Trad. Mª Teresa Gallego Urrutia. Anagrama, Barcelona, 2015. 152 pp. 14,90 €
Bruno Marcos
Cuando uno lee un libro de Modiano no puede menos que preguntarse si un autor así siendo español hubiese tenido la misma atención que ha tenido siendo francés. Los ecosistemas culturales de un país y otro son todavía muy distintos aunque el francés haya sido en muchas ocasiones modelo del nuestro.
Hace tiempo una escritora que se hizo popular en los años ochenta aseguraba, con el habitual desparpajo de los de esa generación, que La montaña mágica de Thomas Mann, hoy en día, no encontraría editor. Para ella las grandes disertaciones de Mann le sobran al libro. Añadía en aquella reflexión que el pobre Thomas debió pensar, ingenuamente, que aquellos diálogos con Settembrini y Naphta le darían altura intelectual y perdurabilidad en el tiempo a su obra sin darse cuenta que el futuro los consideraría un tostón.
Sin duda esa escritora abogaba por la acción y no soportaba que a aquel Hans Castorp no le pasase prácticamente nada durante páginas y páginas, y veía que había demasiados preliminares y consideraciones para una mayoría que lo que quiere, también en literatura, es ir al grano.
Recordando esta opinión uno ve posible que a Modiano de no haber sido francés en España no solo no se le habría propuesto para el premio Nobel sino que con dificultad habría encontrado editor: Un autor que anda entre sombras, investigando enigmas de su propio pasado que casi ha olvidado totalmente. Una mínima pesquisa de algo que a nadie le importa, casi ni a él. Una indagación desganada. Una porción de nombres de calles y plazas de París. Asuntos no resueltos en clave psicoanalítica. Heridas que apenas duelen ya y un sinfín de infraleves que tejen una tela de araña que atrapa o no atrapa y que alguno dirá que hasta le duerme.
La novela nos presenta la historia de un escritor solitario que a partir de un pequeño acontecimiento como es la pérdida de su agenda llega a revivir aspectos oscuros de su infancia. Tras las primeras cuarenta páginas se entera uno de qué tipo de personajes pinta el autor. Allí se lee que el protagonista no sabe si su propia madre aún vive y, un poco después, que se arrepiente de todos esos años en los que no se había fijado ni en los árboles ni en las flores. En otro punto cita cómo se escandalizó una filósofa porque una mujer durante la guerra dijo que la contienda no modificaba su relación con una brizna de hierba. Esos detalles llovidos aquí y allá por el texto nos dan el ambiente preciso y la dimensión muy peculiar de esta literatura.
Modiano admite que es sólo un novelista y que la concesión del premio Nobel le dejó un tanto perplejo porque él no se ve como un intelectual todoterreno, capaz de intervenir en todos los aspectos de la vida social y política como lo hicieron Sartre o Camus. Lo suyo es darle vueltas a los recuerdos y los olvidos encubridores, acudir a la literatura para restañar el pasado no cicatrizado, a completar lo que nunca fue desvelado.
Libros así, nos gusten o no, son un milagro en un paisaje donde la cultura es devorada por la industria del entretenimiento. Se trata de una literatura que parece que sólo podría atraer a lectores que sean como el autor, que se identifiquen con sus derivas, aunque quién sabe, tal vez sean legión los que son tan modianos como Modiano.
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