viernes, noviembre 27, 2015

Noches blancas, Fiódor Dostoievski


Trad. Marta Sánchez-Nieves. Ilust. Nicolai Troshinsky. Nórdica, Madrid, 2015. 125 pp. 18 €

Ariadna G. García

Fiodor Dostoievski apenas tenía 27 años cuando escribió su novela corta Noches blancas, obra heredera de motivos y temas románticos, aún alejada –en lo estético y en lo ideológico– de sus grandes novelas, Crimen y castigo (1866), El idiota (1868) y Los hermanos Karamazov (1880). En esta nouvelle, sin embargo, el joven escritor ruso adelanta algunos de los rasgos característicos de sus futuras obras, como el fino y detallado análisis de la psicología de cada personaje, en contraste con la escasez de datos plásticos que pudiesen retratarlos físicamente. Dostoievski delega la responsabilidad enunciativa en un narrador en primera persona que carece de nombre, pero que denomina a sí mismo un soñador. Se trata de un personaje de diseño romántico, hermano del Manrique de El rayo de luna pergeñado por Bécquer. Ambos comparten el gusto por los largos paseos solitarios, sus enamoramientos de damas irreales o su pereza vital para el desempeño de grandes trabajos. Desde el comienzo de la obra, el lector empatiza con él, con sus ansias de totalidad y con su frustración. En esto somos hijos del Romanticismo. Este soñador, por otra parte, se nos revela un personaje moderno, consciente de su estatus ontológico. No sin cierta ironía, se considera un tipo, un carácter, al que falta desarrollo, quizás porque no ha vivido lo suficiente, porque le falta un cúmulo de experiencias para acabar de hacerse. Dostoievski, con estas aprecaciones metaliterarias (tan actuales hoy), juega con las convenciones de la novela aristocrática rusa. En su monólogo –de estilo delicado y elegante–, este soñador relata a los lectores su única aventura sentimental, hito que transcurre a lo largo de tres noches blancas –en las que el sol no acaba de ponerse– en la ciudad de San Petersburgo. Esta ambientación fantástica –por lo peculiar y lo extraordinario de un fenómeno natural que sólo se registra en las inmediaciones de los Polos– avecina la obra al Romanticismo, confiere un halo de misterio a las dos criaturas que se encuentran, por azar, bajo el sol de medianoche. ¿Será verdad lo que el narrador nos cuente bajo el embrujo del solsticio de verano, o será un devaneo de su alma soñadora? Lo cierto es que, si bien la atmósfera es romántica, los monólogos que intercambian ambos protagonistas nos describen, con detalle, la miseria y estrecheces de unas vidas bastante apegadas al mundo real. Junto al canal del río, el soñador entabla un diálogo con un dama melancólica y triste. La pareja pacta confesarse sus secretos con la intención de acompañarse mientras llega –o no– el prometido de ella, tras un año de viaje. Estas largas intervenciones, junto a las réplicas cortas que se dirijan, serán las encargadas de caracterizar a cada personaje. A Dostoievski no le interesan las transiciones entre las tres noches, ni la escenografía, se centra en los diálogos. Por ellos iremos conociendo las complejidades afectivas de dos individuos que nos representan a todos con sus dudas, anhelos y contradiciones.
La edición del libro que ha preparado Nórdica es una delicia. Si la maquetación es impecable y la traducción amena, las ilustraciones del joven Nicolai Troshinsky (por la viveza de su colorido, por lo sorprendente de sus perpectivas y por la habilidad del trazo) justifican las ansias de posesión del volumen que enciendan a todo buen amante de la lectura y de la pintura.

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