Trad. de Regina López Muñoz
Errata Naturae, Madrid, 2016. 352 pp. 19 €
Fermín Herrero
Tras el succès d’estime de su trilogía de índole autobiográfica, publicada también en español por Errata Naturae, llega ahora a las librerías la última novela de Edna O’Brien, que apareció en inglés el año pasado y constituyó, para el público y la crítica británicos –sectores cada vez más divergentes en todo Occidente, por lo que es noticia esperanzadora- un acontecimiento en toda regla, tras diez años de silencio narrativo por parte de la autora. Fue saludada con encendidos elogios, entre otros, por John Banville y Philip Roth, con lo que está todo dicho.
Frente a la frescura íntima de las novelas anteriores de las “chicas”, el arranque de Las sillitas rojas es un tanto peliculero. La acción se inicia en un pueblo irlandés, un escenario especialidad de la casa, pues O’Brien demostró ya sobradamente en las narraciones mencionadas que conoce a la perfección los intríngulis, las ganas de chismorreo y escándalo, los mecanismos psicológicos que rigen la vida secreta de estas localidades pequeñas. Y una vez más lo consigue. A este respecto, por caso, es muy atinado el retrato de un club de lectura, epidemia que se ve que no afecta sólo a nuestro país.
En ese escenario, como por ensalmo, aparece en una noche cerrada, heladora, invernal, un hombre barbudo, ataviado con un abrigo talar y solemnes guantes blancos. Todo en este extraño caballero, estirado y al tiempo con aura de santo peregrino, es fascinante y enigmático: procede de un lejano país, Montenegro; ha vivido retirado en varios monasterios de su tierra; pretende ejercer como “sanador y terapeuta sexual”, una bomba de relojería para la católica y farisaica sociedad lugareña. Aparte de practicar la medicina alternativa se declara poeta, al modo de Ovidio exiliado junto al Mar Negro en sus Tristia. Y, más allá de la brutalidad y la crudeza, de las escenas durísimas, que no se olvidan, desde el momento en que se desencadenan los acontecimientos, esto es lo más inquietante: muchos dictadores, gerifaltes, genocidas de la historia, no sólo el Karadciz del texto o Hitler han tenido veleidades artísticas. Asunto que J.A.González Sainz noveló de manera magistral en nuestras letras en Volver al mundo.
Sin embargo, quien amalgama el argumento y le confiere sentido es de nuevo un personaje femenino de los suyos, de una pieza, de nombre Fidelma, «pelo negro, piel de porcelana, cuello de cisne, sonrisa de Gioconda», que también hizo sus pinitos líricos durante la adolescencia, la belleza del lugar sometida a una especie de expiación londinense, trabajando de limpiadora o en una perrera de galgos, viviendo entre inmigrantes, que «camina bella como la noche», según el verso de Byron. Cómo nos gustaría ser el petirrojo que la ronda entre los rododendros y al final del libro, o sentarnos con ella en un pub, con una Guinness o un whisky caliente con clavo o miel, mientras suenan los maravillosos The Pogues, rodeados de “los pecios de este mundo”: los atormentados, los perseguidos, los proscritos, los vencidos.
La autora mantiene de sus narraciones anteriores la linealidad clásica con flashbacks puntuales y oscilaciones entre el uso verbal del presente y del pasado, con una rara naturalidad; así como la alternancia de puntos de vista, la inclusión de algún episodio onírico, tal vez prescindible, y el final abierto. Su mirada, menos introspectiva, se ha ensanchado, igual que su prosa, ha saltado de lo privado, lo doméstico, a la actualidad internacional, marcada por las guerras (aquí la de Yugoeslavia), las masacres y la emigración. En este sentido, la aparición de Roberto Bolaño en una de las citas iniciales, de un fragmento del Poema de Gilgamesh al frente del primer capítulo o después de otro de La Eneida o de un poema de Emily Dickinson son muestra de su intención de ampliar horizontes y quitarse el estigma de narradora natural, sin formación. Aunque la verdad es que no sé si este salto obra en beneficio de su narrativa, la trama es bastante previsible y con frecuencia cae en el maniqueísmo ambiental, de los mass media. Tal vez se mueva mejor en las distancias cortas y el tono confesional, menos grandilocuente.
En todo caso, O’Brien es una novelista de raza, no cabe duda, tiene ese algo indefinible del narrador instintivo, nato –sólo hay que ver las terribles historias que sueltan, para desahogarse, los refugiados de un centro benéfico; o las de los currantes de un restaurante para pasar el rato durante el descansillo del cigarro-, una intuición de dónde está la materia novelística de los días y vidas comunes, aparentemente anodinos. Lo demostró en su narrativa primera de raíz autobiográfica, vuelve a hacerlo en Las sillitas rojas, con la que da además un paso adelante en su obra.
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