Trad. Jadwiga Maurizio. Madrid, Impedimenta, 2010. 140 pp. 16 €
Luis Manuel Ruiz
Ciencia ficción es el título que se le dio a mediados del siglo XX a un incómodo género de literatura, y por extensión de cine, centrado en cohetes de papel de aluminio y la posibilidad de invasión de los Estados Unidos por fuerzas totalitarias, preferentemente procedentes de mundos alternativos. La mayor parte de la ciencia ficción literaria, aceptando los postulados presentes en esas obras pioneras de H. G. Wells que fueron La guerra de los mundos, El hombre invisible o La máquina del tiempo, ha jugueteado con imágenes de un futuro más o menos lejano en que la industria del hombre, gracias al avance progresivo del que ya dio indicios a finales del siglo XIX, convertía la vida, alternativamente, en un paraíso o una escombrera: tanto al presentarnos un mundo donde el poderío tecnológico era capaz de suplir todas las necesidades de la población (Puerta al verano, de Robert Heinlein), como al alertarnos de las consecuencias siniestras que de ese poder cabían derivarse (el dominio de las máquinas en, por ejemplo, RUR, de Karel Čapek), la ciencia ficción, dando razón a su etiqueta, se ocupó sobre todo de explorar los límites del conocimiento y la técnica humanos y de hacerlos coincidir con los límites de la imaginación. Y llegó la dispensa continua de cohetes, computadoras, casas inteligentes, píldoras que garantizaban la longevidad, medios de comunicación que permitían detectar los remotos balbuceos de las estrellas. En medio de ese despliegue de chatarra, claro, el hombre terminaba por cruzarse con razas alienígenas y se enemistaba o se daba abrazos con ellas, como niños en el patio del recreo. En 1976, Stanislaw Lem fue expulsado sumariamente de la Science Fiction Writers of America Society por haberse hartado de todo esto. Por denunciar, de manera pública y notoria, que la ciencia ficción, al menos en su vertiente yanqui, se había extraviado en una pueril invención de aparatos imposibles y había dejado de lado lo que él consideraba su auténtica, profunda razón de ser: imaginar otros mundos. Y al decir esto no estaba pensando sólo en paisajes distintos a los de nuestro planeta, sino a una manera distinta de presenciarlos, de formar conceptos sobre ellos, de existir.
Más de un especialista de la cosa ha afirmado que, de poder aislarse uno, el alcaloide que caracteriza a la ciencia ficción en confrontación con el resto de géneros, literarios o no, es el encuentro con la alteridad. Lo otro, lo extraño, lo inclasificable, lo que no es como nosotros: por lo general una inteligencia extraterrestre o una civilización desconocida, o un cerebro artificial, o un dios. Creo poder afirmar que el único autor que ha llevado esa petitio principii hasta sus últimas consecuencias es Stanislaw Lem: sólo él se ha atrevido a atisbar no un universo diferente, sino un método diferente de pensar en él. A ese respecto, si bien conviene observar con atención la obra más visible de Lem, puesto que en ella encontramos ejemplos acabados y correctos de ciencia ficción canónica (lo que suele llenar los catálogos de las editoriales mayoritarias: Relatos de las estrellas, Ciberíada, Edén, y sobre todo, Solaris), sus títulos estelares serían los aparecidos en las últimas décadas de su vida, cuando las viejas naves espaciales habían ido dejando lugar paulatinamente a ingenios de menor tonelaje pero más altos vuelos, y concibió esa extraordinaria trilogía que es la Biblioteca del siglo XXI. Compuesta por tres tomos independientes pero íntimamente ligados (Vacío perfecto, Magnitud imaginaria y Golem XIV), la Biblioteca recoge el legado de las grandes fantasías filosóficas de la tradición occidental y se lanza a recorrer los bordes del pensamiento humando recalando en cada una de sus fisuras y sus huecos. El resultado es espectacular: creemos estar seguros de qué es el universo (creemos, ay, que existe un universo), pero todo nuestro saber, nuestras certezas y nuestra anticipación no constituyen más que prejuicios fundados en largas barbas académicas y libros de fórmulas de aspecto muy serio. Como también nos enseñaron Borges y Calvino, compañeros de Lem en este tipo de singladuras extremas, todo lo que sabemos o confiamos en saber flota sobre el abismo negro de la ignorancia, que es la nada.
Poco conocida y menos frecuentada por el lector en castellano, la Biblioteca del siglo XXI tuvo una tímida edición por parte de Bruguera en los años ochenta del siglo que se fue. La editorial Impedimenta, embarcada ahora en una de esas escasas cruzadas por las que merece la pena arriar las velas, está rescatando las traducciones correspondientes, debidas a Jadwiga Maurizio, y presentando estas joyas en un formato lleno de delicadeza que hace pensar en viejos atlas y bibliotecas con jardín. Magnitud imaginaria, la segunda entrega de la serie, amplía el espíritu y las formas de su directa antecesora, Vacío perfecto. Si en el primer volumen Lem se escudaba, a la hora de presentar sus ficciones, en reseñas de libros imaginarios, ahora emprende la tarea de dotar de prólogos a otros que tampoco han sido escritos y que presumiblemente (y por desgracia, todo hay que decirlo) nunca lo serán. La excusa del prólogo, como ya sucedía en el caso previo con la recensión, permite al autor esbozar una breve sinopsis del argumento de cada título y de exponer sus fortalezas y sus puntos flacos. El banquete de ironía y vértigo metafísico está servido: a lo largo de cuatro secciones encabezadas por nombres de lo más granado de la sátira moderna (los supuestos autores de los libros que se prologan son señores como Reginald Gulliver o Juan Rambellais), Lem consigue ese raro prodigio que en él y sólo en él se vuelve doméstico, el de conjugar la amenidad con el humor y con una fina capacidad de análisis que convierte al lector en algo más, en mucho más, que un pasivo receptor de alimentos precocinados.
El primer prólogo, “Necrobias”, presenta la colección de fotografías de Cezary Strzbisz, conocido sobre todo por sus series pornográficas. Aquí Strzbisz (dice el prologuista) ha llevado su morbosidad a sus últimos límites; porque nos brinda no instantáneas de los pliegues más indigestos de la piel humana, sino de su esqueleto: se trata de un conjunto de láminas tomadas a través de rayos X, donde calaveras y fémures se entrelazan en un macabro remedo del acto sexual. “La Erúntica”, el segundo apartado, narra la proeza del doctor R. Gulliver, “filósofo-diletante y bacteriólogo amateur que un buen día, hace dieciocho años, tomó la decisión de enseñar a las bacterias la lengua inglesa”. Y que logró que ciertas cepas mutantes bautizadas como Gulliveriana coli bibliographica y telecognitiva predijeran aspectos del futuro (porque las bacterias disponen de un grado de presciencia que les permite reaccionar ante eventuales amenazas), justo antes de morir enseñando a leer a los bacilos del cólera. Obviando el último texto, una enciclopedia loca del futuro llamada “Extelopedia Vestrand” y que contiene venenosas pullas contra la oscuridad de los tecnicismos científicos, quizá el más logrado sea el tercero, “Historia de la literatura bítica”. Aquí nos encontramos con que ciertas computadoras, sirviéndose de programas diseñados al efecto, son capaces de redactar obras literarias. En un primer momento, dichas obras se asemejan candorosamente a las que podría componer un ser humano (o las rebasan, como en el caso de La niña, del Pseudo-Dostoievski); pero una vez cumplida esa primera fase, las máquinas elaboran novelas, ensayos y dramas que se alejan de la problemática de los hombres y su visión de la realidad y que parecen adoptar un punto de vista propio de almas cibernéticas, si es que cabe dicha entelequia: porque una de las interrogantes que queda en el aire, y en cuyo contexto se citan naturalmente las famosas leyes de Turing, es si estas obras literarias son el resultado de vivencias psicológicas reales o si sólo fingen serlo… Es decir, si, igual que un Tamagotchi finge tener hambre, un novelista mecánico puede fingir a Madame Bovary sin creérsela.
En la mayoría de nuestros escritores humanos, por cierto, el problema corre por cauces parejos: pero a ver, ¿hay inteligencia debajo de esos signos?
Luis Manuel Ruiz
Ciencia ficción es el título que se le dio a mediados del siglo XX a un incómodo género de literatura, y por extensión de cine, centrado en cohetes de papel de aluminio y la posibilidad de invasión de los Estados Unidos por fuerzas totalitarias, preferentemente procedentes de mundos alternativos. La mayor parte de la ciencia ficción literaria, aceptando los postulados presentes en esas obras pioneras de H. G. Wells que fueron La guerra de los mundos, El hombre invisible o La máquina del tiempo, ha jugueteado con imágenes de un futuro más o menos lejano en que la industria del hombre, gracias al avance progresivo del que ya dio indicios a finales del siglo XIX, convertía la vida, alternativamente, en un paraíso o una escombrera: tanto al presentarnos un mundo donde el poderío tecnológico era capaz de suplir todas las necesidades de la población (Puerta al verano, de Robert Heinlein), como al alertarnos de las consecuencias siniestras que de ese poder cabían derivarse (el dominio de las máquinas en, por ejemplo, RUR, de Karel Čapek), la ciencia ficción, dando razón a su etiqueta, se ocupó sobre todo de explorar los límites del conocimiento y la técnica humanos y de hacerlos coincidir con los límites de la imaginación. Y llegó la dispensa continua de cohetes, computadoras, casas inteligentes, píldoras que garantizaban la longevidad, medios de comunicación que permitían detectar los remotos balbuceos de las estrellas. En medio de ese despliegue de chatarra, claro, el hombre terminaba por cruzarse con razas alienígenas y se enemistaba o se daba abrazos con ellas, como niños en el patio del recreo. En 1976, Stanislaw Lem fue expulsado sumariamente de la Science Fiction Writers of America Society por haberse hartado de todo esto. Por denunciar, de manera pública y notoria, que la ciencia ficción, al menos en su vertiente yanqui, se había extraviado en una pueril invención de aparatos imposibles y había dejado de lado lo que él consideraba su auténtica, profunda razón de ser: imaginar otros mundos. Y al decir esto no estaba pensando sólo en paisajes distintos a los de nuestro planeta, sino a una manera distinta de presenciarlos, de formar conceptos sobre ellos, de existir.
Más de un especialista de la cosa ha afirmado que, de poder aislarse uno, el alcaloide que caracteriza a la ciencia ficción en confrontación con el resto de géneros, literarios o no, es el encuentro con la alteridad. Lo otro, lo extraño, lo inclasificable, lo que no es como nosotros: por lo general una inteligencia extraterrestre o una civilización desconocida, o un cerebro artificial, o un dios. Creo poder afirmar que el único autor que ha llevado esa petitio principii hasta sus últimas consecuencias es Stanislaw Lem: sólo él se ha atrevido a atisbar no un universo diferente, sino un método diferente de pensar en él. A ese respecto, si bien conviene observar con atención la obra más visible de Lem, puesto que en ella encontramos ejemplos acabados y correctos de ciencia ficción canónica (lo que suele llenar los catálogos de las editoriales mayoritarias: Relatos de las estrellas, Ciberíada, Edén, y sobre todo, Solaris), sus títulos estelares serían los aparecidos en las últimas décadas de su vida, cuando las viejas naves espaciales habían ido dejando lugar paulatinamente a ingenios de menor tonelaje pero más altos vuelos, y concibió esa extraordinaria trilogía que es la Biblioteca del siglo XXI. Compuesta por tres tomos independientes pero íntimamente ligados (Vacío perfecto, Magnitud imaginaria y Golem XIV), la Biblioteca recoge el legado de las grandes fantasías filosóficas de la tradición occidental y se lanza a recorrer los bordes del pensamiento humando recalando en cada una de sus fisuras y sus huecos. El resultado es espectacular: creemos estar seguros de qué es el universo (creemos, ay, que existe un universo), pero todo nuestro saber, nuestras certezas y nuestra anticipación no constituyen más que prejuicios fundados en largas barbas académicas y libros de fórmulas de aspecto muy serio. Como también nos enseñaron Borges y Calvino, compañeros de Lem en este tipo de singladuras extremas, todo lo que sabemos o confiamos en saber flota sobre el abismo negro de la ignorancia, que es la nada.
Poco conocida y menos frecuentada por el lector en castellano, la Biblioteca del siglo XXI tuvo una tímida edición por parte de Bruguera en los años ochenta del siglo que se fue. La editorial Impedimenta, embarcada ahora en una de esas escasas cruzadas por las que merece la pena arriar las velas, está rescatando las traducciones correspondientes, debidas a Jadwiga Maurizio, y presentando estas joyas en un formato lleno de delicadeza que hace pensar en viejos atlas y bibliotecas con jardín. Magnitud imaginaria, la segunda entrega de la serie, amplía el espíritu y las formas de su directa antecesora, Vacío perfecto. Si en el primer volumen Lem se escudaba, a la hora de presentar sus ficciones, en reseñas de libros imaginarios, ahora emprende la tarea de dotar de prólogos a otros que tampoco han sido escritos y que presumiblemente (y por desgracia, todo hay que decirlo) nunca lo serán. La excusa del prólogo, como ya sucedía en el caso previo con la recensión, permite al autor esbozar una breve sinopsis del argumento de cada título y de exponer sus fortalezas y sus puntos flacos. El banquete de ironía y vértigo metafísico está servido: a lo largo de cuatro secciones encabezadas por nombres de lo más granado de la sátira moderna (los supuestos autores de los libros que se prologan son señores como Reginald Gulliver o Juan Rambellais), Lem consigue ese raro prodigio que en él y sólo en él se vuelve doméstico, el de conjugar la amenidad con el humor y con una fina capacidad de análisis que convierte al lector en algo más, en mucho más, que un pasivo receptor de alimentos precocinados.
El primer prólogo, “Necrobias”, presenta la colección de fotografías de Cezary Strzbisz, conocido sobre todo por sus series pornográficas. Aquí Strzbisz (dice el prologuista) ha llevado su morbosidad a sus últimos límites; porque nos brinda no instantáneas de los pliegues más indigestos de la piel humana, sino de su esqueleto: se trata de un conjunto de láminas tomadas a través de rayos X, donde calaveras y fémures se entrelazan en un macabro remedo del acto sexual. “La Erúntica”, el segundo apartado, narra la proeza del doctor R. Gulliver, “filósofo-diletante y bacteriólogo amateur que un buen día, hace dieciocho años, tomó la decisión de enseñar a las bacterias la lengua inglesa”. Y que logró que ciertas cepas mutantes bautizadas como Gulliveriana coli bibliographica y telecognitiva predijeran aspectos del futuro (porque las bacterias disponen de un grado de presciencia que les permite reaccionar ante eventuales amenazas), justo antes de morir enseñando a leer a los bacilos del cólera. Obviando el último texto, una enciclopedia loca del futuro llamada “Extelopedia Vestrand” y que contiene venenosas pullas contra la oscuridad de los tecnicismos científicos, quizá el más logrado sea el tercero, “Historia de la literatura bítica”. Aquí nos encontramos con que ciertas computadoras, sirviéndose de programas diseñados al efecto, son capaces de redactar obras literarias. En un primer momento, dichas obras se asemejan candorosamente a las que podría componer un ser humano (o las rebasan, como en el caso de La niña, del Pseudo-Dostoievski); pero una vez cumplida esa primera fase, las máquinas elaboran novelas, ensayos y dramas que se alejan de la problemática de los hombres y su visión de la realidad y que parecen adoptar un punto de vista propio de almas cibernéticas, si es que cabe dicha entelequia: porque una de las interrogantes que queda en el aire, y en cuyo contexto se citan naturalmente las famosas leyes de Turing, es si estas obras literarias son el resultado de vivencias psicológicas reales o si sólo fingen serlo… Es decir, si, igual que un Tamagotchi finge tener hambre, un novelista mecánico puede fingir a Madame Bovary sin creérsela.
En la mayoría de nuestros escritores humanos, por cierto, el problema corre por cauces parejos: pero a ver, ¿hay inteligencia debajo de esos signos?
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