viernes, septiembre 21, 2007

La abadesa de Castro, Stendhal

Trad.: Olalla García. Introd.: Pablo d´Ors. Impedimenta. Madrid. 2007. 172 pp. 17,50 €

Marta Sanz

Lo primero que se me ocurre mientras leo La abadesa de Castro, inmejorable debut de la editorial Impedimenta, es que el estereotipo pasional, instantáneo, visceral, vesánico y sensualista sobre Italia, que subyace por ejemplo en Una habitación con vistas de E. M. Forster, no hubiera sido posible sin la entusiasta aportación de Stendhal. Las salidas de tono como expresión del deseo reprimido de esos personajes de Forster, impresionados por la estatuaria de la plaza de la Signoria -Perseo mantiene alzada la cabeza amputada de Medusa- o por los desbocados comportamientos de florentinos nativos instintivos –valga la rima- capaces de sacarse las tripas con un cuchillo en una reyerta de procedencia y ejecución profundamente eróticas, no hubieran sido posibles sin las Crónicas italianas de Henri Beyle. Si en la narrativa de Forster Italia es el caldo de cultivo ideal para la eclosión de los deseos enquistados en los corazones y entrepiernas de los civilizadísimos anglosajones y ese conflicto, propiciado por las condiciones ambientales de un marco incomparable, entre la naturaleza y la civilización, la pasión y la razón, el instinto y la cortesía, el sol total del Mediterráneo y la pluviosidad británica, cristaliza en unos personajes de una morbosidad melodramática difícil de superar; a Stendhal no le hace falta contrastar nada ni crear veladuras para presentar al lector un universo en el que la violencia es atractiva; la sangre, bella; el azar y la equivocación, fructíferos; la maquinación y la mentira, recursos de supervivencia y principio moral.
Stendhal tiene un dispositivo retiniano para verlo todo en rojo, desde su francofonía fascinada por el exceso, y escribir una historia de amor imposible, una aventura casi bizantina, el relato de un encuentro que es un desencuentro permanente, y hacerlo con los colores vivos de los pintores del Cinquecento italiano: Rafael, Leonardo, Miguel Ángel, Giorgione, Tiziano, Veronés... Eso sí, evitando la languidez o la ambigüedad del sfumato. El corte que Stendhal da a sus personajes es de una simplicidad admirable como también lo es el modo tajante, casi abrupto, con que articula la acción sobre el papel pautado de la trama. No es raro que encontremos en la novela injerencias del autor: “La señora de Campireali, que, desde hacía un momento, se consideraba justificada para hacer cualquier cosa, inventó toda una serie de razonamientos, demasiado largos para exponerlos aquí” (pág. 103, la cursiva es nuestra). Stendhal no tiene tiempo para la dubitación psicológica, para el discurso extenso o la repetición de acciones; es un maestro de la elipsis y de la narración vertiginosa: las páginas del asalto al convento por parte de Julio, el protagonista, que pretende raptar a Elena, son uno de los ejemplos más logrados de la literatura de acción, una muestra de visualidad pre-cinematográfica, en la que el lector acaba con agujetas y casi con la lengua fuera. Si el lector no sigue el ritmo de los tijeretazos y velocidades stedhalianos corre el riesgo de encontrar aleatorias, excesivamente repentinas, las decisiones y movimientos de los personajes; entonces debe recordar que está en el mismo seno rojo y palpitante de la Italia del Renacimiento, que los personajes se mueven por impulsos y que el mundo se puede poner literalmente cabeza abajo de un día para otro.
La abadesa de Castro es una narración breve que concentra las esencias de La cartuja de Parma, obra mayor de este novelista junto con su Rojo y negro. Es un escrito destilado en el que no debe extrañar la acumulación de todo tipo de truculencias, extraídas de los documentos de un antiguo proceso judicial –la crónica de sucesos de la época- en los que parece que Stendhal se basó para escribir al menos el último tramo de la historia. Por las páginas de La abadesa nos topamos con muchos de los tópicos de la literatura romántica, casi de un género gótico en el que lo único que no hay son apariciones, fantasmas o diablos, falsos y artificiosos como los de Mrs. Radcliffe o verdaderos como los de Monk Lewis: manuscritos encontrados, exotismo histórico y legendario, el sur de Europa, bandoleros admirados por el pueblo, sanguinarios señores de la guerra y del poder, deudas de honor, amores entre familias enfrentadas, rivalidades irresolubles, asesinatos impremeditados que conducen a la desgracia, embarazos que son el fruto de una conducta pecaminosa, hijos secretos entregados a un sirviente, mujeres disfrazadas de monjes y amantes disfrazados de mujeres, deseos no consumados por la misma fuerza blanca del amor más puro –bonita idea, en este caso pre-freudiana, ésa de que la represión de las pulsiones sexuales engendra la infelicidad-, hermosas muchachas de labios muy finos, ramos de flores ensangrentados, escaramuzas para consumar una cita nocturna, engaños por amor y por venganza, ocultamientos de que un supuesto muerto esta vivo o de que un supuesto vivo está muerto, pasiones prohibidas entre mujeres que han tomado los hábitos y obispos enamorados incapaces de luchar contra sus devociones carnales, conventos que parecen casas de lenocinio, libertinaje, depravación, torturas, crueldad extrema asumida con la naturalidad de las bestias depredadoras, simonía y, sobre todo, y muy especialmente Elena, la abadesa de Castro, que ante la imposibilidad de gozar del amor verdadero se degrada, se entrega, conspira, humilla, se confiesa y finalmente comete el mayor de los pecados. Sólo al final de la historia, que se lee de un tirón, el lector podrá coger aire y, tras un gran suspiro, tomarse un descanso para recuperarse de tanta emoción y de tanto trajín.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Una obra muy bonita. Enhorabuena a los editores. Y bonita no sólo porque la historia es magnífica, sino porque el libro es precioso: quitadle la cubierta, y os llevaréis una sorpresa.
Un libro para llevarse a un café este finde y leerlo mientras llueve.
Blanca

El llegidor pecador dijo...

Una lectura muy agradable, una novela muy "moderna"; me sorprendió con agrado el carácter, a ratos contradictorio, de los protagonistas.
Quítele la sobrecubierta... ¡Qué gozada! Me la llevaría así a los cafés.

19 de septiembre de 2007 12:26 AM