viernes, marzo 23, 2007

De amor y hambre, Julian Maclaren-Ross

Trad. Ernesto Montequin. Lumen, Barcelona, 2007. 336 pp. 17 €

Esther García Llovet

Julian Maclaren-Ross vivió y escribió tal como sus apellidos prometían desde el principio: en primera marcha y sin frenos. Hijo de india y de anglocubano, poseía un físico impactante, siempre aderezado con un bastón de caña y unas Ray-Ban que no se quitaba ni en las noches más oscuras del Soho londinense, años treinta, cuando los hombres marchaban a la guerra o al extranjero en busca de fortuna y dejaban los pubs de Fiztrovia a merced de dandies venidos a menos, pálidas viudas, padres de familia en paro y escritores dipsómanos, esa plaga amarilla.
Como escritor Julian repartió su talento en tres o cuatro novelas (De amor y hambre, de 1947, es la primera que se publica en España), un buen puñado de relatos que Cyril Connolly tuvo la presteza de publicar en Horizon, guiones para la radio (algunos de ellos en colaboración con Dylan Thomas y Graham Greene, colegas de letras y de largas borracheras) y un libro de memorias, Memories of the Forties, la que se considera su mejor obra, aunque probablemente su mejor producto fue su propio personaje y así debió creerlo Anthony Powell, quien lo retrató como X Trapnel, el escritor marrullero de ese impresionante y ceniciento legado que es Una danza para la música del tiempo.
De amor y hambre no habla exactamente de amor pero sí de hambre, y mucha. Richard Fanshawe es un periodista recién llegado de Madrás (o “venido de Oriente”, el equivalente a “venido de Cuba” en los sesenta aquí, pero con un agujero en cada bolsillo) que busca trabajo en el Londres de 1939 y no encuentra más que un triste empleo como vendedor ambulante de aspiradoras (empleo que el mismo Maclaren ejerció, así como el de jardinero y “ladie's man”, un término intraducible pero muy fácilmente identificable) en una empresa de tercera en la que se rodea de colegas tan tramposos como él mismo, compañeros que no lo son tanto, gente mal abrigada que entra y sale de su vida como si atravesaran veloces puertas giratorias que llevan siempre a la misma situación, personajes que están ahí, esperando en la acera a ver qué cae, a ver qué pasa, o mejor, que no pase nada en absoluto. No importa. Hay que pillar.
Maclaren estuvo ahí, en esa misma acera. Llevó una vida miserable y fue un miserable, que no tiene que ser necesariamente lo mismo aunque lo primero suele conducir a lo segundo y es en libros como éste donde entendemos por qué. Maclaren lo cuenta con gracia, un humor ácido, triste, un poco desordenado, el tipo de cinismo que esconde un miedo y una desesperanza difícil de ocultar. Cuenta además una historia de amor, el tibio romance entre Fanshawe y la esposa de su mejor amigo, una relación que no acaba de concretarse, que se disuelve como una nube bajo el lechoso cielo londinense, una situación que queda en aire, como todas las que atraviesan la novela. Hay un momento en que Fanshawe enferma de un brote de malaria en casa de otra amante y le pregunta a ella por el significado de la palabra anofeles, el nombre del mosquito que provoca la enfermedad. Ella le contesta que no lo sabe ni tiene diccionario y él se enfada: «¿Cómo que no tienes diccionario? Todo el mundo debería tener uno. Así podrían enterarse de lo que significa anofeles. Si lo supiera tal vez podría derrotar a los mosquitos». Fanshawe mejora, vuelve al trabajo, le despiden, su novia le abandona, y todo vuelve a quedar en nada, en suspenso, porque en esta novela lo único que llega con certeza militar es la guerra.
Julian Maclaren-Ross murió en el año 74, a los sesenta años de edad, no de malaria sino de un infarto, solo, dejando a los acreedores esperando a la puerta de su casa, en el Soho londinense.

«Los aventureros, no obstante, deben estar a la que está
y buscar botines donde botines hay.
Los embates del amor y del hambre quedan atrás,
Y no pueden permitirse ser melindrosos, ay,
Los que gustan de la buena cocina y del paipai,
De cierto estilo de ropa o de tipo,
Deben buscarlos en cierta clase de sitio»
(W.H. Auden y Louis MacNeice, Cartas de Islandia)

1 comentario:

Anónimo dijo...

Dice usted que Maclaren-Ross era amigo de Green y a mi me llama la atención el empleo que consigue el personaje de la novela al llegar a Londres: vendedor de aspiradoras. Es la tapadera que utilizaba el protagonista de Nuestro hombre en La Habana. Es un cruce pueril, pero un encuentro al fin.