Trad. Eugenia Vázquez Nacarino. Lumen, Barcelona, 2006. 407 pp. 21 €
María Pilar Queralt del Hierro
Imaginemos un suburbio londinense. Una casa de clase media, con su pequeño jardín (of course) y el aire inequívoco de aquello que fue y ya no es: un hogar. Donde habitó una familia, ahora vive un anciano solitario refugiado en sus recuerdos entre la sordidez propia de la vejez y la soledad. No está desatendido, cierto. Sus hijas Vera y Nadezhda le acompañan siempre que sus obligaciones se lo permiten; además está ocupado en escribir una prolija historia sobre tractores ucranianos que le remite a su pasado de ingeniero en Ucrania, su país de origen. Todo, pues, está en orden. Hasta que, insospechadamente, su vida cambia. La culpable se llama Valentina, es una emigrante ucraniana sin papeles que sueña con dar a su hijo estudios en Cambridge. Es hortera, charlatana, vacua y presumida pero Nikolai, que así se llama nuestro protagonista, la compara con la Venus de Botticelli... ¡porque tiene unos pechos de infarto! Rápidamente, Vera y Nadezhda entran en estado de alerta: su padre está a punto de caer en una trampa puesto que es evidente que a la exuberante ucraniana solo le interesa el matrimonio para conseguir la nacionalidad británica. Ambas deciden obviar sus diferencias ideológicas y afectivas e intentar evitar lo inevitable: que el anciano Nikolai pase de novio ufano a esposo maltratado.
Sólo el contenido tono narrativo y un oportuno happy end —todo lo feliz que la vejez y la soledad pueden permitir— consiguen que el previsible drama se convierta en una distendida tragicomedia. El mérito es, sin duda, de la autora, Marina Lewycka, que ha conseguido hacer de una historia cotidiana un explosivo cocktail de ternura, humor, sentimientos y pequeñas ambiciones domésticas. Así, lo que podía haber sido un folletín se convierte en una narración tierna y cercana que, aunque suene a tópico, tan pronto conmueve como provoca la carcajada.
Lewycka conoce bien el tema puesto que nació en un campo de refugiados de Kiel y, tras la Segunda Guerra Mundial, se estableció en Inglaterra con sus padres. Allí reside en la actualidad y allí ejerce como profesora en la Sheffield Hallam University. No es difícil, pues, adivinarla tras la progresista Nadezhda, la menor de las dos hijas de Nikolai, socialista, culta, tolerante y “políticamente correcta”, enfrentada a su hermana la refinada Vera, que goza tanto de una buena situación económica como de una agitada vida privada. Ambas se mueven en torno a su padre y a una serie de personajes arquetípicos (la vecina ucraniana, las hijas universitarias, la propia Valentina y su amante explotador...) de la sociedad urbana de cualquier país europeo actual. Con ellos desfilan por las páginas de Los amores de Nikolai la oleada migratoria desde los países del Este, el espejismo del consumo, el cruce de culturas, la falsa tolerancia, incluso la obsesión por el cuerpo y la moda (la propia Valentina es una fashion victim hortera) conformando un todo heterogéneo que provoca en el lector una sonrisa inteligente, eso si con un cierto regusto amargo.
Posiblemente uno de los mayores méritos de la novela sea la paulatina evolución de los personajes de Vera y Nadehzda que, de meros estereotipos, pasan a convertirse en seres de carne y hueso. Así, Nadezhda verá temblar muchas de sus convicciones y Vera, la “mala” oficial, se mostrará como una mujer que ha conocido la tragedia del exilio y el hambre de una postguerra. Para humanizarlas definitivamente bastará la evocación de un recuerdo de infancia compartido por las dos hermanas. Acababan de llegar a Inglaterra, el frío y el hambre les obligó a refugiarse en una estación de autobuses junto a su madre y, ante su sorpresa, se les acercó una elegante dama que les ofreció una limosna. Nadezhda comenta: “Ese día decidí que sería socialista”, y Vera responde: “Y yo que sería la dama del abrigo de visón”...
Los amores de Nikolai no tiene desperdicio. Un retazo de vida convertido en literatura gracias al perfecto dibujo de la psicología de los personajes, al mantenimiento del pulso narrativo y a la vigencia de las situaciones. Un lujo, pues, que no debe dejarse escapar.
María Pilar Queralt del Hierro
Imaginemos un suburbio londinense. Una casa de clase media, con su pequeño jardín (of course) y el aire inequívoco de aquello que fue y ya no es: un hogar. Donde habitó una familia, ahora vive un anciano solitario refugiado en sus recuerdos entre la sordidez propia de la vejez y la soledad. No está desatendido, cierto. Sus hijas Vera y Nadezhda le acompañan siempre que sus obligaciones se lo permiten; además está ocupado en escribir una prolija historia sobre tractores ucranianos que le remite a su pasado de ingeniero en Ucrania, su país de origen. Todo, pues, está en orden. Hasta que, insospechadamente, su vida cambia. La culpable se llama Valentina, es una emigrante ucraniana sin papeles que sueña con dar a su hijo estudios en Cambridge. Es hortera, charlatana, vacua y presumida pero Nikolai, que así se llama nuestro protagonista, la compara con la Venus de Botticelli... ¡porque tiene unos pechos de infarto! Rápidamente, Vera y Nadezhda entran en estado de alerta: su padre está a punto de caer en una trampa puesto que es evidente que a la exuberante ucraniana solo le interesa el matrimonio para conseguir la nacionalidad británica. Ambas deciden obviar sus diferencias ideológicas y afectivas e intentar evitar lo inevitable: que el anciano Nikolai pase de novio ufano a esposo maltratado.
Sólo el contenido tono narrativo y un oportuno happy end —todo lo feliz que la vejez y la soledad pueden permitir— consiguen que el previsible drama se convierta en una distendida tragicomedia. El mérito es, sin duda, de la autora, Marina Lewycka, que ha conseguido hacer de una historia cotidiana un explosivo cocktail de ternura, humor, sentimientos y pequeñas ambiciones domésticas. Así, lo que podía haber sido un folletín se convierte en una narración tierna y cercana que, aunque suene a tópico, tan pronto conmueve como provoca la carcajada.
Lewycka conoce bien el tema puesto que nació en un campo de refugiados de Kiel y, tras la Segunda Guerra Mundial, se estableció en Inglaterra con sus padres. Allí reside en la actualidad y allí ejerce como profesora en la Sheffield Hallam University. No es difícil, pues, adivinarla tras la progresista Nadezhda, la menor de las dos hijas de Nikolai, socialista, culta, tolerante y “políticamente correcta”, enfrentada a su hermana la refinada Vera, que goza tanto de una buena situación económica como de una agitada vida privada. Ambas se mueven en torno a su padre y a una serie de personajes arquetípicos (la vecina ucraniana, las hijas universitarias, la propia Valentina y su amante explotador...) de la sociedad urbana de cualquier país europeo actual. Con ellos desfilan por las páginas de Los amores de Nikolai la oleada migratoria desde los países del Este, el espejismo del consumo, el cruce de culturas, la falsa tolerancia, incluso la obsesión por el cuerpo y la moda (la propia Valentina es una fashion victim hortera) conformando un todo heterogéneo que provoca en el lector una sonrisa inteligente, eso si con un cierto regusto amargo.
Posiblemente uno de los mayores méritos de la novela sea la paulatina evolución de los personajes de Vera y Nadehzda que, de meros estereotipos, pasan a convertirse en seres de carne y hueso. Así, Nadezhda verá temblar muchas de sus convicciones y Vera, la “mala” oficial, se mostrará como una mujer que ha conocido la tragedia del exilio y el hambre de una postguerra. Para humanizarlas definitivamente bastará la evocación de un recuerdo de infancia compartido por las dos hermanas. Acababan de llegar a Inglaterra, el frío y el hambre les obligó a refugiarse en una estación de autobuses junto a su madre y, ante su sorpresa, se les acercó una elegante dama que les ofreció una limosna. Nadezhda comenta: “Ese día decidí que sería socialista”, y Vera responde: “Y yo que sería la dama del abrigo de visón”...
Los amores de Nikolai no tiene desperdicio. Un retazo de vida convertido en literatura gracias al perfecto dibujo de la psicología de los personajes, al mantenimiento del pulso narrativo y a la vigencia de las situaciones. Un lujo, pues, que no debe dejarse escapar.
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