Astiberri, Bibao, 2008. 164 pp. 16 €
Sofía Castañón
En tiempos grises, y para qué negar que estos también lo son, es necesario conocer la historia: saber de dónde viene toda esta marea que arrastra muebles viejos, cansancio y horror. Y, si nos acercamos a la historia con una mirada afilada y sin dobleces, quizás podamos llegar a entender algo.
La mirada con la que Alfonso Zapico relata el origen del conflicto en Jerusalem —si entendemos, claro, que ese origen proviene de mediados del siglo XX— es clara, amable, sincera. Y ninguno de estos adjetivos impide que sea además crítica, sin concesiones políticas ni ideológicas.
Yechezkel es violinista, joven, judío y da por olvidados algunos de sus primeros años, que tuvo que pasar encerrado en una habitación, escondido del minucioso y bárbaro registro nazi. Finalizada la guerra, en una Hungría deshecha y hambrienta, decide ir con su madre –que volvió de un campo de concentración alemán enferma y sola- a Jerusalem, donde su tío Yosef regenta una cafetería que hoy nos resultaría utópica. En ella, ingleses, americanos, judíos y musulmanes conviven tranquilos. En el Café Budapest y en toda la ciudad. Las cosas cambian cuando Naciones Unidas hacen oficial el famoso “reparto”. A partir de ahí, la segmentación de dos religiones desconocerá el significado de tregua, y dejará para siempre olvidado el de paz.
Zapico no se lava las manos, las entinta hasta el fondo. Expone la necedad de los siervos del fanatismo, muestra el control de las potencias sobre una tierra y sus habitantes. Habla de civiles, y no de ejércitos. De ideas, y no de ideologías. De amor, y no de religiones.
Dentro de lo afable del relato, por el modo en el que presenta a sus personajes, por la sensación que el lector tiene de pequeña historia dentro de la gran Historia, Zapico no obvia el terror, la barbarie, el espanto. Pero no se recrea ni busca la emoción fácil.
Podríamos hablar de un cuento optimista, en el que sus personajes mantienen tenazmente una visión del mundo envidiable, digna, realmente bondadosa. Pero no hay lugar para el pensamiento ingenuo. La más terrible de las ideas que habitan esta novela gráfica es la de la esperanza de cambio. Algo que aún hoy, transcurridos más de cincuenta años, se presenta muy lejano.
Sofía Castañón
En tiempos grises, y para qué negar que estos también lo son, es necesario conocer la historia: saber de dónde viene toda esta marea que arrastra muebles viejos, cansancio y horror. Y, si nos acercamos a la historia con una mirada afilada y sin dobleces, quizás podamos llegar a entender algo.
La mirada con la que Alfonso Zapico relata el origen del conflicto en Jerusalem —si entendemos, claro, que ese origen proviene de mediados del siglo XX— es clara, amable, sincera. Y ninguno de estos adjetivos impide que sea además crítica, sin concesiones políticas ni ideológicas.
Yechezkel es violinista, joven, judío y da por olvidados algunos de sus primeros años, que tuvo que pasar encerrado en una habitación, escondido del minucioso y bárbaro registro nazi. Finalizada la guerra, en una Hungría deshecha y hambrienta, decide ir con su madre –que volvió de un campo de concentración alemán enferma y sola- a Jerusalem, donde su tío Yosef regenta una cafetería que hoy nos resultaría utópica. En ella, ingleses, americanos, judíos y musulmanes conviven tranquilos. En el Café Budapest y en toda la ciudad. Las cosas cambian cuando Naciones Unidas hacen oficial el famoso “reparto”. A partir de ahí, la segmentación de dos religiones desconocerá el significado de tregua, y dejará para siempre olvidado el de paz.
Zapico no se lava las manos, las entinta hasta el fondo. Expone la necedad de los siervos del fanatismo, muestra el control de las potencias sobre una tierra y sus habitantes. Habla de civiles, y no de ejércitos. De ideas, y no de ideologías. De amor, y no de religiones.
Dentro de lo afable del relato, por el modo en el que presenta a sus personajes, por la sensación que el lector tiene de pequeña historia dentro de la gran Historia, Zapico no obvia el terror, la barbarie, el espanto. Pero no se recrea ni busca la emoción fácil.
Podríamos hablar de un cuento optimista, en el que sus personajes mantienen tenazmente una visión del mundo envidiable, digna, realmente bondadosa. Pero no hay lugar para el pensamiento ingenuo. La más terrible de las ideas que habitan esta novela gráfica es la de la esperanza de cambio. Algo que aún hoy, transcurridos más de cincuenta años, se presenta muy lejano.
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