Ediciones del Viento, A Coruña, 2016. 242 pp. 18,50 €
Ignacio Sanz
Qué hormigueo antes de comenzar a leer este libro de relatos de joven escritor burgalés. ¿Joven? Acaso no lo sea tanto. En todo caso prematuro porque comenzó a escribir con pulso firme hace más de veinte años; le respalda una obra con más de una docena de títulos, fundamentalmente novelas. Tras La marca de Creta y Pampanitos verdes este sería su tercer libro de cuentos. ¿Seguirá el viento favorable soplando a su espalda?, se pregunta el lector que ha seguido con atención sus entregas anteriores. De momento la foto de la portada, obra de Asís Ayerbe, muestra un ciclista pedaleando plácidamente por una pradera con pinos al fondo portando a la espalda un el estuche de un chelo, así parece augurarlo.
El título, nos aclara el autor en una nota final, procede de la maldición lanzada por Yavé contra Caín. Por mi parte, como lector pejiguero, habría preferido “Perdidos por el mundo”, más memorable, pero Yavé dijo lo que dijo. Los protagonistas de estos relatos son tipos desnortados, gente desubicada; a veces no tanto por sus viajes como por su identidad, por su inmadurez, por su menesterosidad. En cualquier caso estamos ante una variedad de personajes, algunos inolvidables, sobre todo cuando los protagonistas son niños como los dos hermanos de “Curso de natación”. Sí, nos arrebatan los niños de estos relatos, incluso los adolescentes como “El Chino de Cuatroca”, un personaje capaz de sobreponerse a situaciones extremas que, al mismo tiempo, parece sacado de una estampa barojiana de buscavidas populares madrileños del siglo XX, pero envuelto por los conflictos latentes en este principio del XXI con tantas oleadas migratorias.
Pero vayamos por partes, porque no es fácil hablar de manera genérica de un libro de cuentos en el que hay un estilo poderoso, un dominio absoluto de la escritura, un fluir torrencial sin desbordamientos, pero en el que habría que distinguir los cuentos que beben en la experiencia y la memoria y aquellos que, con un salto de pértiga por medio, se sustentan en mundos exóticos o imaginarios como consecuencia de la lectura. Si tuviera que elegir me quedaría con los primeros. “Todo un mundo lejano” el cuento con el que arranca el libro sería un modelo magnífico. Si hasta parece escrito por un ex alumno de colegio muy religioso de los años sesenta, cuando el autor no había nacido. Qué bien describe el mundillo interior, las reuniones parroquiales, las catequesis, las excursiones, en fin, todo eso que fue, que acaso siga siendo un activo de la Iglesia Católica en las grandes barriadas. Maravilloso y, por supuesto, con un final sorprendente.
Con todo, si tuviera que elegir, me quedaría con “La Florida”. Ya sé que no hay que elegir, pero me ha gustado tanto, tanto, tanto. Qué maravilla de cuento. El protagonista es un niño que describe una visita a un hospital psiquiátrico en Oña, pueblo de la provincia de Burgos, para visitar a un familiar. Hasta es posible que el autor tire de su memoria, es decir, de su experiencia. Lo cierto es que el cuento resulta conmovedor por las descripciones, por el pulso narrativo, por el humor que salpica sus páginas, por el desconcierto final.
“El misterio de la Encarnación” es otro de los cuentos protagonizado por un niño. Y de nuevo asistimos a escenas tiernas mezcladas con la brutalidad descarnada que impregna la vida de los humildes. Y todo salpicado por malentendidos y por ráfagas de humor que hacen que el cuento, por desgarrador que resulte, nos lleve por momentos a la risa más desatada.
No puedo, no debo detenerme en cada cuento. Otros, escritos bajo la influencia de ambientes filarmónicos, cinematográficos, directores de orquesta, profesores maniáticos, Rusia, París, California. En fin, que en esta ocasión, Óscar Esquivias ha subido a sus lectores en aviones imaginarios para sacarlos de su territorio más ancestral, el Burgos de su niñez, el Villandiego de sus veranos o el Madrid en el que lleva viviendo casi la mitad de su vida. Se nota que la música es una de sus pasiones, es decir, que cuenta lo que cuenta con solvencia sobrada, pero a mi me sigue arrebatando el Esquivias que barrena en su memoria infantil. En cualquier caso lo que nos atrae, lo que nos subyuga es su estilo, su elegancia, su precisión. Recuerdo a este respecto lo que decía con pasión Almudena Grandes hace ya diez o doce años: que Óscar Esquivias era el joven escritor español que más la interesaba por la excelencia de su estilo. Han pasado algunos años y Óscar Esquivias sigue fiel al encanto que cautivara a la popular novelista madrileña. Es más, hay pasajes de estos cuentos en los que, tras ser leídos, uno los vuelve a leer por el goce estético que producen. Solo por eso habría que tirar cohetes cada vez que aparece en los escaparates un libro de Óscar Esquivias.
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