Pre-Textos, Valencia, 2006. 730 pp. 35 €
Juan Marqués
A estas alturas hace falta tener muchos prejuicios o leer con muchas dioptrías (o, simplemente, no leer) para no advertir o no saber que lo que esta haciendo Andrés Trapiello con su Salón de pasos perdidos es el mayor proyecto narrativo que se está llevando a cabo en este país, y seguramente en nuestra lengua. Y lo de “mayor”, desde luego, no es sólo por lo voluminoso (van catorce entregas que, reunidas, rozan ya las diez mil páginas) sino por la trascendencia de lo que en ellos se va tejiendo, convirtiéndose tomo a tomo (y con mucho más silencio y humildad de lo que alguno pudiera pensar) en una particularísima y preciosa crónica de lo que nos está pasando. Estoy seguro de que en el futuro estos libros serán aún más leídos que ahora, ya que de ellos tendrá que quedar lo que más importa: no tanto lo que tienen de divertido y malicioso paseo por las cloacas y las tripas de la “vida literaria” nacional, sino la vida y poesía que rebosan de las páginas dedicadas al campo extremeño, al Rastro, a las gentes sencillas y humildes que se cruzan en su camino, o a su familia y amigos. Trapiello cita muy a menudo (sin —insisto— el menor asomo de soberbia) aquella declaración en la que Stendhal aseguraba estar escribiendo para el lector de ochenta años después. Los que lleguen a estos diarios dentro de ocho o más décadas quizá puedan comprender algo de este tiempo, al encontrar en ellos mucho de nuestras miserias y debilidades y de las tristes cosas que nos ocupan y preocupan, pero también el testimonio de lo mejor que tenemos (esos pueblos todavía no completamente abandonados, ese amor por ciertos libros y por aquellos que los editan, los guardan, los cuidan..., esas ciudades hermosas y continuamente amenazadas —en este caso, claro, Madrid o León, pero también Sevilla («...la ciudad más hermosa de España» —p. 697—), Roma, México D.F., Cartagena de Indias...—) y también de lo mejor que, sin duda, tendremos siempre (esa ternura y limpia intimidad al escribir sobre las personas con las que se comparte la vida, esa compasión hacia los débiles y los derrotados —que convive con la ironía o incluso dureza con la que Trapiello habla sobre poderosísimos políticos, banqueros, periodistas, académicos, profesores o escritores laureados e “intocables”—, o esa fidelidad y cariño hacia los amigos, entre los que destaca, una vez más, su devoción por Ramón Gaya, del que tanto ha aprendido...).
«Yo sé, Señor, que a la hora de la muerte todo parecerá como es en sí», se lee en el bíblico Eclesiastés, y no sé si en la muerte (ni, mucho menos, en «el Señor») pensaba Trapiello al poner ese título a estos cuadernos del año 2000, pero sí en algo muy cercano: en la verdad profunda de las cosas, en esas misteriosas revelaciones que sólo parcialmente recibimos y comprendemos, pero que nos ayudan a intuir y aceptar el misterio que nos rodea, la incertidumbre, los caprichos de la suerte y el tiempo... que, en efecto, quizá sólo cuando todo acabe adquieran un sentido completo. Los que acudan a este libro leyéndolo a saltos para encontrar cotilleos, desahogos o ajustes de cuentas quedarán excluidos de su magia, de su espíritu, de su verdad, y sólo se llevarán las migajas más vistosas, entretenidas y prescindibles de un libro que es mucho más que eso, y que, en cierto sentido (y como debe de ser), está muy por encima de sí mismo. Para irritación de algunos puristas del género (de los que este libro se pitorrea a conciencia) Trapiello no nos está contando su vida sino la nuestra, la de todos, la vida en sí...; la parte de vida que él conoce y contempla, la que le ha correspondido, y en la que todos estamos implicados.
Andrés Trapiello es fundamentalmente un poeta (y uno de los mejores que tenemos) y a la luz de sus versos hemos de acercarnos a estos diarios. Unos y otros suponen lo mejor de una obra literaria integral en la que también hay preciosas novelas, ensayos insustituibles o artículos exactos, lo cual se completa con la actividad de Trapiello como editor, tipógrafo, ilustrador, prologuista, conferenciante, crítico literario... Todo es uno, y todo responde a ese «trabajo gustoso» del que hablaba Juan Ramón Jiménez (otra continua presencia en la obra de Trapiello), a ese amor por la literatura que le ha llevado a hacer aportaciones fundamentales y, por fortuna, cada vez más reconocidas.
Augusto Monterroso recordaba (en “Memorias del subdesarrollo”, en Movimiento perpetuo) que la biblioteca de su barrio era tan pobre que sólo tenía libros buenos. Yo miro mis pocas estanterías y, cerca de las novelas y ensayos de Trapiello, veo en un lugar privilegiado sus libros de poemas y sus diarios. En mi humilde biblioteca, pues, cuánta riqueza...
Juan Marqués
A estas alturas hace falta tener muchos prejuicios o leer con muchas dioptrías (o, simplemente, no leer) para no advertir o no saber que lo que esta haciendo Andrés Trapiello con su Salón de pasos perdidos es el mayor proyecto narrativo que se está llevando a cabo en este país, y seguramente en nuestra lengua. Y lo de “mayor”, desde luego, no es sólo por lo voluminoso (van catorce entregas que, reunidas, rozan ya las diez mil páginas) sino por la trascendencia de lo que en ellos se va tejiendo, convirtiéndose tomo a tomo (y con mucho más silencio y humildad de lo que alguno pudiera pensar) en una particularísima y preciosa crónica de lo que nos está pasando. Estoy seguro de que en el futuro estos libros serán aún más leídos que ahora, ya que de ellos tendrá que quedar lo que más importa: no tanto lo que tienen de divertido y malicioso paseo por las cloacas y las tripas de la “vida literaria” nacional, sino la vida y poesía que rebosan de las páginas dedicadas al campo extremeño, al Rastro, a las gentes sencillas y humildes que se cruzan en su camino, o a su familia y amigos. Trapiello cita muy a menudo (sin —insisto— el menor asomo de soberbia) aquella declaración en la que Stendhal aseguraba estar escribiendo para el lector de ochenta años después. Los que lleguen a estos diarios dentro de ocho o más décadas quizá puedan comprender algo de este tiempo, al encontrar en ellos mucho de nuestras miserias y debilidades y de las tristes cosas que nos ocupan y preocupan, pero también el testimonio de lo mejor que tenemos (esos pueblos todavía no completamente abandonados, ese amor por ciertos libros y por aquellos que los editan, los guardan, los cuidan..., esas ciudades hermosas y continuamente amenazadas —en este caso, claro, Madrid o León, pero también Sevilla («...la ciudad más hermosa de España» —p. 697—), Roma, México D.F., Cartagena de Indias...—) y también de lo mejor que, sin duda, tendremos siempre (esa ternura y limpia intimidad al escribir sobre las personas con las que se comparte la vida, esa compasión hacia los débiles y los derrotados —que convive con la ironía o incluso dureza con la que Trapiello habla sobre poderosísimos políticos, banqueros, periodistas, académicos, profesores o escritores laureados e “intocables”—, o esa fidelidad y cariño hacia los amigos, entre los que destaca, una vez más, su devoción por Ramón Gaya, del que tanto ha aprendido...).
«Yo sé, Señor, que a la hora de la muerte todo parecerá como es en sí», se lee en el bíblico Eclesiastés, y no sé si en la muerte (ni, mucho menos, en «el Señor») pensaba Trapiello al poner ese título a estos cuadernos del año 2000, pero sí en algo muy cercano: en la verdad profunda de las cosas, en esas misteriosas revelaciones que sólo parcialmente recibimos y comprendemos, pero que nos ayudan a intuir y aceptar el misterio que nos rodea, la incertidumbre, los caprichos de la suerte y el tiempo... que, en efecto, quizá sólo cuando todo acabe adquieran un sentido completo. Los que acudan a este libro leyéndolo a saltos para encontrar cotilleos, desahogos o ajustes de cuentas quedarán excluidos de su magia, de su espíritu, de su verdad, y sólo se llevarán las migajas más vistosas, entretenidas y prescindibles de un libro que es mucho más que eso, y que, en cierto sentido (y como debe de ser), está muy por encima de sí mismo. Para irritación de algunos puristas del género (de los que este libro se pitorrea a conciencia) Trapiello no nos está contando su vida sino la nuestra, la de todos, la vida en sí...; la parte de vida que él conoce y contempla, la que le ha correspondido, y en la que todos estamos implicados.
Andrés Trapiello es fundamentalmente un poeta (y uno de los mejores que tenemos) y a la luz de sus versos hemos de acercarnos a estos diarios. Unos y otros suponen lo mejor de una obra literaria integral en la que también hay preciosas novelas, ensayos insustituibles o artículos exactos, lo cual se completa con la actividad de Trapiello como editor, tipógrafo, ilustrador, prologuista, conferenciante, crítico literario... Todo es uno, y todo responde a ese «trabajo gustoso» del que hablaba Juan Ramón Jiménez (otra continua presencia en la obra de Trapiello), a ese amor por la literatura que le ha llevado a hacer aportaciones fundamentales y, por fortuna, cada vez más reconocidas.
Augusto Monterroso recordaba (en “Memorias del subdesarrollo”, en Movimiento perpetuo) que la biblioteca de su barrio era tan pobre que sólo tenía libros buenos. Yo miro mis pocas estanterías y, cerca de las novelas y ensayos de Trapiello, veo en un lugar privilegiado sus libros de poemas y sus diarios. En mi humilde biblioteca, pues, cuánta riqueza...
4 comentarios:
Sólo me queda decir una cosa en sí:Amén.
Pues sí, una novela en marcha que ya tiene miles de páginas. Una novela sin principio ni fin, sin argumento, en la que importa sobre todo la voz del narrador, el tono de lo escrito. ¿No es lo contrario de lo que pretende Trapiello en sus novelas más -vamos a llamarlas así- convencionales?
El caso es que yo había dejado aquí un pequeño comentario, nada insultante. Y se ha perdido en los espacios interestelares.
Me duele ya la prosa de escribir tan estoica y noblemente,
de ser tan humilde y tan errante,
de estar tan en sazón, tan en mi punto.
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