Trad. Francisco J. Uriz. Nórdica Libros, Madrid, 2007. 233 pp. 16 €
Juan Marqués
Me importa tanto el teatro que casi nunca voy a verlo. De cada diez veces, una salgo satisfecho, cuatro indiferente y cinco enfadado, y eso que me estoy refiriendo a teatro “de verdad”, y no a esos musicales, concursos de monólogos o sucesiones de gags que programan en buena parte de las salas. Tal vez sólo la música sea capaz de superar la capacidad que tiene el teatro de alcanzar esa magia, esa intensidad, esa comunión entre todos los elementos e individuos que se reúnen en la sala..., y por eso frustra tanto ver cómo los que se dicen profesionales del asunto desaprovechan toda esa potencia, cuando no la desprecian. Ante la dificultad de asistir a esa catarsis de la que hablaban los clásicos, queda, al menos, la posibilidad de leer teatro e imaginar cada uno la puesta en escena que le sirva, evitando el “ruido” de la representación y , sobre todo, las interpretaciones o intereses ajenos.
Nórdica Libros publica ahora, dentro de su colección de “Letras Nórdicas” dos obras de teatro de dos de los autores suecos más importantes de los últimos ciento cincuenta años, traducidas y presentadas por Francisco J. Uriz (de quien ya disfrutamos su versión de los poemas de Harry Martinson). La primera es una pieza por la cual su autor, el gran August Strindberg, sentía una debilidad especial, y en la que descarga buena parte de la angustia existencial que le torturaba. Se trata de la Comedia onírica, escrita en 1901 y muy digna de ser considerada todo un precedente del absurdo, aunque es mucho más que eso (entre otras cosas, por lo que imagino, una obra muy difícil de representar). En ella, el dios Indra ve cómo su hija desciende a la Tierra para habitar entre los hombres y asistir a sus desgracias y miserias, mezclándose y confundiéndose entre los mortales, horrorizándose del modo en el que viven. «¡Triste destino el de los hombres! ¡Qué pena dan!», exclama continuamente ella, en lo que se puede considerar el estribillo de la Comedia onírica. En las primeras escenas todavía conserva su optimismo y su voluntad de mejorar las cosas («¡Es un deber buscar la libertad en la luz!», exclama), pero enseguida va contagiándose de la apatía y el sufrimiento común, que no dejan de crecer en los muchos años que pasa en el planeta, observando a los hombres, pero también participando activamente en esa extraña sociedad sobre la que aterriza, trabajando, casándose e incluso siendo madre, todo lo cual no hace sino multiplicar su decepción. «Generalmente en los sueños hay más dolor que alegría», escribe Strindberg en la “Apostilla” que abre la obra, y, aunque no renuncia al humor (aunque sea amargo), mucho más dolor que alegría hay, desde luego, en una Comedia onírica que obedece más al adjetivo que al sustantivo del título. Se habla, por ejemplo, de un personaje que cree que el mar es salado «porque los marineros lloran mucho».
La misma tensión dramática, pero algo menos de interés, se encuentra en la segunda de las piezas recogidas en este volumen: La noche de las tríbadas, de Per Olov Enquist, de quien hace casi diez años Ediciones de la Torre publicó su fascinante novela El ángel caído (y ahora Nórdica Libros anuncia otras dos: La biblioteca del capitán Nemo y La partida de los músicos). Strindberg es ahora el protagonista de la pieza, y Enquist trata de mostrar su carácter intratable, su agobiante inquietud, su soberbia acomplejada, su particular visión de las mujeres. Toda la pieza es el intento, continuamente frustrado por las discusiones y los reproches, de ensayar La más fuerte, otra obra de Strindberg. Los actores con los que cuenta son Siri, su aborrecida esposa, Marie, una antigua y alcohólica amante de ésta, y Schiwe, un actor algo torpe y, sobre todo, inoportuno. El resultado es irónica y previsiblemente catastrófico, pero a Enquist le interesan las conversaciones airadas, el modo en que, por alusiones veladas al principio y acusaciones directas y crudas al final, se van reconstruyendo algunos de los sucesos que han conducido a ese rencor extremo que los espectadores (o lectores) hemos presenciado desde el principio.
Es August Strindberg, pues, quien justifica la publicación conjunta de estas dos piezas, primero como autor genial y después como personaje patético. Y que sea alguien como él el protagonista de este nuevo regalo de Nórdica Libros es suficiente razón para que busquen estas páginas no ya los interesados en la literatura —y ni siquiera en el teatro— sino aquellos que sientan curiosidad por saber quiénes y cómo somos. «Una mujer que baila es una mujer que baila. Una mujer que imita a una mujer que baila no es una mujer que baila», escribió Juan Ramón Jiménez para explicar su antipatía hacia las representaciones teatrales. Pero en el teatro leído, sin la intermediación de directores y actores, las mujeres sí bailan. Aunque sean actrices de una obra de Strindberg; aunque sea el propio Strindberg; aunque sea la hija de un dios; aunque sea un dios.
Juan Marqués
Me importa tanto el teatro que casi nunca voy a verlo. De cada diez veces, una salgo satisfecho, cuatro indiferente y cinco enfadado, y eso que me estoy refiriendo a teatro “de verdad”, y no a esos musicales, concursos de monólogos o sucesiones de gags que programan en buena parte de las salas. Tal vez sólo la música sea capaz de superar la capacidad que tiene el teatro de alcanzar esa magia, esa intensidad, esa comunión entre todos los elementos e individuos que se reúnen en la sala..., y por eso frustra tanto ver cómo los que se dicen profesionales del asunto desaprovechan toda esa potencia, cuando no la desprecian. Ante la dificultad de asistir a esa catarsis de la que hablaban los clásicos, queda, al menos, la posibilidad de leer teatro e imaginar cada uno la puesta en escena que le sirva, evitando el “ruido” de la representación y , sobre todo, las interpretaciones o intereses ajenos.
Nórdica Libros publica ahora, dentro de su colección de “Letras Nórdicas” dos obras de teatro de dos de los autores suecos más importantes de los últimos ciento cincuenta años, traducidas y presentadas por Francisco J. Uriz (de quien ya disfrutamos su versión de los poemas de Harry Martinson). La primera es una pieza por la cual su autor, el gran August Strindberg, sentía una debilidad especial, y en la que descarga buena parte de la angustia existencial que le torturaba. Se trata de la Comedia onírica, escrita en 1901 y muy digna de ser considerada todo un precedente del absurdo, aunque es mucho más que eso (entre otras cosas, por lo que imagino, una obra muy difícil de representar). En ella, el dios Indra ve cómo su hija desciende a la Tierra para habitar entre los hombres y asistir a sus desgracias y miserias, mezclándose y confundiéndose entre los mortales, horrorizándose del modo en el que viven. «¡Triste destino el de los hombres! ¡Qué pena dan!», exclama continuamente ella, en lo que se puede considerar el estribillo de la Comedia onírica. En las primeras escenas todavía conserva su optimismo y su voluntad de mejorar las cosas («¡Es un deber buscar la libertad en la luz!», exclama), pero enseguida va contagiándose de la apatía y el sufrimiento común, que no dejan de crecer en los muchos años que pasa en el planeta, observando a los hombres, pero también participando activamente en esa extraña sociedad sobre la que aterriza, trabajando, casándose e incluso siendo madre, todo lo cual no hace sino multiplicar su decepción. «Generalmente en los sueños hay más dolor que alegría», escribe Strindberg en la “Apostilla” que abre la obra, y, aunque no renuncia al humor (aunque sea amargo), mucho más dolor que alegría hay, desde luego, en una Comedia onírica que obedece más al adjetivo que al sustantivo del título. Se habla, por ejemplo, de un personaje que cree que el mar es salado «porque los marineros lloran mucho».
La misma tensión dramática, pero algo menos de interés, se encuentra en la segunda de las piezas recogidas en este volumen: La noche de las tríbadas, de Per Olov Enquist, de quien hace casi diez años Ediciones de la Torre publicó su fascinante novela El ángel caído (y ahora Nórdica Libros anuncia otras dos: La biblioteca del capitán Nemo y La partida de los músicos). Strindberg es ahora el protagonista de la pieza, y Enquist trata de mostrar su carácter intratable, su agobiante inquietud, su soberbia acomplejada, su particular visión de las mujeres. Toda la pieza es el intento, continuamente frustrado por las discusiones y los reproches, de ensayar La más fuerte, otra obra de Strindberg. Los actores con los que cuenta son Siri, su aborrecida esposa, Marie, una antigua y alcohólica amante de ésta, y Schiwe, un actor algo torpe y, sobre todo, inoportuno. El resultado es irónica y previsiblemente catastrófico, pero a Enquist le interesan las conversaciones airadas, el modo en que, por alusiones veladas al principio y acusaciones directas y crudas al final, se van reconstruyendo algunos de los sucesos que han conducido a ese rencor extremo que los espectadores (o lectores) hemos presenciado desde el principio.
Es August Strindberg, pues, quien justifica la publicación conjunta de estas dos piezas, primero como autor genial y después como personaje patético. Y que sea alguien como él el protagonista de este nuevo regalo de Nórdica Libros es suficiente razón para que busquen estas páginas no ya los interesados en la literatura —y ni siquiera en el teatro— sino aquellos que sientan curiosidad por saber quiénes y cómo somos. «Una mujer que baila es una mujer que baila. Una mujer que imita a una mujer que baila no es una mujer que baila», escribió Juan Ramón Jiménez para explicar su antipatía hacia las representaciones teatrales. Pero en el teatro leído, sin la intermediación de directores y actores, las mujeres sí bailan. Aunque sean actrices de una obra de Strindberg; aunque sea el propio Strindberg; aunque sea la hija de un dios; aunque sea un dios.
4 comentarios:
Acabo de encontrar este blog,la recomendación de ambas obras me ha parecido muy interesante,un saludo.
Interesantes recomendaciones. Y totalmente de acuerdo con leer teatro, actualmente en desuso. Aunque un texto dramático nace para ser representado en un escenario, no deja de ser un texto literario. Me ha sucedido haber leído alguna obra de teatro y, posteriormente, haber disfrutado mucho al verla representada, contrastando las escenas que había vivido en mi imaginación, con las que se ofrecían ante mis ojos.
Saludos.
Muchas gracias a los dos. En realidad, Migratoria, he exagerado un poco, como es habitual en mí (y tú sabes a qué me refiero: ya compartimos hace unas semanas opiniones sobre otros asuntos...)y lo cierto es que yo también disfruto del teatro más de lo que insinío en la reseña. Y cuando no lo hago, admito que tal vez el problema sea más mío que de la representación. Abrazos.
Cuando se lee teatro es que se ama el teatro, el buen teatro, aunque sea comercial, término que no tiene por qué ser peyorativo. Del malo, desde luego, no somos culpables.
Habrá lugar a más comentarios, Juan.
Abrazo.
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