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martes, marzo 02, 2010

El ruido eterno, Alex Ross

Trad. Luis Gago. Seix Barral, Barcelona, 2009. 800 pp. 24 €

Alberto Luque Cortina

El siglo XX, ya veremos lo que viene, ha sido un siglo de iconos culturales proyectados con el potente foco de los mass media. Se me ocurren algunos nombres: Marilyn, Ché Guevara, Picasso, los Beatles, Einstein, Mickey Mouse, ¿seguimos?, aquí cabe todo el mundo. En este santuario multitudinario escasean los compositores de la mal llamada música “clásica”. Salvo contadas excepciones —Stravinsky sería una de ellas—, sus nombres son sólo conocidos, y venerados, por un número reducido de fieles. Es como si las grandes estrellas del rock y del pop hubieran relevado a aquellos del papel social que en el XIX cumplían los Wagner, Verdi, Mahler.
El repertorio del XX, especialmente el de su segunda mitad, no es precisamente popular. Existen, desde luego, muchas causas para que esto suceda, pero ninguna lo justifica. Curiosamente, incluso entre quienes atesoran versiones de las variaciones Goldberg, hay una tendencia a identificar la música del XX con el “ruido”, prejuicio infundado, pues si algo define a este periodo es su fascinante diversidad. Alex Ross (1968), crítico del New Yorker, ha intentado poner orden en este gran fresco musical de un siglo, por lo demás, convulso en todos los órdenes sociales.
Los no iniciados en la música contemporánea, y por extensión en la de las primeras décadas del XX, podrían leer esta introducción con recelo: al fin y al cabo no parece que el tema resulte, en principio, apasionante. De nuevo, los prejuicios. El ruido eterno, apropiadamente traducido por Luis Gago, es un libro muy interesante, riguroso y ameno, pero sobre todo es una guía fiable para adentrarse en un archipiélago sonoro alucinante, accesible para el oyente a través numerosos sitios en Internet, comenzando por el blog del Alex Ross y siguiendo por algunas webs gratuitas, como Spotify, donde el lector podrá ilustrar musicalmente las explicaciones del autor.
Así, de la mano de Ross, podemos adentrarnos en un siglo muy estimulante dominado por la sombra de Arnold Schoenbeg, de quien Strauss afirmó: «Sería mejor si se dedicara a quitar nieve con una pala que a llenar pentagramas de garabatos». Hasta la “venida” de Schoenberg, gurú del atonalismo y el dodecafonismo, los hallazgos sonoros de Debussy, del propio Strauss, o incluso de Stravinsky —no olvidemos que Schoenberg compuso Ewartung en 1909, cuatro años antes de la Consagración—, podrían considerarse tímidos intentos de encontrar nuevos caminos a los abiertos por la música tonal. El compositor vienés exhibió también una presunta, y a veces desafiante, indiferencia ante las reacciones que su música pudiera provocar entre el público, filosofía que asumieron algunos de sus herederos musicales con ferocidad combativa.
En realidad, esta actitud no era muy diferente de la adoptada por los artistas plásticos de las primeras vanguardias del siglo XX, reflejo del cambio que se estaba produciendo en la forma de entender el arte. Basta con recordar que una de las obras más influyentes del arte contemporáneo es… el urinario que en 1917 Duchamp expuso en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. La referencia a Duchamp no es gratuita, pues también ejerció una fuerte influencia sobre los jóvenes músicos, por ejemplo sobre Cage, que en 1952 estrenó 4´33´´ una composición en tres movimientos en la que el pianista no toca una sola nota (en Youtube puedes ¿escuchar? sus versiones para solista —con David Tudor, su mejor intérprete— u orquesta, y que cada cual saque sus propias conclusiones). Elliot Carter, al referirse a su segundo cuarteto (1959) comentó muy schoenbergianamente: «Decidí escribir por una vez una obra muy interesante para mí mismo y mandar al infierno al público y también a los intérpretes».
Partiendo de que estos apuntes, casi capturados al “azar”, pueden transmitir una imagen frívola y distorsionada de estos compositores a quien desconozca su trayectoria, evidencian el distanciamiento creciente entre los músicos y el público, en un intento de los primeros por hallar nuevas dimensiones sonoras. Es cierto que algo parecido sucede con la pintura o la escultura, pero para desgracia de los músicos, que tienen que vivir de subvenciones, la música no se subasta en Sotheby´s.
En realidad, este paseo por la música del siglo XX es también un repaso a nuestra historia reciente: la república de Weimar, el New Deal, los totalitarismos, o la Segunda Guerra Mundial y sus consecuencias: el macarthismo o la escuela de Darmstadt, ese laboratorio musical creado en la ciudad alemana tras la guerra que acabó convocando a músicos como Messiaen, Ligetti, Kagel, Nono, Boulez, o Stockhausen, entre muchos otros. Sin perder su interés, es cierto que, en ese recorrido, el “canon” de Ross puede resultar discutible, especialmente por lo que se refiere a la importancia que da a los músicos estadounidenses. La relevancia, por ejemplo, que otorga a Gershwin o a Copland contrasta con la práctica ausencia de compositores británicos como Vaughan Williams, Finzi o Walton, que si bien no fueron “rompedores”, ocupan su lugar en la música del XX.
Las ausencias y las presencias son siempre controvertidas en una obra de estas características, más aún en una historia demasiado reciente y aún inconclusa. El asunto pierde interés si consideramos que la música contemporánea ha provocado, precisamente, la desintegración del canon; sólo de este modo adquiere sentido la afirmación de Cage: «Amo los sonidos tal y como son». ¿Virgil Thomson antes que Varèse? ¿Realmente importa? En último extremo, esta atomización de la música conduce a la exaltación del gusto particular y resuelve también la cuestión de por qué la música contemporánea no es popular. La respuesta llega con la negación de la pregunta: qué importa. La popularidad no es, per se, un criterio artístico. Cada música busca a su oyente y este libro es una sugerente invitación a que cada cual encuentre la suya.

viernes, mayo 22, 2009

Elvis, la construcción del mito / Elvis, la destrucción del hombre, Peter Guralnick

Trad. Alberto Manzano. Global Rhythm, Barcelona, 2008. 575 pp / 847 pp. 49.5 € / 49,5 €

Manuel Vilas

En mi opinión, no creo que haya un mito más grande y más fascinante en el mundo de la cultura de masas de la segunda mitad del siglo XX que el mito de Elvis Presley. Reconozco que no puedo ser imparcial a la hora de hablar de Elvis Presley, que me puede el mito, pues Elvis es para mí una de las creaciones humanas más hermosas y más definitivas. Mi fascinación por Elvis es total. Por eso, estos dos volúmenes de carácter biográfico de Peter Guralnick, que ha traducido impecablemente Alberto Manzano para la editorial Global Rhythm, son una auténtica biblia para cualquier apasionado del fenómeno Elvis Presley. El fenómeno Elvis es más complejo de lo que pudiera parecer a primera vista, y tiene distintos niveles de conocimiento. Guralnick sabe perfectamente que hablar de Elvis en profundidad es hablar de los sueños colectivos de millones de fans que dieron a Elvis una identidad que oscila entre lo irracional, lo político, lo libidinoso, y lo sacrificial. Guralnick sabe que la historia de Elvis Presley es la historia de una destrucción, de un sacrificio, de una distorsión moral. Pero más allá de las interpretaciones, que en el caso de Elvis son imprescindibles, los dos tomos de Guralnick están escritos con un rigor aplastante. Decir que estamos ante la biografía definitiva de Elvis puede ser ya un tópico, pero desde luego me parece muy cierto que tardará bastante en aparecer una biografía que supere la meticulosidad de ésta.
Encontrará el lector en estos dos tomos una reconstrucción llena de detalles de la vida de Elvis, de sus orígenes familiares, de sus primeros estudios, de su vida privada, del mundo en el que se movió durante su juventud, del advenimiento a los círculos infernales de la fama, de los conciertos, de las giras, del dinero, de las discográficas, del cine, de los mánagers, de los músicos, de las drogas, de las amantes, de los amigos, y de la política. Los dos tomos, titulados Último tren a Menphis y Amores que matan, siguen la cronología de la vida de Elvis, desde enero de 1935, con que se inicia el primer volumen, hasta el verano de 1977, cierre del segundo volumen. Quizá uno de los capítulos más escalofriantes es el dedicado a la autopsia de Elvis Presley. Esa autopsia tiene un valor simbólico que casi no alcanzo a vislumbrar. La mitología elvisiana tiene en estos dos tomos la cartografía imprescindible para alcanzar el corazón de ese hombre, o de esa voz, que es un resumen de lo que como raza hemos sabido idolatrar, conducir a los altares de la histeria y de la pasión. Quizá la histeria que acompañó la vida de Elvis sea la gran creación psicosocial del siglo XX. El estremecimiento orgiástico, liberador, compulsivo, erotizante de las masas ante una voz sigue siendo un misterio, probablemente un misterio de origen político, que tiene que ver con la democracia y con el capitalismo emocional