XXV Premio de Poesía. Hiperión, Madrid, 2010. 80 pp. 9 €
Ignacio Sanz
La poesía mística no es sólo aquella que busca el encuentro con la divinidad. Eso sería lógico en San Juan de la Cruz o en Santa Teresa, sin embargo en nuestros días creo que podríamos llamar poesía mística a la que sale al encuentro de la naturaleza para ahondar en uno mismo. Y eso es lo que hace David Hernández Sevillano, un poeta que persigue con ahínco el silencio, que sigue el rastro de esos pocos poetas que buscaron con denuedo la voz interior huyendo del ruido que aturde al mundo.
El título de su libro es inequívocamente solidario. A David Hernández Sevillano le interesa la vida y especialmente la naturaleza y la gente que vive acompasada a su latido. Y todo ello sin impostura, con naturalidad.
Nació en Segovia hace 33 años, pero Segovia, aunque pequeña, no deja de ser una ciudad. Y como toda ciudad produce ciertos agobios. Por ello, tras abandonar su trabajo como profesor, se procuró otra ocupación como gerente y limpiador, todo a la vez, de una casa rural que él y su mujer levantaron piedra a piedra y cabrio a cabrio con sus propias manos y las de en un pueblo, Vegafría, que cuenta con 20 habitantes en medio de los páramos de la alta meseta. Y ahí sigue, al frente de la hermosa casona rural y afilando la pluma, si no de espaldas al mundo, al menos observándolo desde una moderada distancia puesto que de algo hay que vivir y cultivando a partes iguales la casa rural y la poesía.
Hace tres o cuatro años recibió un premio en un pueblo de los Pirineos que, además del estímulo, consideró fundamental porque conformaban el jurado Carlos Marzal y Vicente Gallego, dos poetas a los que admira. El año pasado le dieron el Miguel Hernández”en Orihuela, su pueblo y el mío. Y este año, como coronación de un ciclo ascendente que ha centrado su nombre en el mapa de la poesía, le han concedido el premio Hiperión con El peso que nos une. «Y solamente escucho las preguntas/ del niño que me habita», nos dice Hernández Sevillano en el poema que abre el libro. Y, en efecto, el poeta se interroga desde la inocencia primordial. Y se sorprende y evoca a los seres queridos y se conmueve, mejor, nos conmueve, por compartir sus recuerdos frente a los cachivaches desplomados del desván o frente a la estación de ferrocarril abandonada. Y se pregunta por la vida que late en los lugares arrasados por el olvido. Y utiliza palabras que le han prestado los viejos, sus vecinos, para dar sentido preciso al mundo que le rodea. A ratos el poeta se muestra cauto: «Con cada dolor nuevo algo se aprende» Y observador: «Silva el agua lejana de la acequia./ En su lecho de musgo el pueblo duerme».
Uno se imagina al poeta en esos días en los que el frío es un cuchillo, la casona, entre semana, sin clientes, paseando por los caminos solitarios que rodean el pueblo, entre las tierras blanquecinas por la capa de escarcha en las que ya verdean los primeros brotes de los cereales, con el oído atento al canto de los pájaros, a la grieta insinuada del arroyo, a los tres chopos solitarios, al atardecer mágico que pinta de brochazos cambiantes el crepúsculo impresionista. Y piensa que de ahí, de esos paseos, saca materia para sus versos, pero también de las horas que pasa al lado de la chimenea junto a poetas tutelares como Claudio Rodríguez, Francisco Brines o Gil de Biedma que suspiraba por una vejez muy parecida en una casa junto al mar.
«¿A quién le pertenece/ el álamo, la tierra, las heridas/ que con sus alas en el aire dejan/ como cuchillos negros los vencejos?»
Como dejó escrito Juan Carlos Mestre: «Las estrellas son para quién las trabaja». David Hernández Sevillano es un trabajador que cultiva las estrellas desde la autenticidad solitaria de los verdaderos poetas. Y ahí están los resultados.
«Con la últimas luces de la tarde/ arden la tarabillas en los chopos».
Los catadores de poesía no deben perderse esta nueva voz cuyos ecos nos iluminan.
Ignacio Sanz
La poesía mística no es sólo aquella que busca el encuentro con la divinidad. Eso sería lógico en San Juan de la Cruz o en Santa Teresa, sin embargo en nuestros días creo que podríamos llamar poesía mística a la que sale al encuentro de la naturaleza para ahondar en uno mismo. Y eso es lo que hace David Hernández Sevillano, un poeta que persigue con ahínco el silencio, que sigue el rastro de esos pocos poetas que buscaron con denuedo la voz interior huyendo del ruido que aturde al mundo.
El título de su libro es inequívocamente solidario. A David Hernández Sevillano le interesa la vida y especialmente la naturaleza y la gente que vive acompasada a su latido. Y todo ello sin impostura, con naturalidad.
Nació en Segovia hace 33 años, pero Segovia, aunque pequeña, no deja de ser una ciudad. Y como toda ciudad produce ciertos agobios. Por ello, tras abandonar su trabajo como profesor, se procuró otra ocupación como gerente y limpiador, todo a la vez, de una casa rural que él y su mujer levantaron piedra a piedra y cabrio a cabrio con sus propias manos y las de en un pueblo, Vegafría, que cuenta con 20 habitantes en medio de los páramos de la alta meseta. Y ahí sigue, al frente de la hermosa casona rural y afilando la pluma, si no de espaldas al mundo, al menos observándolo desde una moderada distancia puesto que de algo hay que vivir y cultivando a partes iguales la casa rural y la poesía.
Hace tres o cuatro años recibió un premio en un pueblo de los Pirineos que, además del estímulo, consideró fundamental porque conformaban el jurado Carlos Marzal y Vicente Gallego, dos poetas a los que admira. El año pasado le dieron el Miguel Hernández”en Orihuela, su pueblo y el mío. Y este año, como coronación de un ciclo ascendente que ha centrado su nombre en el mapa de la poesía, le han concedido el premio Hiperión con El peso que nos une. «Y solamente escucho las preguntas/ del niño que me habita», nos dice Hernández Sevillano en el poema que abre el libro. Y, en efecto, el poeta se interroga desde la inocencia primordial. Y se sorprende y evoca a los seres queridos y se conmueve, mejor, nos conmueve, por compartir sus recuerdos frente a los cachivaches desplomados del desván o frente a la estación de ferrocarril abandonada. Y se pregunta por la vida que late en los lugares arrasados por el olvido. Y utiliza palabras que le han prestado los viejos, sus vecinos, para dar sentido preciso al mundo que le rodea. A ratos el poeta se muestra cauto: «Con cada dolor nuevo algo se aprende» Y observador: «Silva el agua lejana de la acequia./ En su lecho de musgo el pueblo duerme».
Uno se imagina al poeta en esos días en los que el frío es un cuchillo, la casona, entre semana, sin clientes, paseando por los caminos solitarios que rodean el pueblo, entre las tierras blanquecinas por la capa de escarcha en las que ya verdean los primeros brotes de los cereales, con el oído atento al canto de los pájaros, a la grieta insinuada del arroyo, a los tres chopos solitarios, al atardecer mágico que pinta de brochazos cambiantes el crepúsculo impresionista. Y piensa que de ahí, de esos paseos, saca materia para sus versos, pero también de las horas que pasa al lado de la chimenea junto a poetas tutelares como Claudio Rodríguez, Francisco Brines o Gil de Biedma que suspiraba por una vejez muy parecida en una casa junto al mar.
«¿A quién le pertenece/ el álamo, la tierra, las heridas/ que con sus alas en el aire dejan/ como cuchillos negros los vencejos?»
Como dejó escrito Juan Carlos Mestre: «Las estrellas son para quién las trabaja». David Hernández Sevillano es un trabajador que cultiva las estrellas desde la autenticidad solitaria de los verdaderos poetas. Y ahí están los resultados.
«Con la últimas luces de la tarde/ arden la tarabillas en los chopos».
Los catadores de poesía no deben perderse esta nueva voz cuyos ecos nos iluminan.
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