Trad. Verónica Aranda
Polibea, Madrid, 2016.
10 €
José Luis Gómez Toré
Aun a riesgo de caer en un tópico, hay que constatar que la presencia en nuestro panorama editorial de la lírica portuguesa no siempre se corresponde con la riqueza de una tradición, que, por solo citar a algunos autores contemporáneos, incluye a figuras tan relevantes como Fernando Pessoa, Eugenio de Andrade, Sophia de Mello Breyner, Nuno Júdice o Herberto Hélder. Por ello, siempre es de agradecer un libro como este que, en una muy hermosa edición de Polibea, nos acerca a la voz de António Ramos Rosa en las cuidadas versiones de la poeta Verónica Aranda, quien también firma el prólogo.
Una primera aproximación a este conjunto de poemas en prosa puede hacer pensar en un libro eminentemente metapoético. Y es así, en gran medida. Incluso llama la atención la voluntad ensimismada, la necesidad de crear un espacio cerrado como si el mundo exterior fuera una amenaza o una distracción: «No escribo para abrir un espacio, escribo tal vez para encerrarme en un gran huevo de sombra con árboles inmensos y lámparas de piedra». Como nuestro barroco Soto de Rojas, el poeta luso parece querer trazar, a través del espacio textual, un paraíso cerrado para muchos y jardines abiertos para pocos. Sin embargo, a poco que nos adentremos en la trama de estos poemas, nos encontramos con que ese ensimismamiento es afín al del acto erótico y a su cerrada intimidad: repliegue que, sin embargo, se abre a una realidad más allá del yo (y del tú). Así, en no pocos textos eros y poesía parecen confundirse en un mismo afán por existir plenamente y a la vez borrarse en el otro, en lo otro (lo otro del cuerpo, lo otro del lenguaje).
Podíamos decir que en este libro, parafraseando una famosa obra de Bachelard, hay toda una poética del espacio. «Todo deseo es deseo de espacio», leemos en el poema “Cuerpo nocturno”. Y ya antes, en otro texto, se afirma: «En verdad, lo que busco es un espacio para respirar». Escribir es así un esfuerzo por recuperar el aliento perdido, una indagación para abrir (y cerrar) esos claros, que al lector español no pueden sino evocarle uno de los más hermosos libros de María Zambrano, Claros del bosque, no solo por su título sino porque, como en la filósofa española, la escritura, en el momento en que semeja pura evasión, es justo entonces cuando más pie hace en lo real. Por más que en el libro se deja sentir la herencia mallarmeana del libro como mundo, como realidad autónoma, ese gesto de cierre parece solo el preámbulo de una apertura, de un habitar el mundo para alumbrar un sentido sagrado puramente inmanente, ajeno a toda trascendencia: «Lo que antaño eran dioses se extiende en el esplendor de las cosas y los seres».
Si, como decíamos al principio, estamos ante un libro en buena medida metapoético, hay que entender esa mirada autorreflexiva no desde la suficiencia de Narciso, sino en la búsqueda inagotable de una palabra esquiva, como esquivo es el mundo. De ahí que el recurso al poema en prosa no sea casual pues, aunque los textos en general son breves, parecería como si el poema pudiera prolongarse indefinidamente, en el sentido etimológico de “prosa” como huida hacia adelante. El lector que acompaña al poeta en esa búsqueda no queda defraudado. Aunque ello suponga reconocer que el poeta es el que sabe callarse a tiempo ante la enigmática evidencia de lo que es: «La voz silenciosa del espacio es sencilla, soberana».
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