Juan Gómez Espinosa
Simplemente: Vázquez Montalbán fue de lo mejor de su época. Y punto. Esto tal vez diga mucho de él. De su época… bastante poco dice su época de sí misma. Un poco más adelante, y también simplemente: Vázquez Montalbán fue un gran poeta, lo consiguió. Y punto. Su época, entonces, queda atrás. Me explico: el Mundo (y no digamos ya ese apéndice suyo llamado Arte) se divide en dos tipos de seres: siervos e inmortales. Coyunturales y trascendentales. Los primeros viven (si se le puede llamar vivir a eso que hacen) sometidos a los dictámenes de la Circunstancia; en sus corrientes son maleados y, finalmente, por ella actúan. Los segundos llegan a someterla, a usarla si llega el caso, y todo gracias a un previo y casi agotador proceso de auto-conocimiento, de búsqueda individual, de senderismo hacia la plenitud. Éstos tal vez no se vistan con el traje del triunfo pero, para ellos, esa vestimenta que los demás ansían no es otro que el traje falso del emperador. Los siervos se conforman con el Carnaval otorgado eventualmente. Los otros están solos pero saben cuál es el verdadero valor de la risa, y de una lágrima, y de un cuerpo. En Vázquez Montalbán apreciamos perfectamente algo al borde del milagro: la evolución desde un estado coyuntural hasta otro de plenitud. Esta edición de su poesía completa, ordenada cronológicamente, lo permite de manera eficaz. Sólo hay que leer.
Desde Una educación sentimental hasta Coplas a la muerte de mi tía Daniela la impronta de lo circunstancial es clara. La pleitesía rendida a la estética de la época obligaba a una inmersión en la cotidianeidad, tanto en el ámbito dramático (lo anecdótico) como en el lingüístico (lo coloquial). El primero se explica por la derrota: el siervo lo es en la medida en que abandona sus fuerzas (o sus cojones) y no le queda más que celebrar el credo impuesto por las autoridades o regodearse en su propio cieno, es decir, en el terreno de porqueriza que se le permite. La vía del regodeo no hace más que lustrar el régimen odiado, alimentarlo, pero paliando en el quejumbroso sus noches de remordimiento. No nos engañemos: el gallego estuvo cuarenta años en el trono hasta que murió anciano y hospitalizado. Todo esto gracias, en parte, a la ausencia de una oposición no sólo coordinada sino también con fuerza en las venas, aunque sólo fuera para vaciarlas (las venas) de forma masiva en el paredón. En vez de sacrificio, regodeo, limosneo en el mínimo y asfixiante espacio permitido. De hecho, no hay que olvidar que la inmensa mayoría intelectual mantenía sus talones en la más pura burguesía, por mucho que supiera pronunciar el nombre de Engels. El aspecto lingüístico no era más que reacción pro-marxista de salón ante las “pemaniadas” del régimen, desarrollada por escritores que habían estudiado en colegios de curas, es decir, con una buena formación humanista. De nuevo, el remordimiento social de los burgueses con picores. Ya vendrían las masas con espíritu poético pero sin formación ciceroniana para adoptar este credo de saldo. Vázquez Montalbán, sin embargo, siempre estuvo un paso por delante de todo esto, incluso en sus versos más deliberadamente prosaicos. Jamás se adscribió plenamente a canon estético alguno, aunque revoloteara cerca. Y esto se nota a la legua (y a la lengua): su libertad (inteligente, claro, de lo contrario no hay libertad) a la hora de malear las estructuras, los ritmos, incluso las citas anecdóticas. La memoria deja de ser alimento del vergonzante, aunque todavía consiste en un ejercicio de aislamiento. No lo voy a negar: la mayoría de estos poemas alcanzan cotas muy altas de emoción, te agarran por un momento y entras en comunión con el bueno de Manolo. Sin embargo, a partir de A la sombra de las muchachas sin flor la comunión se realiza ya con la poesía misma, es decir, con uno mismo, es decir, la catarsis. Vázquez Montalbán revienta (con humildad, porque nunca se le pudo acusar de divismo) y su entraña sale a la luz. Se quedaría solo, es cierto, pero se convertiría ya en un creador pleno. Se acabó Abril, el Abril circunstancial de los primeros tiempos, para dar paso al tiempo en su esencia. La memoria ya no dirige, sino que es dirigida. El lenguaje se retuerce cuanto le viene en gana, incluso en los elementos prosaicos que aparecen aquí y allá (son muchos años de uso, es natural). La imagen, la materia de la creación, se desata y corona el mundo. Praga es, sin duda alguna, uno de los mejores ejemplos de este nuevo estadio. Lo circunstancial, lo histórico, transcendido y vertido en esencia pura del dolor.
Debería haber existido más de un Vázquez Montalbán, humano y pleno, pleno por humano. Sin embargo, la constante general ha sido muy diferente. Desde Vallejo, Huidobro y Lorca parece que, en nuestra lengua, apenas ha existido una voluntad en la expresión, lo que se traduce en una voluntad en la actitud vital. Tal vez, parte del problema radique en que Gil de Biedma se murió, sus seguidores se murieron y no se han dado cuenta. Y ya no hablemos de los vanguardistas que repiten los mismos pies fosilizados de Salinas leyendo a Anacreonte.
2 comentarios:
¡pobre Anacreonte¡
Un primer párrafo impresionante.
Lástima que la impresión no haya sido precisamente buena, señor Gómez.
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