Editorial Anagrama, Barcelona, 2010. 304 pp. 19 €
Recaredo Veredas
Afirmar el dominio de las artes narrativas de Ricardo Piglia puede parecer trivial, casi tautológico. Sin embargo vivimos tiempos marcados por la exageración y el ditirambo, en los que cualquier narración solvente consigue el rango de la maestría. En consecuencia parece necesario reiterar lo obvio. Que, pese a su veteranía, Piglia es un maestro en pleno uso de sus facultades, no un consagrado agonizante cuya reputación sobrevive gracias a los éxitos del pasado. Esto no es óbice para reconocer en él a un dinosaurio, a un autor anacrónico, propio de tiempos más épicos. No en vano convierte a la Pampa en un reflejo —autónomo, no dependiente— de la Yoknapatawpha faulkneriana: un espacio inmenso y claustrofóbico al mismo tiempo, en el que conviven traiciones y fulgores dignos de los Snopes o los Compson. La cercanía del maestro del gótico sureño no solo se percibe en la altivez de sus señores feudales y la perversión de sus incestuosas damas, también en el uso de unas cursivas perseverantes que narran lo más oscuro que transcurre en las conciencias de los protagonistas. Blanco nocturno, por lo tanto, es una reivindicación de la pureza literaria, definida por un lenguaje fuerte, que no esconde su elaboración, emplazado en el límite justo de la soberbia. Una frontera que, afortunadamente, no termina de cruzar. No ocurre porque las palabras quedan al servicio de una certeza: «No hay que tratar de explicar lo que pasó. Solo hay que hacerlo comprensible». Una pelea, casi siempre culminada con el fracaso, que todo escritor debe intentar.
Su narrador actúa con esa libertad que solo pueden permitirse autores muy curtidos, una autonomía que en otros degeneraría en el ridículo y que le permite combinar la omnisciencia y la subjetividad, trazar con firmeza las fronteras de su mundo y el libre albedrío de sus pobladores: «Todo el pueblo colaboraba en ajustar y mejorar las versiones. Habían cambiado los motivos y los puntos de vista, pero no el personaje; tampoco habían cambiado los acontecimientos, sólo el modo de mirarlos. No había hechos nuevos, solo otras interpretaciones». Cuando así lo quiere desciende a pie de tierra y recoge los rumores del pueblo, la debilidad de cualquier hipótesis y, cuando lo desea, se eleva y narra guerras lejanas o conflictos científicos.
Como parece obvio, Blanco nocturno no es solo la historia de un crimen. Lentamente el género negro deriva en la narración del declive de una saga, tan desdichada como los Buddenbrook, y, acto seguido, en una apología de la locura propia de la mejor narrativa argentina. La cercanía de la demencia no quiebra el rigor de un laberinto construido en torno a la estirpe de los Belladona, de apellido venenoso, cuya lucidez y pulsión destructiva conduce a la perdición de ellos mismos y de quienes les rodean. A la postre, la resolución del enigma no posee mayor importancia que el cierre de un McGuffin porque, aunque la intriga no decaiga, la intención es otra. Una pretensión anticipada por el carácter místico —podría ser un koan— del título, cuya extraña síntesis define la luz que irradia la novela, la irremediable contradicción que implica cualquier relación humana.
Recaredo Veredas
Afirmar el dominio de las artes narrativas de Ricardo Piglia puede parecer trivial, casi tautológico. Sin embargo vivimos tiempos marcados por la exageración y el ditirambo, en los que cualquier narración solvente consigue el rango de la maestría. En consecuencia parece necesario reiterar lo obvio. Que, pese a su veteranía, Piglia es un maestro en pleno uso de sus facultades, no un consagrado agonizante cuya reputación sobrevive gracias a los éxitos del pasado. Esto no es óbice para reconocer en él a un dinosaurio, a un autor anacrónico, propio de tiempos más épicos. No en vano convierte a la Pampa en un reflejo —autónomo, no dependiente— de la Yoknapatawpha faulkneriana: un espacio inmenso y claustrofóbico al mismo tiempo, en el que conviven traiciones y fulgores dignos de los Snopes o los Compson. La cercanía del maestro del gótico sureño no solo se percibe en la altivez de sus señores feudales y la perversión de sus incestuosas damas, también en el uso de unas cursivas perseverantes que narran lo más oscuro que transcurre en las conciencias de los protagonistas. Blanco nocturno, por lo tanto, es una reivindicación de la pureza literaria, definida por un lenguaje fuerte, que no esconde su elaboración, emplazado en el límite justo de la soberbia. Una frontera que, afortunadamente, no termina de cruzar. No ocurre porque las palabras quedan al servicio de una certeza: «No hay que tratar de explicar lo que pasó. Solo hay que hacerlo comprensible». Una pelea, casi siempre culminada con el fracaso, que todo escritor debe intentar.
Su narrador actúa con esa libertad que solo pueden permitirse autores muy curtidos, una autonomía que en otros degeneraría en el ridículo y que le permite combinar la omnisciencia y la subjetividad, trazar con firmeza las fronteras de su mundo y el libre albedrío de sus pobladores: «Todo el pueblo colaboraba en ajustar y mejorar las versiones. Habían cambiado los motivos y los puntos de vista, pero no el personaje; tampoco habían cambiado los acontecimientos, sólo el modo de mirarlos. No había hechos nuevos, solo otras interpretaciones». Cuando así lo quiere desciende a pie de tierra y recoge los rumores del pueblo, la debilidad de cualquier hipótesis y, cuando lo desea, se eleva y narra guerras lejanas o conflictos científicos.
Como parece obvio, Blanco nocturno no es solo la historia de un crimen. Lentamente el género negro deriva en la narración del declive de una saga, tan desdichada como los Buddenbrook, y, acto seguido, en una apología de la locura propia de la mejor narrativa argentina. La cercanía de la demencia no quiebra el rigor de un laberinto construido en torno a la estirpe de los Belladona, de apellido venenoso, cuya lucidez y pulsión destructiva conduce a la perdición de ellos mismos y de quienes les rodean. A la postre, la resolución del enigma no posee mayor importancia que el cierre de un McGuffin porque, aunque la intriga no decaiga, la intención es otra. Una pretensión anticipada por el carácter místico —podría ser un koan— del título, cuya extraña síntesis define la luz que irradia la novela, la irremediable contradicción que implica cualquier relación humana.
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