Marta Sanz
F. Martínez Laínez en los preliminares de esta antología constata el cambio operado en la figura del detective desde los orígenes del género: el filo zigzagueante que separa el bien del mal, la neblina que se cierne sobre las ideologías, subrayan el escepticismo y la impotencia de unos héroes-antihéroes que no tienen claro cuál es el sentido de su existencia ni de esos achaques que contraen a fuerza de desilusiones, chicas que no eran lo que parecían y muchos tanganazos del bourbon. Ese modelo de detective melancólico, duro y moral en el desaliño de su conducta, es el de aquel agente sin nombre que siembra cizaña en Poisonville, o el de Marlowe, especialmente en El largo adiós... Algo parecido ocurre con el Maigret de Simenon e incluso con el comisario Wallander que asiste al desmoronamiento de la socialdemocracia sueca, a causa de una globalización, que saca a la luz el infierno de los paraísos más remotos. En la versión española del género —tendente al costumbrismo y al chascarrillo, y ni lo uno ni lo otro se apuntan con acritud— también encontramos a esos perdedores que bracean, entre aguas calientes y frías, como Carvalho. Tal como apunta Martínez Laínez, en paralelo, el criminal se transforma y camina hacia el territorio de lo psicopatológico: los detectives se convierten en psiquiatras y los policías, en forenses. La sociología deja paso a la psicología y el compromiso del género negro deviene, a menudo, en el cientifismo de la doctora Kay Scarpetta —por poner un ejemplo único— o en su falsa antípoda: la magia templaria. El cambio de derrota en la mentalidad criminal, desde el racionalismo —se mataba por dinero o por ansia de poder o por algo «razonable»—, hacia las psicopatologías, liquida el entramado de la novela-enigma, porque la deducción lógica para inferir los móviles queda invalidada en el universo desestructurado y polimórfico de la mente enferma: el extremo opuesto de esta concepción lo hallamos en las novelas de Mrs. Christie donde la locura sólo es una excusa para librar al reo de la horca, porque la locura, en su universo de tramas relojeras, no puede existir. Los lectores ya no desean tampoco que Ripley se salga con la suya y ni se compadecen del verdugo porque sus anomalías monstruosas nos impiden comprenderlo: ya no es como cuando un nieto mataba a su abuelo porque el viejo lo torturaba, y el detective le abría el resquicio de la puerta de atrás. Aunque parezca que cada día los límites son más difusos, en el fondo, cada vez los compartimentos estanco se tabican con muros más compactos, y la desconfianza, el odio y la xenofobia han echado raíces en nuestro mundo y en nuestros productos culturales. Crímenes contados es una antología, que nos permite reflexionar en esta dirección y, al mismo tiempo, anula el prejuicio de que este tipo de narraciones, breves y altamente codificadas, puede leerse con un ojo abierto y otro cerrado: M. Agustí, con mano maestra, define personajes de una sola pincelada. J. Bolea escribe una historia de negocios, adulterios y burguesías rampantes, protagonizada por la inspectora Martina de Santo, un denunciante sin credibilidad, una mujer fatal que no lo parece y otra, que lo parece, pero no lo es. Tampoco se puede cerrar el ojo, con el cuento de R. Fuentes: la crueldad, los prostíbulos y las dobles personalidades, las sectas y los matones toman forma a través de un lenguaje de la violencia digno de Hadley Chase o del sheriff de las 1280 almas de Thompson, pero en el nuevo espacio mítico del corredor del Henares. El sexo duro y el humor grueso están al cabo de la calle, igual que en ese alarde de culturalismo-serie B, titulado Porno duro de M. Quinto. Giménez Barlett presenta un caso de la inspectora Delicado, en el que la química entre esta “Quijota” del feminismo —en un mundo real y literario gobernado por señores— y el subinspector, su sabio escudero, es encantadora. F. González Ledesma, el mítico Silver Kane, trenza en su cuento el amor y la muerte en una casa en ruinas habitada por gatos famélicos. El casticismo zaragozano y lingüístico de J.L. Gracia Morteo se enreda al cuello del lector como la serpiente de su relato. J. Ibáñez practica la escritura en viñetas, donde el movimiento, el color y los efectos visuales adquieren tanta importancia como un final ¿abierto?, que paradójicamente se produce en una situación claustrofóbica. Juan Madrid lleva a cabo un brillante ejercicio de concentración que subraya la violencia por efecto de la elipsis, creando una atmósfera que mete arenilla al lector por la rendija del ojo: escuece. A. Martín dibuja un mundo en el que el romanticismo mata, a través de la peripecia de un personaje que recuerda al Muss de Adiós muñeca. En el relato de Martínez Laínez, los triángulos nunca deberían convertirse en cuartetos: aunque el diccionario lo rebata, los primeros resultan mucho más armónicos. R. Reig nos instala en un ambiente, a caballo entre el negro y la ciencia-ficción, a lo Minority Report, a lo Blade Runner, pero con un acierto añadido: el del escritor que, sin aparentar tomarse en serio a sí mismo, pone el dedo en la llaga de un futuro que ya es presente. Todos los relatos se leen con facilidad, pero ninguno tiene una lectura fácil. En este libro, los practicantes del género confían en un código no gastado, para desvelar nuestras miserias, entreteniéndonos. Y ese optimismo combativo, que se concreta a través de las claves de la tradición, es un ejemplo muy de agradecer.
F. Martínez Laínez en los preliminares de esta antología constata el cambio operado en la figura del detective desde los orígenes del género: el filo zigzagueante que separa el bien del mal, la neblina que se cierne sobre las ideologías, subrayan el escepticismo y la impotencia de unos héroes-antihéroes que no tienen claro cuál es el sentido de su existencia ni de esos achaques que contraen a fuerza de desilusiones, chicas que no eran lo que parecían y muchos tanganazos del bourbon. Ese modelo de detective melancólico, duro y moral en el desaliño de su conducta, es el de aquel agente sin nombre que siembra cizaña en Poisonville, o el de Marlowe, especialmente en El largo adiós... Algo parecido ocurre con el Maigret de Simenon e incluso con el comisario Wallander que asiste al desmoronamiento de la socialdemocracia sueca, a causa de una globalización, que saca a la luz el infierno de los paraísos más remotos. En la versión española del género —tendente al costumbrismo y al chascarrillo, y ni lo uno ni lo otro se apuntan con acritud— también encontramos a esos perdedores que bracean, entre aguas calientes y frías, como Carvalho. Tal como apunta Martínez Laínez, en paralelo, el criminal se transforma y camina hacia el territorio de lo psicopatológico: los detectives se convierten en psiquiatras y los policías, en forenses. La sociología deja paso a la psicología y el compromiso del género negro deviene, a menudo, en el cientifismo de la doctora Kay Scarpetta —por poner un ejemplo único— o en su falsa antípoda: la magia templaria. El cambio de derrota en la mentalidad criminal, desde el racionalismo —se mataba por dinero o por ansia de poder o por algo «razonable»—, hacia las psicopatologías, liquida el entramado de la novela-enigma, porque la deducción lógica para inferir los móviles queda invalidada en el universo desestructurado y polimórfico de la mente enferma: el extremo opuesto de esta concepción lo hallamos en las novelas de Mrs. Christie donde la locura sólo es una excusa para librar al reo de la horca, porque la locura, en su universo de tramas relojeras, no puede existir. Los lectores ya no desean tampoco que Ripley se salga con la suya y ni se compadecen del verdugo porque sus anomalías monstruosas nos impiden comprenderlo: ya no es como cuando un nieto mataba a su abuelo porque el viejo lo torturaba, y el detective le abría el resquicio de la puerta de atrás. Aunque parezca que cada día los límites son más difusos, en el fondo, cada vez los compartimentos estanco se tabican con muros más compactos, y la desconfianza, el odio y la xenofobia han echado raíces en nuestro mundo y en nuestros productos culturales. Crímenes contados es una antología, que nos permite reflexionar en esta dirección y, al mismo tiempo, anula el prejuicio de que este tipo de narraciones, breves y altamente codificadas, puede leerse con un ojo abierto y otro cerrado: M. Agustí, con mano maestra, define personajes de una sola pincelada. J. Bolea escribe una historia de negocios, adulterios y burguesías rampantes, protagonizada por la inspectora Martina de Santo, un denunciante sin credibilidad, una mujer fatal que no lo parece y otra, que lo parece, pero no lo es. Tampoco se puede cerrar el ojo, con el cuento de R. Fuentes: la crueldad, los prostíbulos y las dobles personalidades, las sectas y los matones toman forma a través de un lenguaje de la violencia digno de Hadley Chase o del sheriff de las 1280 almas de Thompson, pero en el nuevo espacio mítico del corredor del Henares. El sexo duro y el humor grueso están al cabo de la calle, igual que en ese alarde de culturalismo-serie B, titulado Porno duro de M. Quinto. Giménez Barlett presenta un caso de la inspectora Delicado, en el que la química entre esta “Quijota” del feminismo —en un mundo real y literario gobernado por señores— y el subinspector, su sabio escudero, es encantadora. F. González Ledesma, el mítico Silver Kane, trenza en su cuento el amor y la muerte en una casa en ruinas habitada por gatos famélicos. El casticismo zaragozano y lingüístico de J.L. Gracia Morteo se enreda al cuello del lector como la serpiente de su relato. J. Ibáñez practica la escritura en viñetas, donde el movimiento, el color y los efectos visuales adquieren tanta importancia como un final ¿abierto?, que paradójicamente se produce en una situación claustrofóbica. Juan Madrid lleva a cabo un brillante ejercicio de concentración que subraya la violencia por efecto de la elipsis, creando una atmósfera que mete arenilla al lector por la rendija del ojo: escuece. A. Martín dibuja un mundo en el que el romanticismo mata, a través de la peripecia de un personaje que recuerda al Muss de Adiós muñeca. En el relato de Martínez Laínez, los triángulos nunca deberían convertirse en cuartetos: aunque el diccionario lo rebata, los primeros resultan mucho más armónicos. R. Reig nos instala en un ambiente, a caballo entre el negro y la ciencia-ficción, a lo Minority Report, a lo Blade Runner, pero con un acierto añadido: el del escritor que, sin aparentar tomarse en serio a sí mismo, pone el dedo en la llaga de un futuro que ya es presente. Todos los relatos se leen con facilidad, pero ninguno tiene una lectura fácil. En este libro, los practicantes del género confían en un código no gastado, para desvelar nuestras miserias, entreteniéndonos. Y ese optimismo combativo, que se concreta a través de las claves de la tradición, es un ejemplo muy de agradecer.
5 comentarios:
Muy buenas comparaciones, que ayudan a situar mejor los relatos.
Marta Sanz es estupenda. Da gusto leer sus reseñas. Chicos, este proyecto es la caña. Seguid así.
Yo sólo quitaría de la lista a Reig. Un tipo que ha declarado en algún que otro artículo que considera al relato breve un género menor, lacayo casi de la novela (por mucho que sea una opinión personal no deja de parecerme asombroso), y que manifiesta además un nulo conocimiento del género del cuento no debería ser antologado en ningún sitio, por puro respeto a los cuentistas que andamos dando guerra por ahí.
Quizá es muy drástico, e incluso apresurado teniendo en cuenta que no he leído su relato, pero vaya, es lo que pienso.
Y lamento, vaya, poner limaduras a esta fantástica reseña con mi opinión.
Very cool design! Useful information. Go on!
Installing zig zag driveway International and disability insurance Cost asphalt driveway South texas resorts real estate layton utah Decks patios driveways hellier kentucky
What a great site
» » »
Publicar un comentario