Mago Editores, Santiago de Chile, 2006. 168 pp. 10 €
lunes, marzo 12, 2007
El día que fue ayer, Julio Espinosa Guerra
Hace apenas unos meses, nuestros telediarios se abrían con la noticia de la muerte de Augusto Pinochet. Hace más de treinta años, nuestros padres se estremecían con la noticia del golpe de Estado en Chile, con las imágenes de la Casa de la Moneda humeante, con la fotografía de Salvador Allende, armado con una metralleta de mano y sin más protección que un pequeño casco, dispuesto a plantear la última batalla...
Julio Espinosa nació en Chile en 1974, apenas un año después del levantamiento militar. Autor de varios libros de poesía, El día que fue ayer es su primera novela y en ella nos habla sobre el golpe o, por mejor decir, sobre las secuelas del golpe, y no tanto sobre los miles de exiliados, torturados, represaliados que el sangriento cuartelazo produjo, como sobre la impresión que todo ello dejó, y todavía perdura, en los chilenos supervivientes. Aunque por las páginas de la novela desfilen personajes “vivos” cuyo latir sentimos y cuyas emociones nos son cálidas y cercanas, estos personajes, sin embargo, parecen ceder su protagonismo a los ausentes, a los desaparecidos, a los que cayeron en los primeros días del golpe o a los que fueron cayendo, en un vil goteo, en las semanas, meses, años siguientes. Esa presencia grave de los que faltan, de las víctimas, planea sobre toda la novela, por encima de los supervivientes, marcando su ritmo de vida, sus decisiones, su cordura...
En El día que fue ayer se nos dibuja un sentimiento tan viejo como el hombre pero, pese a todo, tan poco descrito, de tanta dificultad literaria, como es la vergüenza de sobrevivir, la culpa que inunda a quienes han logrado escapar de los acontecimientos mientras otros, siempre los mejores, han caído en la vorágine. Un sentimiento de casi imposible descripción pero que impregna toda la novela y condiciona a todos los personajes, como a la joven que, por miedo, colaboró a identificar elementos izquierdistas y que acaba, presa de los remordimientos, perdiendo la razón (convirtiéndose así, también ella, en una víctima más, en el desecho humano que envidiaba), o como el joven que, eludiendo por mera suerte la captura, logra llegar a un país extranjero del que, corroído por la infamia de haberse salvado, nunca retornará a Chile. Una culpa que, en diferentes grados, pero culpa al fin, parece salpicar a todos: a quienes mataron, por supuesto, pero también a quienes salvaron la vida. Sobre todos ellos, los ausentes, los desaparecidos, alzan sus voces desde el fondo del mar.
En este sentido, es importante volver sobre el dato de que Julio Espinosa nació en 1974, un año después del golpe, es decir, que pertenece a una generación “nueva”, en todos los sentidos, forma parte de esos chilenos que ahora surgen a la vida y se apropian de la voz, esos chilenos que empiezan a pisar las viejas calles de lo que fue Santiago ensangrentada. Y aunque, al amparo de esto, le hubiera sido muy fácil a Espinosa hacer una obra política, inflarse a clara de huevo y escribir luego una epopeya sobre los buenos y los malos que arrancara el aplauso fácil del público, tal como ocurre en nuestro país, Espinosa, sin embargo, busca hacer de su novela una obra honda, amplia, fundada en la nobleza y la humanidad que hubiera podido quedar entre las ruinas. En el día que fue ayer no se retorna al pasado en busca de piedras que arrojar en una lucha presuntamente eterna, no se cae en ningún momento en el revisionismo; antes bien, Espinosa nos habla sobre un sentimiento que une y que no entiende de partidos: el sentimiento de soledad que afecta a quienes quedan. Espinosa no busca reabrir juicios; nada más (nada menos) busca describirnos ese tiempo, ayer de su país, mañana de cualquier otro, en que sólo los muertos pueden llamarse inocentes.
En ningún momento, en fin, ha tratado Espinosa de enzarzarse en un juego estúpido sobre quién escupe más lejos, sino que ha tratado, como un día dijo Azaña, de verter sobre los campos «paz, piedad y perdón». Ojalá les vaya bonito, a Espinosa y a los jóvenes chilenos a quienes ha llegado el turno de enfrentarse a la historia; ojalá que en aquella nación de tan extraña geografía no ocurra como en esta vieja piel de toro, en que, pese a cuanto en su día pudiera parecer, finalmente nos resulta imposible librarnos de nuestro lastre y echar a andar hacia el futuro.
Julio Espinosa nació en Chile en 1974, apenas un año después del levantamiento militar. Autor de varios libros de poesía, El día que fue ayer es su primera novela y en ella nos habla sobre el golpe o, por mejor decir, sobre las secuelas del golpe, y no tanto sobre los miles de exiliados, torturados, represaliados que el sangriento cuartelazo produjo, como sobre la impresión que todo ello dejó, y todavía perdura, en los chilenos supervivientes. Aunque por las páginas de la novela desfilen personajes “vivos” cuyo latir sentimos y cuyas emociones nos son cálidas y cercanas, estos personajes, sin embargo, parecen ceder su protagonismo a los ausentes, a los desaparecidos, a los que cayeron en los primeros días del golpe o a los que fueron cayendo, en un vil goteo, en las semanas, meses, años siguientes. Esa presencia grave de los que faltan, de las víctimas, planea sobre toda la novela, por encima de los supervivientes, marcando su ritmo de vida, sus decisiones, su cordura...
En El día que fue ayer se nos dibuja un sentimiento tan viejo como el hombre pero, pese a todo, tan poco descrito, de tanta dificultad literaria, como es la vergüenza de sobrevivir, la culpa que inunda a quienes han logrado escapar de los acontecimientos mientras otros, siempre los mejores, han caído en la vorágine. Un sentimiento de casi imposible descripción pero que impregna toda la novela y condiciona a todos los personajes, como a la joven que, por miedo, colaboró a identificar elementos izquierdistas y que acaba, presa de los remordimientos, perdiendo la razón (convirtiéndose así, también ella, en una víctima más, en el desecho humano que envidiaba), o como el joven que, eludiendo por mera suerte la captura, logra llegar a un país extranjero del que, corroído por la infamia de haberse salvado, nunca retornará a Chile. Una culpa que, en diferentes grados, pero culpa al fin, parece salpicar a todos: a quienes mataron, por supuesto, pero también a quienes salvaron la vida. Sobre todos ellos, los ausentes, los desaparecidos, alzan sus voces desde el fondo del mar.
En este sentido, es importante volver sobre el dato de que Julio Espinosa nació en 1974, un año después del golpe, es decir, que pertenece a una generación “nueva”, en todos los sentidos, forma parte de esos chilenos que ahora surgen a la vida y se apropian de la voz, esos chilenos que empiezan a pisar las viejas calles de lo que fue Santiago ensangrentada. Y aunque, al amparo de esto, le hubiera sido muy fácil a Espinosa hacer una obra política, inflarse a clara de huevo y escribir luego una epopeya sobre los buenos y los malos que arrancara el aplauso fácil del público, tal como ocurre en nuestro país, Espinosa, sin embargo, busca hacer de su novela una obra honda, amplia, fundada en la nobleza y la humanidad que hubiera podido quedar entre las ruinas. En el día que fue ayer no se retorna al pasado en busca de piedras que arrojar en una lucha presuntamente eterna, no se cae en ningún momento en el revisionismo; antes bien, Espinosa nos habla sobre un sentimiento que une y que no entiende de partidos: el sentimiento de soledad que afecta a quienes quedan. Espinosa no busca reabrir juicios; nada más (nada menos) busca describirnos ese tiempo, ayer de su país, mañana de cualquier otro, en que sólo los muertos pueden llamarse inocentes.
En ningún momento, en fin, ha tratado Espinosa de enzarzarse en un juego estúpido sobre quién escupe más lejos, sino que ha tratado, como un día dijo Azaña, de verter sobre los campos «paz, piedad y perdón». Ojalá les vaya bonito, a Espinosa y a los jóvenes chilenos a quienes ha llegado el turno de enfrentarse a la historia; ojalá que en aquella nación de tan extraña geografía no ocurra como en esta vieja piel de toro, en que, pese a cuanto en su día pudiera parecer, finalmente nos resulta imposible librarnos de nuestro lastre y echar a andar hacia el futuro.
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