el de Wuolijoki, y es a esas endiabladas cuestiones ecdóticas a lo que se dedica el valioso posfacio de Neureuter que también se incluye en la edición de Alianza. Los argumentos a favor de que estamos ante una auténtica obra de Brecht son convincentes, aunque pesa la evidencia de que buena parte del texto que se nos presenta es —agárrense, que vienen curvas— la traducción al español de la traducción al alemán de la traducción al finés de la traducción al alemán de la traducción al inglés de un original japonés. Y es de suponer que algo habremos perdido (o ganado) por el camino.
Además de estas primicias eruditas para estudiosos y otros fans del interminable Bertolt Brecht, La Judith de Shimoda nos introduce sobre todo a un personaje interesantísimo, uno de aquellos que son pura golosina para actrices ambiciosas: Okichi, una mujer que rechaza avanti la lettre las injusticias asociadas a su condición femenina y que, a su pesar, sufre las consecuencias de ser a la vez héroe y maldita, como un mendigo pisoteado que observara perplejo su propia estatua en un panteón de hombres ilustres.
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