Trad. Andrés Rubio. Trotta, Madrid, 2010. 483 pp. 35 €
Ángeles Escudero
En la idea que titula esta reseña sobre el volumen de correspondencia que nos ocupa, reside quizás la máxima originalidad y al mismo tiempo la tesis más revolucionaria de Friedrich Nietzsche. El azar como parte indisoluble de la vida, la casualidad frente a la causalidad, demasiado atrevimiento para las mentes acostumbradas a la seguridad del orden y a la certeza de una finalidad que rige, y decide en ocasiones, sobre nuestro destino.
Al asumir el eterno retorno tocaba los cimientos mismos de una cultura, la occidental, que necesita tener un horizonte al que tender, un fin que dé sentido a la existencia de un ser, el humano que, a fuerza de complicarlo todo, ha olvidado que quizás la explicación de la vida sea más sencilla de lo que nos empeñamos en suponer, aunque no por ello más fácil de asimilar. No sólo niega que la historia sea lineal, considerándola cíclica, sino que lo más valiente es cómo nos despoja de subterfugios de redención, cómo deshace ante nuestra perpleja mirada los espejismos que nos parecen reales, y nos deja a solas con lo que somos, seres humanos, sea eso mucho o poco. Como diría Sartre, «No somos libres de dejar de ser libres. No todo el mundo puede comprender y aceptar esta certeza existencial de un carácter tan radical».
Si hacemos una analogía con Darwin, caeremos en la cuenta de que lo que más irritó a la comunidad científica de la época que le tocó vivir a este naturalista inglés, no fue que determinase que tenemos un origen común con otros seres vivos, sino que eliminase de la creación la idea de un finalismo teleológico al postular su teoría de la selección natural.
Es en este sentido de no seguir esta línea en la que todo tiene un objetivo preestablecido, una explicación que adquiere su auténtico significado dentro de un orden superior o global, en el que se puede señalar que más que su crítica furibunda a la sociedad cristiano burguesa, más que la crítica a una moral que él bautizó como moral de siervos, más que sus ataques a la metafísica inmovilista, más que su transmutación de los valores; lo que realmente provocó la repulsa de su pensamiento, fue esta consideración del destino, de lo inesperado e impredecible como parte de la vida. En definitiva, una negación de la necesidad, o más exactamente, como una falta de orden, de estructura, de forma, e incluso de razón. En palabras de Zaratrusta, profeta del eterno retorno, «un poco de sabiduría es posible; pero yo he encontrado en las cosas esta certeza feliz: prefieren bailar sobre los pies del azar».
La cuidada edición que nos ocupa, está traducida por Andrés Rubio, autor también de las notas y de la introducción, nos acercará a las ideas y a la figura de Nietszche de una forma muy particular. Estas cartas captan en forma de daguerrotipo, en blanco y negro o en sepia, el interior de nuestro filósofo, sus sentimientos y aflicciones, sus deseos más íntimos, su alegría efímera y su pesar constante, fruto de sus circunstancias particulares de falta de salud.
Las cartas que componen este tercer volumen pertenecen al período que va desde enero de 1875, a diciembre de 1879. Para él es una época marcada por cambios de todo tipo: estado de salud, amistades, costumbres, estatus y lugar de residencia. Se convierte en una especie de nómada, porque si bien el período en el que se enmarca este volumen se concentra en Basilea, lugar donde residió la mayor parte del tiempo ejerciendo como profesor de filología clásica en su universidad. Con motivo de las vacaciones o de las frecuentes bajas por enfermedad, o a causa de los tratamientos que recibió en diferentes lugares, aparecen en las cartas referencias a localidades de Suiza, Alemania e Italia. Como por ejemplo: Baden-Baden, Basilea, Berna, Génova, Ginebra, Leipzig, Lucerna, Lugano, Sorrento, Zúrich, etc. Estas circunstancias terminarán por influir en su pensamiento que evolucionará hacia otros territorios inexplorados hasta ese momento.
Lo más significativo va a ser la constatación de la muerte del filólogo (acudiendo a la misma terminología que él utiliza al anunciar “la muerte de dios”) y el nacimiento del Nietzsche filósofo. Pasará, entonces, del concepto a la metáfora y al aforismo, dejando un tanto al margen el estudio del origen de las palabras, la genealogía de los términos, y asumiendo problemas de tipo más universal. Aún así, su amplia formación lingüística y filológica influye, en general, en su forma de abordar las cuestiones, y es poco probable que se abstrajese de sus orígenes de forma absoluta.
Entre la nutrida correspondencia podemos encontrar las cartas a Paul Ree, al que se puede considerar, en palabras del prologuista, como su primera amistad filosófica. Los Wagner, Richard y su mujer Cosima, con los que también establece relación epistolar, no ocultaron su aversión, teñida de racismo para muchos, por la amistad nacida entre Nietzsche y este filósofo de origen judío. Las cartas manifiestan una admiración recíproca que se romperá de forma abrupta por una cuestión personal que no fue otra que la pugna entre ambos por el amor de Lou Andreas Salomé (¿humano, demasiado humano?).
Este volumen de correspondencia parece venir a echar por tierra uno de los prejuicios más extendidos sobre Friedrich. Me refiero a las acusaciones de misoginia de que es objeto. Aunque, en este sentido, he de decir que, para algunos esto viene determinado por la influencia perniciosa de la figura de su hermana Elisabeth (según muchos culpable del mayor embuste político del que fue objeto), así como el desengaño, antes referido, por Lou Von Salomé, mujer inteligente y autosuficiente, de la que permaneció enamorado a pesar de su posterior (este episodio vital es posterior a la época que nos ocupa en este volumen, ya que la conocerá en Roma). Pero, en muchas de las cartas encontramos atisbos de cariño y consideración hacia el género femenino en general y hacia su hermana, madre y amigas, en particular. Por ejemplo, comenta a su amigo Erwin Rohde que su hermana le lee libros cuando él, por sus frecuentes problemas de salud no puede aplicar la vista.
«En las horas de descanso para los ojos, mi hermana me lee casi siempre a Walter Scott, al que gustosamente llamamos, junto con Schopenhauer, “el inmortal»
La explicación a esa aparente contradicción puede residir, quizás, en que algunos de los conflictos a los que se aluden frecuentemente viesen la luz con posterioridad porque parece evidente que hay bastantes sombras en esta relación familiar. De hecho, Simon Critcheley señala en su obra El libro de los filósofos muertos, que gran culpa de las tergiversaciones sobre la figura de Nietzsche, haciéndolo parecer como paradigma y baluarte de un pensamiento totalitarista, así como de las especulaciones sobre la locura el filósofo, serían alimentados por su hermana Elisabeth. Critcheley señala como relevante su papel en la manipulación y distorsión de la obra de Nietzsche y en la ocultación de su historial médico.
Sobre su estado de salud, así como de las causas que lo provocaron, habría mucho que decir. En este orden de cosas, cabe mencionar que su situación anímica queda patente en las cartas que componen este volumen. De hecho, el propio Nietzsche hace muchas alusiones a su enfermedad: «Ayer me quedé postrado en cama con fuertes dolores de cabeza y tarde y noche atormentado por fuertes vómitos» (A Erwin Rohde en Bayreuth). La causa de todos estos males parece que fueron debidos a una enfermedad degenerativa en el cerebro. Aunque los médicos a los que frecuentemente acudía, determinaron en ocasiones otro origen. Él mismo en una carta a su madre y hermana les habla de cómo el doctor Wiel le diagnostica un catarro estomacal crónico con dilatación de estómago. Pero hay muchas más versiones. Su hermana Elisabeth insistió en que la locura en la que terminará por caer Nietzsche, era debido al agotamiento mental derivado de un exceso de trabajo intelectual. Nunca aceptó que el hundimiento de su hermano fuese consecuencia de la infección sifilítica que había contraído, cuando era estudiante, en un burdel de Colonia en 1865 y por la que recibió tratamiento en Leipzig en 1867. Por cierto que Critcheley en el libro antes citado, cuenta la peculiar versión de el en un tiempo amigo y admirado compositor, Wagner. Mantenía la peculiar tesis de que la enfermedad del filósofo tenía como causa un exceso de masturbación, y no conforme con esto comunicó al medico de Nietzsche su diagnóstico.
Con posterioridad a los médicos referidos en este volumen, el filósofo es entregado a los cuidados de Otto Biswansger. Extraordinariamente diligente, este médico estudiará la obra de Nietzsche para poder entender mejor a su paciente. Con una dosis de diplomacia importante, le diagnosticará una parálisis progresiva, según, Critcheley ocultando aspectos bastante más escabrosos. Explica este autor la posibilidad de que Friedrich fuese coprófago, esto es, propenso a comerse sus propias heces y a beberse su orina. Quizás por todo esto, su hermana Elisabeth encargase robar el historial médico de su hermano. El contenido del mismo sólo llegó a conocerse tras la muerte de ésta en 1935. La circunstancia de que el propio Hitler acudiese a su funeral, puede servirnos como dato biográfico para comprender sus ideas y obsesiones antisemitas. En este sentido recordar que ella y su marido intentaron fundar una colonia de arios en Paraguay llamada Nueva Germania. El marido de Elisabeth se suicidó y la colonia se hundió económicamente.
Un aspecto peculiar que llama la atención en estas cartas, es la narración de algunos episodios muy cotidianos e, incluso en ocasiones, escatológicos. Por ejemplo: «¿Cómo van las cosas del amor?» Le pregunta a su amigo Carl von Gersdorff. Estando en un balneario escribe a su familia narrando de esta forma su rutina diaria: «Cada mañana una lavativa autoadministrada (perdón por empezar con ello, ¡pero con este placer comienza ahora el día! Contenido agua fría)» además de intimidad, se deja entrever un sutil sentido del humor.
Otro aspecto muy importante de su trayectoria filosófica y vital que queda reflejado en su correspondencia, serían las decepciones sufridas con Wagner y Schopenhauer, y esto tanto en el plano intelectual como en el personal. Con el primero compartirá la admiración por el segundo (aunque Nietzsche sufriese una fuerte desilusión con él que le llevó a repudiarlo, pese a las coincidencias filosóficas como que ambos reconocieran el carácter trágico y cruel de la vida) y, por supuesto el amor por la música. De Wagner, compositor y escritor sobre temas musicales, admiraba la revolución musical y cultural que representó su obra, según Andrés Rubio como el soporte erudito-filológico que le faltaba. No sólo fueron amigos, sino que la influencia que ejercieron el uno sobre el otro fue muy importante. Después se producirá el alejamiento por el nuevo desengaño que sufre tras el estreno de Parsifal. Tanto Schopenhauer como Wagner fueron desmitificados por él que, tal y como cuestionó las verdades que hasta entonces tenía por auténticos axiomas en El ocaso de los ídolos, los hizo caer de su pedestal como estatuas de piedra. Pero algún rescoldo debió quedar, en lo emocional al menos, con los consideró sus educadores, ya que al anuncio de la muerte del compositor, reaccionó con una fuerte recaída de su enfermedad. Andrés Rubio señala que escribió una carta de condolencia para Cosima Wagner, a la que nunca dejó de adorar, que no se conserva.
Igual que la fotografía es capaz de captar un instante inmortalizando el tiempo, de otra forma imposible de aprehender, estas cartas nos ayudarán a entender un poco esta personalidad imposible, como algunos le definieron, nos acercarán a este filósofo incomprendido y adelantado a su época, como él mismo, con una intuición prodigiosa supo ver.
Ángeles Escudero
En la idea que titula esta reseña sobre el volumen de correspondencia que nos ocupa, reside quizás la máxima originalidad y al mismo tiempo la tesis más revolucionaria de Friedrich Nietzsche. El azar como parte indisoluble de la vida, la casualidad frente a la causalidad, demasiado atrevimiento para las mentes acostumbradas a la seguridad del orden y a la certeza de una finalidad que rige, y decide en ocasiones, sobre nuestro destino.
Al asumir el eterno retorno tocaba los cimientos mismos de una cultura, la occidental, que necesita tener un horizonte al que tender, un fin que dé sentido a la existencia de un ser, el humano que, a fuerza de complicarlo todo, ha olvidado que quizás la explicación de la vida sea más sencilla de lo que nos empeñamos en suponer, aunque no por ello más fácil de asimilar. No sólo niega que la historia sea lineal, considerándola cíclica, sino que lo más valiente es cómo nos despoja de subterfugios de redención, cómo deshace ante nuestra perpleja mirada los espejismos que nos parecen reales, y nos deja a solas con lo que somos, seres humanos, sea eso mucho o poco. Como diría Sartre, «No somos libres de dejar de ser libres. No todo el mundo puede comprender y aceptar esta certeza existencial de un carácter tan radical».
Si hacemos una analogía con Darwin, caeremos en la cuenta de que lo que más irritó a la comunidad científica de la época que le tocó vivir a este naturalista inglés, no fue que determinase que tenemos un origen común con otros seres vivos, sino que eliminase de la creación la idea de un finalismo teleológico al postular su teoría de la selección natural.
Es en este sentido de no seguir esta línea en la que todo tiene un objetivo preestablecido, una explicación que adquiere su auténtico significado dentro de un orden superior o global, en el que se puede señalar que más que su crítica furibunda a la sociedad cristiano burguesa, más que la crítica a una moral que él bautizó como moral de siervos, más que sus ataques a la metafísica inmovilista, más que su transmutación de los valores; lo que realmente provocó la repulsa de su pensamiento, fue esta consideración del destino, de lo inesperado e impredecible como parte de la vida. En definitiva, una negación de la necesidad, o más exactamente, como una falta de orden, de estructura, de forma, e incluso de razón. En palabras de Zaratrusta, profeta del eterno retorno, «un poco de sabiduría es posible; pero yo he encontrado en las cosas esta certeza feliz: prefieren bailar sobre los pies del azar».
La cuidada edición que nos ocupa, está traducida por Andrés Rubio, autor también de las notas y de la introducción, nos acercará a las ideas y a la figura de Nietszche de una forma muy particular. Estas cartas captan en forma de daguerrotipo, en blanco y negro o en sepia, el interior de nuestro filósofo, sus sentimientos y aflicciones, sus deseos más íntimos, su alegría efímera y su pesar constante, fruto de sus circunstancias particulares de falta de salud.
Las cartas que componen este tercer volumen pertenecen al período que va desde enero de 1875, a diciembre de 1879. Para él es una época marcada por cambios de todo tipo: estado de salud, amistades, costumbres, estatus y lugar de residencia. Se convierte en una especie de nómada, porque si bien el período en el que se enmarca este volumen se concentra en Basilea, lugar donde residió la mayor parte del tiempo ejerciendo como profesor de filología clásica en su universidad. Con motivo de las vacaciones o de las frecuentes bajas por enfermedad, o a causa de los tratamientos que recibió en diferentes lugares, aparecen en las cartas referencias a localidades de Suiza, Alemania e Italia. Como por ejemplo: Baden-Baden, Basilea, Berna, Génova, Ginebra, Leipzig, Lucerna, Lugano, Sorrento, Zúrich, etc. Estas circunstancias terminarán por influir en su pensamiento que evolucionará hacia otros territorios inexplorados hasta ese momento.
Lo más significativo va a ser la constatación de la muerte del filólogo (acudiendo a la misma terminología que él utiliza al anunciar “la muerte de dios”) y el nacimiento del Nietzsche filósofo. Pasará, entonces, del concepto a la metáfora y al aforismo, dejando un tanto al margen el estudio del origen de las palabras, la genealogía de los términos, y asumiendo problemas de tipo más universal. Aún así, su amplia formación lingüística y filológica influye, en general, en su forma de abordar las cuestiones, y es poco probable que se abstrajese de sus orígenes de forma absoluta.
Entre la nutrida correspondencia podemos encontrar las cartas a Paul Ree, al que se puede considerar, en palabras del prologuista, como su primera amistad filosófica. Los Wagner, Richard y su mujer Cosima, con los que también establece relación epistolar, no ocultaron su aversión, teñida de racismo para muchos, por la amistad nacida entre Nietzsche y este filósofo de origen judío. Las cartas manifiestan una admiración recíproca que se romperá de forma abrupta por una cuestión personal que no fue otra que la pugna entre ambos por el amor de Lou Andreas Salomé (¿humano, demasiado humano?).
Este volumen de correspondencia parece venir a echar por tierra uno de los prejuicios más extendidos sobre Friedrich. Me refiero a las acusaciones de misoginia de que es objeto. Aunque, en este sentido, he de decir que, para algunos esto viene determinado por la influencia perniciosa de la figura de su hermana Elisabeth (según muchos culpable del mayor embuste político del que fue objeto), así como el desengaño, antes referido, por Lou Von Salomé, mujer inteligente y autosuficiente, de la que permaneció enamorado a pesar de su posterior (este episodio vital es posterior a la época que nos ocupa en este volumen, ya que la conocerá en Roma). Pero, en muchas de las cartas encontramos atisbos de cariño y consideración hacia el género femenino en general y hacia su hermana, madre y amigas, en particular. Por ejemplo, comenta a su amigo Erwin Rohde que su hermana le lee libros cuando él, por sus frecuentes problemas de salud no puede aplicar la vista.
«En las horas de descanso para los ojos, mi hermana me lee casi siempre a Walter Scott, al que gustosamente llamamos, junto con Schopenhauer, “el inmortal»
La explicación a esa aparente contradicción puede residir, quizás, en que algunos de los conflictos a los que se aluden frecuentemente viesen la luz con posterioridad porque parece evidente que hay bastantes sombras en esta relación familiar. De hecho, Simon Critcheley señala en su obra El libro de los filósofos muertos, que gran culpa de las tergiversaciones sobre la figura de Nietzsche, haciéndolo parecer como paradigma y baluarte de un pensamiento totalitarista, así como de las especulaciones sobre la locura el filósofo, serían alimentados por su hermana Elisabeth. Critcheley señala como relevante su papel en la manipulación y distorsión de la obra de Nietzsche y en la ocultación de su historial médico.
Sobre su estado de salud, así como de las causas que lo provocaron, habría mucho que decir. En este orden de cosas, cabe mencionar que su situación anímica queda patente en las cartas que componen este volumen. De hecho, el propio Nietzsche hace muchas alusiones a su enfermedad: «Ayer me quedé postrado en cama con fuertes dolores de cabeza y tarde y noche atormentado por fuertes vómitos» (A Erwin Rohde en Bayreuth). La causa de todos estos males parece que fueron debidos a una enfermedad degenerativa en el cerebro. Aunque los médicos a los que frecuentemente acudía, determinaron en ocasiones otro origen. Él mismo en una carta a su madre y hermana les habla de cómo el doctor Wiel le diagnostica un catarro estomacal crónico con dilatación de estómago. Pero hay muchas más versiones. Su hermana Elisabeth insistió en que la locura en la que terminará por caer Nietzsche, era debido al agotamiento mental derivado de un exceso de trabajo intelectual. Nunca aceptó que el hundimiento de su hermano fuese consecuencia de la infección sifilítica que había contraído, cuando era estudiante, en un burdel de Colonia en 1865 y por la que recibió tratamiento en Leipzig en 1867. Por cierto que Critcheley en el libro antes citado, cuenta la peculiar versión de el en un tiempo amigo y admirado compositor, Wagner. Mantenía la peculiar tesis de que la enfermedad del filósofo tenía como causa un exceso de masturbación, y no conforme con esto comunicó al medico de Nietzsche su diagnóstico.
Con posterioridad a los médicos referidos en este volumen, el filósofo es entregado a los cuidados de Otto Biswansger. Extraordinariamente diligente, este médico estudiará la obra de Nietzsche para poder entender mejor a su paciente. Con una dosis de diplomacia importante, le diagnosticará una parálisis progresiva, según, Critcheley ocultando aspectos bastante más escabrosos. Explica este autor la posibilidad de que Friedrich fuese coprófago, esto es, propenso a comerse sus propias heces y a beberse su orina. Quizás por todo esto, su hermana Elisabeth encargase robar el historial médico de su hermano. El contenido del mismo sólo llegó a conocerse tras la muerte de ésta en 1935. La circunstancia de que el propio Hitler acudiese a su funeral, puede servirnos como dato biográfico para comprender sus ideas y obsesiones antisemitas. En este sentido recordar que ella y su marido intentaron fundar una colonia de arios en Paraguay llamada Nueva Germania. El marido de Elisabeth se suicidó y la colonia se hundió económicamente.
Un aspecto peculiar que llama la atención en estas cartas, es la narración de algunos episodios muy cotidianos e, incluso en ocasiones, escatológicos. Por ejemplo: «¿Cómo van las cosas del amor?» Le pregunta a su amigo Carl von Gersdorff. Estando en un balneario escribe a su familia narrando de esta forma su rutina diaria: «Cada mañana una lavativa autoadministrada (perdón por empezar con ello, ¡pero con este placer comienza ahora el día! Contenido agua fría)» además de intimidad, se deja entrever un sutil sentido del humor.
Otro aspecto muy importante de su trayectoria filosófica y vital que queda reflejado en su correspondencia, serían las decepciones sufridas con Wagner y Schopenhauer, y esto tanto en el plano intelectual como en el personal. Con el primero compartirá la admiración por el segundo (aunque Nietzsche sufriese una fuerte desilusión con él que le llevó a repudiarlo, pese a las coincidencias filosóficas como que ambos reconocieran el carácter trágico y cruel de la vida) y, por supuesto el amor por la música. De Wagner, compositor y escritor sobre temas musicales, admiraba la revolución musical y cultural que representó su obra, según Andrés Rubio como el soporte erudito-filológico que le faltaba. No sólo fueron amigos, sino que la influencia que ejercieron el uno sobre el otro fue muy importante. Después se producirá el alejamiento por el nuevo desengaño que sufre tras el estreno de Parsifal. Tanto Schopenhauer como Wagner fueron desmitificados por él que, tal y como cuestionó las verdades que hasta entonces tenía por auténticos axiomas en El ocaso de los ídolos, los hizo caer de su pedestal como estatuas de piedra. Pero algún rescoldo debió quedar, en lo emocional al menos, con los consideró sus educadores, ya que al anuncio de la muerte del compositor, reaccionó con una fuerte recaída de su enfermedad. Andrés Rubio señala que escribió una carta de condolencia para Cosima Wagner, a la que nunca dejó de adorar, que no se conserva.
Igual que la fotografía es capaz de captar un instante inmortalizando el tiempo, de otra forma imposible de aprehender, estas cartas nos ayudarán a entender un poco esta personalidad imposible, como algunos le definieron, nos acercarán a este filósofo incomprendido y adelantado a su época, como él mismo, con una intuición prodigiosa supo ver.
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