Trad. Carlos Gardini. Malpaso, Barcelona, 2015. 240 pp. 19 €
José Morella
«Que alguien me pegue un tiro mientras soy feliz», escribe Kurt Vonnegut en Cronomoto. A Vonnegut le cuesta horrores la felicidad, pero la ha vivido y la recuerda. Ha disfrutado de una una vida digna de vivirse (sólo el 17% del a población mundial, según sus cálculos, puede decir lo mismo) y al mismo tiempo ha sufrido una tristeza congénita: «Soy un monopolar depresivo que desciende de monopolares depresivos. Por eso escribo tan bien».
En Cronomoto ya está Vonnegut un poco de vuelta de todo, bastante mayor y, según él mismo confiesa, sin mucha energía para escribir. Hace, pues, lo siguiente: abandona una novela en la que lleva diez años escribiendo y la refríe. Se pone a meter tijeretazos y la transforma en otra cosa. De ese modo, lo que leemos aquí -llamémosle novela o como nos dé la gana- es algo tan simple como el señor Vonnegut contándonos su novela no escrita como quien te cuenta una peli tras salir del cine. La explicación está trufada, además, de cualquier otra cosa: su juventud, su abuelos y sus tíos, sus ideas, sus exmujeres, sus hijos, sus reflexiones, sus asombros, sus lecciones aprendidas, sus manías, sus confesiones, su madre suicida o su amor por el socialismo. Se relaja y, en suma, se lo pasa de fábula. Y nosotros también leyéndolo.
Lo que pasaba en la novela inacabada era lo siguiente: el 13 de febrero de 2001 un terremoto de tiempo azota el universo, empujando a todos los seres diez años atrás, hasta el 17 de febrero de 1991. Durante esos diez años se da "la resposición". Todo el mundo repite exactamente sus últimos diez años sin poder cambiar nada. Se vive sin voluntad propia. No puedes "salvar tu propia vida o la de un ser querido si no lo habías hecho la primera vez". En 2001, cuando concluyen los efectos del seísmo, volvemos a tener libre albedrío. Pero es difícil volver a usarlo por la falta de costumbre. El raro héroe que está allí para ayudar a la humanidad es, cómo no, Kilgore Trout, el escritor vagabundo de ciencia ficción que goza más de destruir sus cuentos que de publicarlos y que todos los lectores de Vonnegut conocen de otras novelas suyas.
El libro está escrito en viñetas, y por lo tanto hay que leerlo como un cómic. Vonnegut es el mismo de siempre, pero algo cansado. Va más suelto. Eso nos da cosas y nos las quita. La trama importa poco, se derrite en nuestros ojos. Lo que se dice entremedio de la trama es lo que importa. Este libro es un cómic-conferencia, una tarde en un bar con un hombre muy rápido de mente, con la guardia muy baja y, sobre todo, muy tierno. Vonnegut se pasó toda la vida escribiendo libros para decirnos que los humanos somos tiernos, y que todos los problemas del mundo -las bombas en Hiroshima y Nagasaki- se producen cuando nos olvidamos de nuestra propia ternura. Y nuestra ternura está inevitablemente mezclada con el humor y la amabilidad hacia nosotros mismos. Escribir es para Vonnegut trabajar sin descanso para hacer libros que nos hagan reír y que nos recuerden en qué consiste ser humanos, puesto que lo olvidamos constantemente. Se trata de ser subversivo a base de dulzura. La única manera, en mi humilde opinión, en que podemos ser subversivos sin reproducir los patrones inconscientes de agresión y dominación de los que adoran ser poderosos. Todos los subversivos que han alcanzado puestos de poder y han logrado mejorar el mundo lo han hecho desde ese corazón roto y tierno que sabe reírse de sí mismo. Stalin, eso Vonnegut lo sabía muy bien, no tenía el más mínimo sentido del humor.
Vonnegut fue un socialista hasta el fin de sus días. Cita, una vez más, a Eugene Debs: «Mientras haya una clase baja, perteneceré a ella. Mientras haya delincuencia, seré parte de ella. Mientras haya un alma en prisión, no seré libre». Eugene Debs fue cinco veces candidato socialista a la presidencia de los Estados Unidos, y lo encerraron por echar discursos brillantes y llenos de compasión. Es el personaje sobre el que los americanos no se atreven a hacer una de esas series de televisión de calidad que hacen ahora. Heywood Broun, un famoso periodista, dijo de él: «ese viejo con los ojos encendidos cree en serio que puede haber algo parecido a una hermandad humana. Pero lo más raro no es eso: es que cuando lo tengo cerca, lo creo yo también.» A mí me parece que todos los libros de Vonnegut, del primero al último, han sido escritos para encender en los ojos de los lectores el mismo fuego que había en los de Eugene Debs.
En Cronomoto lo bueno se encuentra encerrado en multitud de cosas malas. Se habla durante paginas de gente que no quiere vivir y, sin condenar en absoluto sus suicidios o sus malas decisiones, el texto se convierte una celebración de la vida. Es desgarradora -sin que Vonnegut la escriba con desgarro- la relación con su hermana, muerta a los 41 años. Las pequeñas anécdotas que hacían esa relación auténtica. Todo lo auténtico se puede contar como algo pequeño. Si no se puede, no es auténtico. Un pariente de Vonnegut repetía la frase «si esto no es agradable, ¿qué lo es?» cada vez que la vida le sonreía. Lo sencillo es mágico. El suicidio y la alegría son dos manifestaciones palpitantes de lo mismo, del asunto extraño este de estar vivos pululando por el planeta.
De golpe, además, nos llegan sus ramalazos de inteligencia radical. No hay que desvelarlos en una reseña, pero podemos anunciarlos. ¿Qué tienen que ver Hitler y Édith Piaf? Vonnegut tiene un tremendo oído para enlazar lo que no parecía susceptible de ser enlazado. Lo caza al vuelo y nos lo pone delante de las narices.
El texto es un constante chorro de anécdotas e ideas. A mí, por ejemplo, me impactó que una de las enmiendas que el autor propone a la constitución americana sea un ritual de paso obligatorio para todos los adolescentes. Una fiesta en la que se celebrará que ya son co-responsables de lo que ocurre en la sociedad. En un mundo en la que los rituales tradicionales han sido sustituidos hace tiempo por las compras, y los templos por centros comerciales, resulta impactante la claridad y sencillez de la propuesta de Vonnegut. También introduce la idea de que el Estado haga lo posible por que a todos nos echen de menos al morir. Esto es imposible, según Vonnegut, sin familias extensas como la suya. Tener una familia extensa te salva de todo y te da sentido. Te salva de la tecnología, de la alienación, del olvido, de la depresión monopolar. El decrecimiento que nos salvará de esta monstruosidad de consumo en la que vivimos no vendrá teniendo menos hijos, sino teniendo más y dándoles todo eso que los gadgets, las compras sin pausa y el estúpido entretemiento eterno no pueden darles. La chispa en los ojos de Eugene Debs, de Kurt Vonnegut y de los cientos de miles de personas que aman sus libros.
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