Alfaguara, Madrid, 2006 (reedición). 226 pp. 17,50 €
Amadeo Cobas
En un encuentro literario que tuvo lugar hace unos años en Albarracín (Teruel), uno de esas citas que organiza el genio de Arteixo, Antón Castro, escuché una conferencia de Julio Llamazares. En dicha conferencia, se cuestionaba el escritor leonés si una obra literaria mostraba mayor universalidad debido a que su acción transcurriese en Madrid, París o Nueva York. Ponía un único ejemplo para demostrar que no: El Quijote.
Partiendo de esta premisa, y de ese gusto del autor por recuperar lugares recónditos, se inicia un viaje, atravesando allá donde “se mueren todos los pueblos de la montaña”, según dice un octogenario que le sale al paso. Si eso ocurría hace veinticinco años, cuando se forjó la primera redacción del libro, no queremos ni imaginar los pocos que allá quedarán ahora.
Entretenerse leyendo un libro de viajes es tan complicado como pasárselo bien cuando los amigos te invitan a su casa para ver las fotos o el vídeo de sus vacaciones. Es muy difícil interesar al viajero virtual, hay que ofrecerle una motivación extra para que no se aburra leyendo las descripciones, los pormenores de aquellos lugares en los que el escritor se ha deleitado con sus paseos. En esta obra es notable la recreación del recelo que provoca en las gentes que viven en la ribera de El río del olvido, la aparición de un desconocido. También deben destacarse los giros líricos utilizados por Llamazares para pormenorizar sus encuentros con la Naturaleza, esa forma pausada de narrar, cadenciosa, reparando en el detalle, remedando el ritmo suave con el que anda su camino.
Porque de todos es sabido que el complemento mejor en un viaje es el paisaje, rima rimando. Incluido el humano. Aquí hay un variopinto manojo de paisajes humanos que jalonan las distintas etapas: el abuelo que lleva una década leyendo el periódico del mismo día, el topo de la posguerra, el estudiante que da noticia de aquel vidente cuya profecía aún no se ha cumplido, y según la cual llegará un día en que los hombres volveremos a subirnos a los árboles, como cuando éramos chimpancés. Que aún no se ha cumplido lo dice él...
El río del olvido es un mar de recuerdos para el viajero, quien “reconoce cada curva y cada cuesta”, es el regreso a su niñez, a las vacaciones veraniegas, desde la distancia del tiempo, desde la misma distancia en que relata, en una tercera persona que en realidad es de primera mano. Es una gira gastronómica no muy lucida, a decir verdad, dado que el viajero la pretende, pero en demasiadas ocasiones no alcanza a comer más allá que embutidos y croquetas de ave. Pasa un hambre canina. Es, en definitiva, el anecdotario a seis días de ruta en soledad hasta el nacimiento del río Curueño.
Si la pretensión de todo libro de viajes consiste en incitar al lector, antes inclusive de dar cabo a la lectura, a remedar el viaje expuesto, esta particular travesía por la margen del Curueño es imitable, pero poniéndonos en la piel de alguien que, “como buen vagabundo, es solitario y errante, vegeta por el invierno por las ciudades para poder andar los caminos por el verano”.
Esto es, tocará dormir al raso o en un pajar. Y comer cuando se encuentre dónde. ¡Buen viaje!
Amadeo Cobas
En un encuentro literario que tuvo lugar hace unos años en Albarracín (Teruel), uno de esas citas que organiza el genio de Arteixo, Antón Castro, escuché una conferencia de Julio Llamazares. En dicha conferencia, se cuestionaba el escritor leonés si una obra literaria mostraba mayor universalidad debido a que su acción transcurriese en Madrid, París o Nueva York. Ponía un único ejemplo para demostrar que no: El Quijote.
Partiendo de esta premisa, y de ese gusto del autor por recuperar lugares recónditos, se inicia un viaje, atravesando allá donde “se mueren todos los pueblos de la montaña”, según dice un octogenario que le sale al paso. Si eso ocurría hace veinticinco años, cuando se forjó la primera redacción del libro, no queremos ni imaginar los pocos que allá quedarán ahora.
Entretenerse leyendo un libro de viajes es tan complicado como pasárselo bien cuando los amigos te invitan a su casa para ver las fotos o el vídeo de sus vacaciones. Es muy difícil interesar al viajero virtual, hay que ofrecerle una motivación extra para que no se aburra leyendo las descripciones, los pormenores de aquellos lugares en los que el escritor se ha deleitado con sus paseos. En esta obra es notable la recreación del recelo que provoca en las gentes que viven en la ribera de El río del olvido, la aparición de un desconocido. También deben destacarse los giros líricos utilizados por Llamazares para pormenorizar sus encuentros con la Naturaleza, esa forma pausada de narrar, cadenciosa, reparando en el detalle, remedando el ritmo suave con el que anda su camino.
Porque de todos es sabido que el complemento mejor en un viaje es el paisaje, rima rimando. Incluido el humano. Aquí hay un variopinto manojo de paisajes humanos que jalonan las distintas etapas: el abuelo que lleva una década leyendo el periódico del mismo día, el topo de la posguerra, el estudiante que da noticia de aquel vidente cuya profecía aún no se ha cumplido, y según la cual llegará un día en que los hombres volveremos a subirnos a los árboles, como cuando éramos chimpancés. Que aún no se ha cumplido lo dice él...
El río del olvido es un mar de recuerdos para el viajero, quien “reconoce cada curva y cada cuesta”, es el regreso a su niñez, a las vacaciones veraniegas, desde la distancia del tiempo, desde la misma distancia en que relata, en una tercera persona que en realidad es de primera mano. Es una gira gastronómica no muy lucida, a decir verdad, dado que el viajero la pretende, pero en demasiadas ocasiones no alcanza a comer más allá que embutidos y croquetas de ave. Pasa un hambre canina. Es, en definitiva, el anecdotario a seis días de ruta en soledad hasta el nacimiento del río Curueño.
Si la pretensión de todo libro de viajes consiste en incitar al lector, antes inclusive de dar cabo a la lectura, a remedar el viaje expuesto, esta particular travesía por la margen del Curueño es imitable, pero poniéndonos en la piel de alguien que, “como buen vagabundo, es solitario y errante, vegeta por el invierno por las ciudades para poder andar los caminos por el verano”.
Esto es, tocará dormir al raso o en un pajar. Y comer cuando se encuentre dónde. ¡Buen viaje!
1 comentario:
Recuerdo que leí El río del olvido ya hace muchos años. Recuerdo que lo compré en el transcurso de unas vacaciones.(Por cierto, la portada de aquella edición era más bonita que esta de ahora).
Conservo de este libro un recuerdo dulce, de lectura mañanera y tranquila. Eran tiempos de cuando uno buscaba la paz con uno mismo y con el mundo, de senderos y mochilas, de noches estrelladas.
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