Elena Medel
«Si quieres conocer/ los dedos de la mano,/ en este libro están/ fielmente dibujados./ Todos juntos parecen/ un bosque encantado». Lector, lectora, no importa el año de nacimiento que refleje su carné de identidad: abróchense los cinturones. La nota de contraportada no miente, e invita —empuja— al viaje. Emociones intensas y felices aguardan tras la portada, con ese árbol transformado en niño/a, o viceversa, que nos implica y amplifica con sus manos: eh, tú que estás al otro lado, ¿vienes? Nos guiarán las palabras cantadas de Ignacio Sanz, y las ilustraciones de Noemí Villamuza, empeñada en trasladar nuestros sueños al papel. Comienza la travesía.
Y es que leemos El bosque encantado como un libro mágico; una sesión de hipnosis que restituye las hojas del calendario, y nos devuelve a la infancia. Porque los ecos de este bosque encantado nos hablan de las canciones tarareadas entre galletas y vasos de leche caliente, de las tonadillas que al pie de la cuna —o de la cama recién estrenada— nos arrullaban para dormir la siesta o animarnos a vivir el día, para entretenernos o empujarnos a aprender. Un texto breve, para recitar de memoria a —y con— los pequeños, que reúne los hallazgos más intensos de lo escrito, pero también los aciertos más vivos de lo oral.
Lo deducirán: El bosque encantado ocupa un lugar intermedio entre la poesía y la narrativa, con una potencia musical admirable, que ayuda a sus lectores más jóvenes a tomar conciencia de su cuerpo, reconociendo el nombre de cada uno de los dedos de la mano. A la vez, El bosque encantado nos convierte —«Pegado a mi cuerpo/ me cuelga este brazo,/ pero si lo estiro/ se parece a un árbol»— en un elemento más de la naturaleza, logrando una identificación complicada en época de cementos excesivos y zonas verdes recalificadas. Ya les digo: cosa de milagro. Aliñado, faltaría, por el trabajo exquisito de Noemí Villamuza, hermoso y sugestivo, capaz de inventarse una atmósfera propia con los colores —verde y marrón— del bosque.
Y es que leemos El bosque encantado como un libro mágico; una sesión de hipnosis que restituye las hojas del calendario, y nos devuelve a la infancia. Porque los ecos de este bosque encantado nos hablan de las canciones tarareadas entre galletas y vasos de leche caliente, de las tonadillas que al pie de la cuna —o de la cama recién estrenada— nos arrullaban para dormir la siesta o animarnos a vivir el día, para entretenernos o empujarnos a aprender. Un texto breve, para recitar de memoria a —y con— los pequeños, que reúne los hallazgos más intensos de lo escrito, pero también los aciertos más vivos de lo oral.
Lo deducirán: El bosque encantado ocupa un lugar intermedio entre la poesía y la narrativa, con una potencia musical admirable, que ayuda a sus lectores más jóvenes a tomar conciencia de su cuerpo, reconociendo el nombre de cada uno de los dedos de la mano. A la vez, El bosque encantado nos convierte —«Pegado a mi cuerpo/ me cuelga este brazo,/ pero si lo estiro/ se parece a un árbol»— en un elemento más de la naturaleza, logrando una identificación complicada en época de cementos excesivos y zonas verdes recalificadas. Ya les digo: cosa de milagro. Aliñado, faltaría, por el trabajo exquisito de Noemí Villamuza, hermoso y sugestivo, capaz de inventarse una atmósfera propia con los colores —verde y marrón— del bosque.
Añadimos El bosque encantado a la ruta de libros con poderes sobrenaturales: es un gustazo dejarse llevar por sus sonidos, por sus imágenes. La editorial indica que se trata de una obra recomendada entre los tres y seis años, pero yo me lo he pasado genial canturreando los versos de Ignacio Sanz, ilusionándome con las ilustraciones de Noemí Villamuza. Caminar entre el dedo corazón, «rey/ siempre coronado», o el meñique, «el dedo simpático;/ el más pequeñito/ y el más renacuajo», es retroceder en nuestra memoria hasta el principio, hasta el origen, en que nos costaba atarnos los zapatos y nos negábamos a apagar la luz por las noches. En el fondo, la mejor literatura infantil —y juvenil— carece de adjetivos: es la mejor literatura.
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