Traducción de Marta Alcaraz. Libros del Asteroide, Madrid, 2006. 215 pp. 17,95 €
Care Santos
«Hay ciudades que parecen soñarse a sí mismas», afirma Manel Ollé (autor del interesante Made in China, Destino, 2006) en el encabezamiento de su prólogo a este volumen, refiriéndose a Pekín, «una de esas megalópolis del siglo XXI; atareadas y vulgares, habitadas sin saberlo por sueños literarios en fuga». En escasas diez páginas, y a modo de pórtico ideal, repasa Ollé la bibliografía de aquellos autores que han prestado atención en su obra a la capital china, de Marco Polo, de quien se duda que llegara alguna vez a Calambuc —nombre mongol de la ciudad— a Boris Vian (El otoño en Pekín), Max Frish (Mi o el viaje a Pekín), Pierre Loti (Los últimos días de Pekín), Paul Claudel o la misma Pearl S. Buck de La buena tierra, «la más inluyente y leída reivención de China desde Marco Polo hasta nuestros días». Lo que todos estos autores tienen en común, siempre según el prologuista, es la enorme distancia que separa la Pekín real de la que ellos plasmaron en sus libros, a pesar de que algunos vivieron en la capital china hasta dos lustros.
El caso del libro que nos ocupa es más bien el contrario. No hay en Kidd intención de reinventar ciudad alguna. Más bien de dejar constancia de aquello que se desintegra ante sus ojos, de retener imágenes, personajes y situaciones condenadas a desaparecer en unos pocos años. Y exactamente eso hace en estas páginas, con inmenso amor y también con infinita tristeza. No hace falta decir que se trata de un autor de un solo libro. Y también de un destino paradógico y hasta cierto punto trágico, que no encontró jamás otro acomodo real que el de aquel Oriente que tanto amó y que tan bien glosó.
Me gusta imaginar a David Kidd, un chaval de Kentucky (USA) de apenas 20 años, desembarcando en la ciudad imperial en 1946 con la intención de concentrarse en el estudio de la poesía clásica china en la universidad de Yenching. Sólo eso ya le convierte en alguien peculiar. Muy pronto conoció a la que sería su mujer, Aimee Yu, una joven de la aristocracia china, emparentada con la dinastía manchú. Gracias a ese enlace, Kidd conoció —y contó— las interioridades de una clase en peligro de extinción, sus manías, sus costumbres, sus rituales, su estupefacción y también su desacomodo en un mundo que de pronto se les volvió hostil.
Resultan enternecedoras, por ejemplo, las cuitas de una de las cuñadas de Kidd enfrentada a la necesidad de trabajar como una plebeya, algo que, por cierto, hizo con enorme naturalidad. Y también los denodados esfuerzos de la familia al completo por conservar su mundo, simbolizado, sobre todo, por la antigua mansión familiar y su jardín artificial. Amparados por la delicadeza de ese espacio exterior, columna vertebral de la casa, celebran los Yu una de las últimas fiestas que se ofrecieron en la ciudad, bajo la atenta mirada de unos soldados comunistas que no entienden nada de lo que allí ocurre. No es de extrañar, por cierto, viendo el paisanaje que la familia fue capaz de congregar alrededor de sus estanques artificiales, y cuya descripción (páginas 83 a 100) constituye uno de los mejores pasajes del libro.
Asimismo, merecen la pena los personajes familiares. Todos, sin excepciones, pero en especial la tía Qin, una anciana aferrada a sus costumbres ancestrales, que ve con malos ojos cualquier aire de renovación. Por supuesto, también al marido extranjero de su sobrina Aimeé. Paradójicamente, tía Qin conocerá también uno de los destinos menos feroces de la familia, recluida por voluntad propia en un asilo, en contraste con el de Hermano Mayor, con quien la nueva coyuntura será mucho menos amable.
Care Santos
«Hay ciudades que parecen soñarse a sí mismas», afirma Manel Ollé (autor del interesante Made in China, Destino, 2006) en el encabezamiento de su prólogo a este volumen, refiriéndose a Pekín, «una de esas megalópolis del siglo XXI; atareadas y vulgares, habitadas sin saberlo por sueños literarios en fuga». En escasas diez páginas, y a modo de pórtico ideal, repasa Ollé la bibliografía de aquellos autores que han prestado atención en su obra a la capital china, de Marco Polo, de quien se duda que llegara alguna vez a Calambuc —nombre mongol de la ciudad— a Boris Vian (El otoño en Pekín), Max Frish (Mi o el viaje a Pekín), Pierre Loti (Los últimos días de Pekín), Paul Claudel o la misma Pearl S. Buck de La buena tierra, «la más inluyente y leída reivención de China desde Marco Polo hasta nuestros días». Lo que todos estos autores tienen en común, siempre según el prologuista, es la enorme distancia que separa la Pekín real de la que ellos plasmaron en sus libros, a pesar de que algunos vivieron en la capital china hasta dos lustros.
El caso del libro que nos ocupa es más bien el contrario. No hay en Kidd intención de reinventar ciudad alguna. Más bien de dejar constancia de aquello que se desintegra ante sus ojos, de retener imágenes, personajes y situaciones condenadas a desaparecer en unos pocos años. Y exactamente eso hace en estas páginas, con inmenso amor y también con infinita tristeza. No hace falta decir que se trata de un autor de un solo libro. Y también de un destino paradógico y hasta cierto punto trágico, que no encontró jamás otro acomodo real que el de aquel Oriente que tanto amó y que tan bien glosó.
Me gusta imaginar a David Kidd, un chaval de Kentucky (USA) de apenas 20 años, desembarcando en la ciudad imperial en 1946 con la intención de concentrarse en el estudio de la poesía clásica china en la universidad de Yenching. Sólo eso ya le convierte en alguien peculiar. Muy pronto conoció a la que sería su mujer, Aimee Yu, una joven de la aristocracia china, emparentada con la dinastía manchú. Gracias a ese enlace, Kidd conoció —y contó— las interioridades de una clase en peligro de extinción, sus manías, sus costumbres, sus rituales, su estupefacción y también su desacomodo en un mundo que de pronto se les volvió hostil.
Resultan enternecedoras, por ejemplo, las cuitas de una de las cuñadas de Kidd enfrentada a la necesidad de trabajar como una plebeya, algo que, por cierto, hizo con enorme naturalidad. Y también los denodados esfuerzos de la familia al completo por conservar su mundo, simbolizado, sobre todo, por la antigua mansión familiar y su jardín artificial. Amparados por la delicadeza de ese espacio exterior, columna vertebral de la casa, celebran los Yu una de las últimas fiestas que se ofrecieron en la ciudad, bajo la atenta mirada de unos soldados comunistas que no entienden nada de lo que allí ocurre. No es de extrañar, por cierto, viendo el paisanaje que la familia fue capaz de congregar alrededor de sus estanques artificiales, y cuya descripción (páginas 83 a 100) constituye uno de los mejores pasajes del libro.
Asimismo, merecen la pena los personajes familiares. Todos, sin excepciones, pero en especial la tía Qin, una anciana aferrada a sus costumbres ancestrales, que ve con malos ojos cualquier aire de renovación. Por supuesto, también al marido extranjero de su sobrina Aimeé. Paradójicamente, tía Qin conocerá también uno de los destinos menos feroces de la familia, recluida por voluntad propia en un asilo, en contraste con el de Hermano Mayor, con quien la nueva coyuntura será mucho menos amable.
Las costumbres de un mundo que desaparece quedan plasmadas con brillantez en un pasaje inolvidable: aquel en el que Kidd narra la visita, realizada junto a su esposa, del templo familiar, consagrado al culto de los antepasados y, más aún, el que se refiere al terrible final del lugar, convertido en improvisada playa para bañistas urbanos (páginas 113-114). Pasajes como éste demuestran, además, el enorme instinto como contador de historias de David Kidd que, pese a no ser escritor, maneja las herramientas del oficio con sabiduría. Se comprueba en cada una de estas páginas, además, que cuando la ausencia de impostura y la sencillez se conjugan con uno de esos talentos innatos para narrar el resultado suele ser un libro como éste: arrebatador a pesar (o a causa, precisamente) de su ausencia absoluta de pretensión.
No puedo dejar de referirme al Kidd maduro y anciano. Su matrimonio fracasó en Estados Unidos, donde él nunca dejó de ser estigmatizado por haber vivido tantos años en un país comunista. Aimeé, en cambio, supo sacar tajada de su condición de renegada de Mao e instalarse en una tierra que veía a los de su condición con simpatía. Aimee murió en Estados Unidos mientras Kidd decidió regresar a Oriente, a Japón, donde dio clases en las universidades de Kobe y Osaka a la par que convertirse en un conocido coleccionista de arte. El Kioto fundó el Oomoto School of Traditional Japanese Art. Su casa, explica Ollé en el prólogo «se convirtió en lugar obligado de peregrinación para los jóvenes bohemios europeos que circulaban por Japón».
No puedo dejar de referirme al Kidd maduro y anciano. Su matrimonio fracasó en Estados Unidos, donde él nunca dejó de ser estigmatizado por haber vivido tantos años en un país comunista. Aimeé, en cambio, supo sacar tajada de su condición de renegada de Mao e instalarse en una tierra que veía a los de su condición con simpatía. Aimee murió en Estados Unidos mientras Kidd decidió regresar a Oriente, a Japón, donde dio clases en las universidades de Kobe y Osaka a la par que convertirse en un conocido coleccionista de arte. El Kioto fundó el Oomoto School of Traditional Japanese Art. Su casa, explica Ollé en el prólogo «se convirtió en lugar obligado de peregrinación para los jóvenes bohemios europeos que circulaban por Japón».
Sinceramente, espero tener ocasión de peregrinar hasta allí algún día.
3 comentarios:
Me ha gustado mucho la reseña. Y el libro, que leía el fin de semana pasado. Está muy bien que de vez en cuando aparezcan aquí libros publicados por editoriales menos habituales, nuevos sellos independientes; cada vez más se encuentra una en las librerías de verdad estas nuevas editoriales, que ofrecen siempre buenos libros, nunca falla. Libros del Asteoride, Funambulista comentábais también hace poco. Y hay que sumar Atalanta, Periférica, Gadir. Esta última se ha dedicado con ahínco a un escritor que me parece un clásico, Dino Buzzatti, y a reivindicar a Antonio Ferres, que me parece mejor novelista que poeta, pero que es interesante; también lo es Jules Vallès, que ha publicado Periférica, o Miguel Cané. Mis amigos argentinos están sorprendidos de que se recupere esa novela aquí, y que sea una editorial pequeña como Periférica.
Y en ensayo, que comentáis menos, también hay buenas propuestas. Por ejemplo, Melusina. Sus libritos "de colores" están muy bien. Gracias por vuestro blog, da buenas pistas.
Gracias a ti por tus comentarios y tu buen gusto.
Excelentes tus reseñas, suelo entrar bastante aqui en busca de informaciones y distintos puntos de vista.
Asteroide es una de mis editoriales fetiche, publican unos libros buenísimos y difíciles de encontrar en castellano
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