XXIV Premio Herralde de Novela. Anagrama, Barcelona, 2006. 168 pp. 15 €
Doménico Chiappe
Un médico, Andrés Miranda, teme que su padre padezca una enfermedad. El viejo ha tenido un desmayo.
«¿Por qué piensa lo peor?»
«Porque, a veces, lo peor también sucede»
Y sí, en esta novela, sucede.
El miedo de Andrés se confirma. Javier Miranda tiene cáncer. Le quedan pocos días de vida. La trama principal de La enfermedad, la segunda novela de Alberto Barrera Tyszka y ganadora del Premio Herralde de Novela, arranca con un dilema ético. Andrés defiende la tesis de revelar toda la verdad al paciente. «Los pacientes necesitan estrujar cada palabra; las exprimen buscando su significado más directo, limpiando cualquier matiz», dice el narrador omnisciente. Pero ahora Andrés no se atreve. Duda, miente.
El dilema crece durante un viaje a la isla de Margarita. Allí se habían refugiado del dolor cuando la madre de Andrés murió en un accidente aéreo. Muchos años después, Andrés cree que es un buen lugar para confrontar el empequeñecimiento de su padre, convertirlo en «un cuerpo. Otro», uno más.
Mientras tanto, surge la primera subtrama de la novela, en forma de correos electrónicos que aportan polifonía. Los escribe un paciente de Andrés, obcecado e hipocondríaco. A la tensión (¿le dirá la verdad a su padre?) se suma otra de índole paranoica: Ernesto Durán le persigue, da rienda suelta a una obsesión.
Se suman más tramas. Acostumbrados como estamos a leer textos de 500 páginas que no se atreven a romper la monotonía de una voz en primera persona, la novela de Barrera Tyszka resulta gratificante. El lector se interna en la soledad de la secretaria de Andrés que fantasea con el hipocondríaco, en la dura vida de la asistenta del padre que trata de salvar a su hijo de la muerte prematura que le garantiza la delincuencia caraqueña, en el doble juego de la amante del padre.
La novela, además, sostiene una tesis, una investigación, que se resume en el título: La enfermedad. Disertaciones narrativas sobre este «acto desleal», esta «infidelidad inaceptable»: «Es otra de las secuelas de la enfermedad: la agonía privada pasa a ser una ceremonia colectiva».
La novela me transportó a mi Caracas de crianza. En medio de un castellano universal, deudor de los inicios poéticos de Barrera Tyszka, el autor siembra palabras que sirven de cédula de identidad: «metiche», «pendejada», «cachar». Y luego el ambiente: la montaña soberana El Ávila que preside la capital, las escaleras interminables de las barriadas marginales, el tufillo político que siempre flota en el aire («terminan, por supuesto, hablando del país. Ya es muy común»). Pero la política dicotómica que asola Venezuela no impregna la obra de Barrera Tyszka. No cae en esa tentación. Su posición política la sostiene en otras tribunas, como la columna de opinión que mantiene en El Nacional desde 1996. Incluso en el cuento, como sucede con “Escritores famosos”, que publicó en la antología del cuento sudamericano, editado por Páginas de Espuma. Pero no aquí. Aquí se habla de enfermedades. Quizás sea metafórico que la columna central de la narración sea un enfermo terminal. Quizás no.
Este libro ratifica el oficio y la madurez técnica de Barrera Tyszka: cuando restan muy pocas páginas para finalizarlo, cuando el pulgar de la mano derecha presiente sólo dos o tres hojas, me preguntaba cómo podría enlazar y cerrar todas las tramas abiertas en el exiguo espacio que faltaba. Lo logra y, además, estremece.
Alberto Barrera Tyszka: «Me tentaba la idea de desconcertar a más de un lector»
—¿Desde cuándo te preocupa no la muerte, sino el deterioro que causa la enfermedad?
—Yo sospecho que hay una experiencia, en mi juventud, donde tal vez puede ubicarse con cierta puntualidad el interés por este tema. A los 20 años, siendo seminarista jesuita, me enviaron a pasar una experiencia como enfermero en el hospital oncológico más importante de Caracas. Yo no tenía ni idea de lo que era una jeringa. Pasé un breve tiempo difícil, en el cuarto piso, dedicado a cáncer genital, sin saber qué hacer, en ningún sentido, ni siquiera en el religioso, asistiendo a esa terrible experiencia de ver cómo, velozmente, la enfermedad devoraba a todos los pacientes. Creo que a partir de ahí el tema se instaló en mis preguntas.
—El lenguaje muy cuidado deja ciertas grietas por donde se cuela el léxico propio de nuestra Caracas, ¿cómo decidiste dosificarlo? ¿resultaba esencial para crear el universo donde desarrollar la acción?
—Quizás lo que más cuidé, lo que más trabajé, fue justamente la construcción de un tono. Quería una narración contenida, que evitara el desborde, que administrara sus propios recursos, obligando a que sea el lector quien aporte la emoción, la intensidad. Creo que tentaba, también encontrar, en ese tono, una ciudad que fuera nuestra pero que se impusiera de manera brutal sobre el propio lenguaje. Quería organizar el texto sobre un juego de ambigüedades, de presencias desiguales, aunque no definitivas, contundentes pero no arrolladoras... Sobre esa apuesta, creo, va intentando construirse la novela.
—Evitas el tema político, aunque lo mencionas, como parte del ambiente inevitable, del clima. Pero no lo cuelas como hiciste en, por ejemplo, “Escritores famosos”. ¿Por qué?
—Hay dos cosas: “Escritores famosos” es parte de un proyecto de El País, para sus cuentos del verano, donde nos pidieron un cuento que —de alguna manera— retratara la realidad política de nuestros países. Con La enfermedad mis intenciones eran totalmente contrarias. Tenía un relato íntimo, era lo que quería contar; y también me tentaba la idea de desconcertar a más de un lector que piensa que los latinoamericanos siempre estamos irremediablemente atados al tema de la historia con mayúsculas, a las grandes sagas, a las epopeyas sociales. Yo decidí apostar a que aquello que en nuestros países llamamos “la realidad” fuera —como tú bien dices— un clima inevitable.
—Dos personajes de contraste pactan: el viejo y su servicio. ¿Metáfora, propuesta ante la compleja situación social que vive Venezuela?
—Tal vez. O también: una posible metáfora de las muchas Venezuelas que existen y que —según parece— ya no saben convivir en el país. En el fondo, en algún momento, pensé que una idea general de la enfermedad podía ir rotando, cambiando, en cada fragmento de la novela. Eso podría permitir que el lector, ante cada página, encontrara una enfermedad distinta u otra forma de enfermedad en una nueva situación. Ahí quizás entra el elemento social, en esa relación —de tan pocas palabras y de tanta intimidad— entre los dos personajes.
Doménico Chiappe
Un médico, Andrés Miranda, teme que su padre padezca una enfermedad. El viejo ha tenido un desmayo.
«¿Por qué piensa lo peor?»
«Porque, a veces, lo peor también sucede»
Y sí, en esta novela, sucede.
El miedo de Andrés se confirma. Javier Miranda tiene cáncer. Le quedan pocos días de vida. La trama principal de La enfermedad, la segunda novela de Alberto Barrera Tyszka y ganadora del Premio Herralde de Novela, arranca con un dilema ético. Andrés defiende la tesis de revelar toda la verdad al paciente. «Los pacientes necesitan estrujar cada palabra; las exprimen buscando su significado más directo, limpiando cualquier matiz», dice el narrador omnisciente. Pero ahora Andrés no se atreve. Duda, miente.
El dilema crece durante un viaje a la isla de Margarita. Allí se habían refugiado del dolor cuando la madre de Andrés murió en un accidente aéreo. Muchos años después, Andrés cree que es un buen lugar para confrontar el empequeñecimiento de su padre, convertirlo en «un cuerpo. Otro», uno más.
Mientras tanto, surge la primera subtrama de la novela, en forma de correos electrónicos que aportan polifonía. Los escribe un paciente de Andrés, obcecado e hipocondríaco. A la tensión (¿le dirá la verdad a su padre?) se suma otra de índole paranoica: Ernesto Durán le persigue, da rienda suelta a una obsesión.
Se suman más tramas. Acostumbrados como estamos a leer textos de 500 páginas que no se atreven a romper la monotonía de una voz en primera persona, la novela de Barrera Tyszka resulta gratificante. El lector se interna en la soledad de la secretaria de Andrés que fantasea con el hipocondríaco, en la dura vida de la asistenta del padre que trata de salvar a su hijo de la muerte prematura que le garantiza la delincuencia caraqueña, en el doble juego de la amante del padre.
La novela, además, sostiene una tesis, una investigación, que se resume en el título: La enfermedad. Disertaciones narrativas sobre este «acto desleal», esta «infidelidad inaceptable»: «Es otra de las secuelas de la enfermedad: la agonía privada pasa a ser una ceremonia colectiva».
La novela me transportó a mi Caracas de crianza. En medio de un castellano universal, deudor de los inicios poéticos de Barrera Tyszka, el autor siembra palabras que sirven de cédula de identidad: «metiche», «pendejada», «cachar». Y luego el ambiente: la montaña soberana El Ávila que preside la capital, las escaleras interminables de las barriadas marginales, el tufillo político que siempre flota en el aire («terminan, por supuesto, hablando del país. Ya es muy común»). Pero la política dicotómica que asola Venezuela no impregna la obra de Barrera Tyszka. No cae en esa tentación. Su posición política la sostiene en otras tribunas, como la columna de opinión que mantiene en El Nacional desde 1996. Incluso en el cuento, como sucede con “Escritores famosos”, que publicó en la antología del cuento sudamericano, editado por Páginas de Espuma. Pero no aquí. Aquí se habla de enfermedades. Quizás sea metafórico que la columna central de la narración sea un enfermo terminal. Quizás no.
Este libro ratifica el oficio y la madurez técnica de Barrera Tyszka: cuando restan muy pocas páginas para finalizarlo, cuando el pulgar de la mano derecha presiente sólo dos o tres hojas, me preguntaba cómo podría enlazar y cerrar todas las tramas abiertas en el exiguo espacio que faltaba. Lo logra y, además, estremece.
Alberto Barrera Tyszka: «Me tentaba la idea de desconcertar a más de un lector»
—¿Desde cuándo te preocupa no la muerte, sino el deterioro que causa la enfermedad?
—Yo sospecho que hay una experiencia, en mi juventud, donde tal vez puede ubicarse con cierta puntualidad el interés por este tema. A los 20 años, siendo seminarista jesuita, me enviaron a pasar una experiencia como enfermero en el hospital oncológico más importante de Caracas. Yo no tenía ni idea de lo que era una jeringa. Pasé un breve tiempo difícil, en el cuarto piso, dedicado a cáncer genital, sin saber qué hacer, en ningún sentido, ni siquiera en el religioso, asistiendo a esa terrible experiencia de ver cómo, velozmente, la enfermedad devoraba a todos los pacientes. Creo que a partir de ahí el tema se instaló en mis preguntas.
—El lenguaje muy cuidado deja ciertas grietas por donde se cuela el léxico propio de nuestra Caracas, ¿cómo decidiste dosificarlo? ¿resultaba esencial para crear el universo donde desarrollar la acción?
—Quizás lo que más cuidé, lo que más trabajé, fue justamente la construcción de un tono. Quería una narración contenida, que evitara el desborde, que administrara sus propios recursos, obligando a que sea el lector quien aporte la emoción, la intensidad. Creo que tentaba, también encontrar, en ese tono, una ciudad que fuera nuestra pero que se impusiera de manera brutal sobre el propio lenguaje. Quería organizar el texto sobre un juego de ambigüedades, de presencias desiguales, aunque no definitivas, contundentes pero no arrolladoras... Sobre esa apuesta, creo, va intentando construirse la novela.
—Evitas el tema político, aunque lo mencionas, como parte del ambiente inevitable, del clima. Pero no lo cuelas como hiciste en, por ejemplo, “Escritores famosos”. ¿Por qué?
—Hay dos cosas: “Escritores famosos” es parte de un proyecto de El País, para sus cuentos del verano, donde nos pidieron un cuento que —de alguna manera— retratara la realidad política de nuestros países. Con La enfermedad mis intenciones eran totalmente contrarias. Tenía un relato íntimo, era lo que quería contar; y también me tentaba la idea de desconcertar a más de un lector que piensa que los latinoamericanos siempre estamos irremediablemente atados al tema de la historia con mayúsculas, a las grandes sagas, a las epopeyas sociales. Yo decidí apostar a que aquello que en nuestros países llamamos “la realidad” fuera —como tú bien dices— un clima inevitable.
—Dos personajes de contraste pactan: el viejo y su servicio. ¿Metáfora, propuesta ante la compleja situación social que vive Venezuela?
—Tal vez. O también: una posible metáfora de las muchas Venezuelas que existen y que —según parece— ya no saben convivir en el país. En el fondo, en algún momento, pensé que una idea general de la enfermedad podía ir rotando, cambiando, en cada fragmento de la novela. Eso podría permitir que el lector, ante cada página, encontrara una enfermedad distinta u otra forma de enfermedad en una nueva situación. Ahí quizás entra el elemento social, en esa relación —de tan pocas palabras y de tanta intimidad— entre los dos personajes.
2 comentarios:
Tenía mucha curiosidad por este libro, ahor aveo que no era en vano.
Señor Doménico, su relato Oficios lleva tiempo dándome vueltas en la cabeza...¿Alguna manera de contactar con usted?
Soy médico y el libro me estremeció. No me pareció ver alguna metáfora cursi ni lloriqueos, debido a que he palpado la enfermedad y la muerte muy de cerca y me parece que el autor escribe un tema duro con mucha valentía. Describe y analiza a la vez a la gente y cosas comunes de nuestra Caracas con mucho talento. Tambien lo hace con dos polos de la enfermedad donde ambos seres humanos sufren, aunque solo uno de ellos será el que, realmente conocerá el final. El autor trae a colación escritos de autores conocedores del tema. Recomiendo ampliamente este libro.
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