Jekyll & Jill, Zaragoza, 2016. 124 pp. 16,50 €
Pedro M. Domene
Sobrevivimos a cualquier movimiento, y nuestra vida se convierte en una auténtica metáfora de la mutabilidad de la existencia humana, de la apariencia y del artificio como esa cualidad intrínseca del ser. Gemma Pellicer (Barcelona, 1972) muestra una auténtica operación de búsqueda a través de los sugerentes microrrelatos que componen Maleza viva, el segundo libro de la escritora, tras La danza de las horas (2012), su primera incursión en el género que tan bien conoce. Pellicer se cuestiona la ambigua percepción humana acerca del tiempo, o el prodigio que palpita bajo lo cotidiano, que en sus textos son tratados con una sensibilidad y una lucidez asombrosa.
Un breve “Paisanaje”, auténtico prefacio, abre el libro y enuncia uno de los temas axiales del volumen: el de la mutabilidad propia de la condición humana, mutabilidad que en este primer texto toma la forma de una inquietante visión metafórica sobre el microcosmos que se agita en el interior de la maleza, esa maleza viva, o hierba mala, envuelta en el suave sonido que proporciona el ruido de la tempestad. Y lo mejor del volumen, para establecer parámetros comprensibles en el lector, la narradora divide su obra en dos grandes partes: “Puntos de luz” y “Herbolario”, y en ellas la autora se interroga con una sutileza más que notable acerca de cuestiones como el lado irracional y amenazante que esconde la realidad cotidiana, “Historia de fantasmas” y “Tiovivo enmascarado”, la caducidad de los días o el tiempo, “En caída libre”, “Consunción” y “El día mengua”, el sentimiento de vértigo y el vacío “Deseo maquinal”, “Ojos de vaca”, “Entresueño”), o la incertidumbre que encierra esa noción de una identidad “La mujer que no era”, como el mejor ejemplo de esa incertidumbre cotidiana, y no menos insólita.
En la segunda parte se acentúa ese concepto surrealista del devenir, aunque sobresale en una primera imagen, esa aguda reflexión sobre la ferocidad inextricable que late bajo la apariencia tranquilizadora de la naturaleza, “Crestas de gallo”, “Verano” y “Puesta de luna”), son escenas en las que Pellicer toma partido, aunque más que en el conjunto anterior la autora articula en esta serie de textos un discurso de tono más irónico contra los efectos de la intervención humana en el entorno natural, “Supervivencia” y “Alimaña”, dan fe de ese compromiso, pero también el mundo de las fábulas o de los mitos completan el trazado de la segunda sección: bosques, la visión del arca de Noé, Dios y el Diablo, o incluso la figura de Jesucristo, incluso ninfas y hombres-lobo, constituyen otros tantos nuevos pretextos para meditar sobre los temas apuntados. Y como puede apreciarse, en la mayoría de estos textos, los breves y/o los más extensos, se perciben esas pulsaciones de “la brevedad de la vida” y ofrecen el mejor espejo que refleja la precariedad, la inmediatez y la urgencia que caracteriza a nuestro tiempo. Quizá por este, y no otro, motivo, Gemma Pellicer se sirve de la micro-ficción porque, junto a la lírica representa nuestra capacidad para sintetizar el tiempo, incapaces de dilatar el instante vivido, y frente a la inseguridad que se presupone del futuro.
Maleza viva demuestra la potencia y el valor intrínseco de la palabra, la importancia de una comunicación calculada, y en igual proporción meditada, entre ese artefacto que se presupone entre el hecho literario y el lector que propaga con su mente y su imaginación la posibilidad de un entorno más agradable, y es así como Gemma Pellicer moldea sus presunciones recurriendo al mejor efecto lírico, microrrelato o en alguna de sus mejores líneas acercándose al aforismo, efectos de una escritura que se funden con la extrañeza de un mundo donde aun quedan resquicios de una visión donde el humor se confunde con la dureza y la incomprensión de una realidad, sin duda la nuestra que ofrece esa variedad de perspectivas de la que la autora catalana sale tan airosa porque consigue que vida y literatura se unan en una misma dirección.
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