Volver a ponerse en las manos de Tennessee Williams, confiar de nuevo en sus admirables artimañas literarias que hunden en pozos de decadencia física y moral a sus personajes —tras esas horribles jornadas de desesperación y de terrores familiares tan suyas—, para después hacerles creer que tarde o temprano llegará un breve destello de luz que anunciará un nuevo día en el que, tal vez, no quede espacio para la contemplación en el espejo de un rostro caduco y anciano que una vez fue muy hermoso, significa para esta lectora —remedando unos inspiradores versos de Gamoneda— retroceder a sus legumbres y a las miradas en que es reconocida. Resulta difícil imaginar la historia del cine estadounidense sin el genio creador de Tennessee Williams (y quizá se deba a esa enorme popularidad cinematográfica el que los aspectos puramente literarios de su obra hayan quedado más desdibujados de lo que debieran). Resulta, por tanto, muy fácil comprender que, sin él, gran parte de nuestros iconos, gran parte de las imágenes que conservamos como paradigmas de la más cruda e insalvable soledad humana, no habrían existido. Nuestra manera de entender el comportamiento de los perdedores, de esos personajes que advierten, de repente, que en su interior algo se ha roto de forma irreparable y para siempre, no sería la misma si Tennessee Williams no hubiera modelado su propia realidad como lo hizo.
En La primavera romana de la señora Stone, Williams nos entrega la inmensa fragilidad de una mujer que ha conocido el éxito más glamouroso y más competitivo en los teatros de medio mundo, pero que ahora, viuda, rica y avejentada, se halla, muy sola, en una Roma primaveral que ni la conoce ni la respeta. La señora Stone ha elegido residir en “la ciudad eterna” para descubrir, precisamente allí, que si hay algo que no es eterno es la belleza física, ese efímero esplendor sobre el que ella cimentó toda su celebridad —y toda su superioridad— durante unos años de los que, en el momento en que empieza a sentirse tan vacía y tan derrotada, ni siquiera podría decir que fueran los mejores de su vida.
La desesperación, la incertidumbre, los interiores machacados de seres que han de sobrevivir a cualquier precio, son personajes reales en esta historia de traiciones y servidumbres. Personajes que se van presentando a lo largo de las poco más de cien páginas que condensan, de forma magistral y en medio de un ambiente que es mezcla de sueño y realidad debido al terrible estado de confusión en que se halla la señora Stone, la historia conjunta de unos individuos que deben sobreponerse a su propio declive. Los personajes de Tennessee Williams se la juegan para poder sentir que siguen vivos. Son conscientes de sus debilidades, de sus miserias más íntimas, y pelean como gatos para seguir subsistiendo. La señora Stone, en ese sentido, no es distinta: su reinado ha concluido, los ataques de pánico ante el abismo que, una y otra vez, se abre a sus pies son constantes, y empieza a resultar obvia su patética dependencia del bellísimo gigoló que se ha ido convirtiendo en su sombra. Pero la señora Stone sabe que, por encima de todo, ha de mantener su dignidad intacta. Y, aferrándose a ese empeño, pretenderá regular su conducta. Hasta que, incapaz de regular nada, se dejará arrastrar hacia una predecible autodestrucción que vendrá de la mano del caprichoso comportamiento de ese bello gigoló llamado Paolo.
Esos personajes abstractos a los que me refería (la ansiedad, el vértigo) resultan tan palpables como la propia señora Stone o como la magnífica condesa muerta de hambre —una virtuosa en el arte de elegir los escenarios más propicios para lograr la consumación de cualquier affaire sentimental— quien, para poder comer, trafica con los hermosos jóvenes romanos que se ofrecen a las damas estadounidenses simulando una sinceridad y un afecto en los que absolutamente nadie cree: ni los muchachos ni la anciana condesa ni las propias damas, a quienes les sobra un dinero que están dispuestas a entregar a cambio de volver a sentirse deseadas o, al menos, admiradas. Todos ellos se ven dominados por un fatalismo que les impedirá realizar cualquier movimiento espontáneo, porque todos ellos saben, desde el inicio de su periplo, que están condenados a participar en una carrera que les hace daño, que les humilla, pero que también les da la vida. De este modo, la señora Stone advertirá que, en el interior de ese extraño y putrefacto universo que en torno a ella se ha creado en Roma, todo lo que puede hacer ya es ir a la deriva. Sólo a la deriva.
1 comentario:
¡Qué reseña tan deliciosa! Ya echaba de menos a Pilar Adón por aquí...
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