Marta Sanz
Volvamos durante un rato al colegio. Recordemos que, en el siglo XIV, Juan Ruiz, arcipreste de Hita, escribe el Libro de Buen Amor. Las aventuras galantes de don Melón, de doña Endrina y de aquella alcahueta, la Trotaconventos, sirven al arcipreste para establecer un contraste, pretendidamente didáctico, entre el loco amor y el buen amor: lascivia, promiscuidad, infidelidad y malas mujeres, el lado pecaminoso y demoníaco de la sexualidad y de la conyunda, se oponen al amor de Dios y al matrimonio sereno —aburrido— y observante de los mandamientos de la Iglesia. Ya en el siglo XIV al arcipreste el tiro le sale por la culata y los recuerdos que su obra deja en el lector se vinculan menos a las castas enseñanzas, que a las escenas verde pistacho. Siglos después y a unos miles de kilómetros de distancia, Larry Brown (1951-2004), autor estadounidense —sureño,— que se coloca sobre la estela de Faulkner, Bukowsky, Flannery O´Connor, Hemingway, Carver y Tobias Wolff, escribe este Amor malo y feroz y también le salen algunos tiros por la culata. Afortunadamente. Los grandes escritores tienen la cualidad de que, cuando enseñan la patita por debajo de la puerta, el lector adivina que, más allá de la pata —ortopédica y postiza— del corderito lechal, aparecerá el muslazo de una maggiorata o de un gladiador –según se prefiera-.
Un amor malo y feroz es un amor loco, un amor de lobo que desea tragarse a Caperucita Roja después de rechupetearle las ingles, la nuca, la cara interna de los codos, la curcusilla. El amor de alguien que sufre por ser malo y no lo puede evitar. Un amor malo y feroz es una patología, un lupus hambriento que, en el caso de los relatos, la farsa dialogada y la novela breve —o cuento largo— que componen este volumen, se ceba con la escritura y con las relaciones de pareja. Tanto la una como las otras se abordan desde la perspectiva del rechazo, de la compulsión, del “ni contigo ni sin ti tienen mis males remedio”. Escribir es un acto inevitable, un impulso, que aboca a distintas formas de marginalidad y de soledad, de tristeza profunda. Es un ejercicio aislante que ataca, como un insecticida, esas relaciones humanas que paradójicamente se pretende encerrar dentro de los libros. Brown habla, con un fuerte componente autobiográfico, de personajes para los que la escritura y el sentido práctico de la cotidianidad son incompatibles; de personajes que pintan casas, conducen coches y beben compulsivamente porque en sus existencias hay un poso de insatisfacción romántica. Igual que en el libro del arcipreste, la escritura de Brown apunta en una dirección moral: no se hace apología del malditismo del escritor, no hay regodeo en las vidas desordenadas de esos personajes que buscan un final feliz a toda costa sin conseguirlo del todo nunca; por el contrario, las voces narrativas de los relatos de Brown se sustentan en la enseñanza de valores tradicionales: el amor a la familia y a los hijos; el legítimo deseo de triunfar; el matrimonio como vínculo solidario; la relación causa-efecto entre la dedicación y la recompensa; el trabajo literario como forma de desclasamiento —en estos relatos se observa la pulsión de la escritura, pero también el empeño de un hombre por convertirse en escritor, la posibilidad de salir del lumpen—; en definitiva, la sospecha de que el mundo está bien hecho y de que quienes la cagamos somos nosotros con nuestra confusión y nuestra debilidad... Bajo esa alfombra de convencionalismo y de sentimiento de culpa —de la contrición propia del borracho,— a Brown se le escapa por la culata el tiro que suele escapárseles a todos los moralistas con sensibilidad, mirada y talento literario —el arcipreste de Hita, el abate Prevost, el propio Brown...—: los movimientos de sus personajes sugieren la imposibilidad de ser feliz en un mundo asentado en los valores de una moral cristiana y capitalista, esclavista y aristocrática, preñada de dolorosas contradicciones. Los personajes de Brown, al margen de sus ínfulas artísticas, no se alejan tanto de los poor white que pintó magistralmente Faulkner.
Por las páginas de Larry Brown desfilan maridos en busca del amor que no encuentran en casa; bebedores mañaneros de cerveza, la tía Bud; escritores que lloran al recibir cartas de rechazo; juergas de las que al día siguiente sólo queda el vómito seco y las magulladuras; soldados viejos, reaccionarios y xenófobos, arrastrados a los márgenes de la realidad, que cuando se emborrachan sólo quieren hablar con otros soldados viejos, reaccionarios y xenófobos; temporadas a la sombra; ex-mujeres, más odiosas que las del arcipreste de Talavera —el otro arcipreste, el misógino autor de Corbacho—, que le sacan partido a leyes injustas para los varones divorciados; la sexualidad como peso muerto...
Ese contraste entre un estilo de vida moralmente aceptado y una incomodidad que no acaba en rebelión contra el sistema, sino en autodestrucción, estas infructuosas e inevitables huidas hacia delante, se traducen en un estilo incómodo, bizarro, sarcástico —sobre todo cuando se alude al mundo editorial—, amargo e incluso dulce en las escenas de amor paterno; en un naturalismo que a ratos es brutal porque, en el fondo, se asienta en la compasión: cachorros apaleados babean en un vertedero con las patas hacia arriba; vacas abatidas con un tiro entre los cuernos; ardillas atropelladas en el arcén; gatos ahogados y perros muertos en el porche. Este simbolismo animal es una opción poética, por parte de Larry Brown, en sintonía con una explicitud y con una voluntaria falta de elegancia que, en mi opinión, lo aproximan más a Bukowski que a Carver. Cuando hablo de falta de elegancia, lo hago con agradecimiento y en un sentido positivo que se ejemplifica con el leitmotiv del cuento que titula el volumen: el pene del narrador-personaje zancajea siempre en la inconmensurable vagina de Mildred, su encantadora esposa. Historias como ésta no pueden acabar bien. No se las pierdan.
Un amor malo y feroz es un amor loco, un amor de lobo que desea tragarse a Caperucita Roja después de rechupetearle las ingles, la nuca, la cara interna de los codos, la curcusilla. El amor de alguien que sufre por ser malo y no lo puede evitar. Un amor malo y feroz es una patología, un lupus hambriento que, en el caso de los relatos, la farsa dialogada y la novela breve —o cuento largo— que componen este volumen, se ceba con la escritura y con las relaciones de pareja. Tanto la una como las otras se abordan desde la perspectiva del rechazo, de la compulsión, del “ni contigo ni sin ti tienen mis males remedio”. Escribir es un acto inevitable, un impulso, que aboca a distintas formas de marginalidad y de soledad, de tristeza profunda. Es un ejercicio aislante que ataca, como un insecticida, esas relaciones humanas que paradójicamente se pretende encerrar dentro de los libros. Brown habla, con un fuerte componente autobiográfico, de personajes para los que la escritura y el sentido práctico de la cotidianidad son incompatibles; de personajes que pintan casas, conducen coches y beben compulsivamente porque en sus existencias hay un poso de insatisfacción romántica. Igual que en el libro del arcipreste, la escritura de Brown apunta en una dirección moral: no se hace apología del malditismo del escritor, no hay regodeo en las vidas desordenadas de esos personajes que buscan un final feliz a toda costa sin conseguirlo del todo nunca; por el contrario, las voces narrativas de los relatos de Brown se sustentan en la enseñanza de valores tradicionales: el amor a la familia y a los hijos; el legítimo deseo de triunfar; el matrimonio como vínculo solidario; la relación causa-efecto entre la dedicación y la recompensa; el trabajo literario como forma de desclasamiento —en estos relatos se observa la pulsión de la escritura, pero también el empeño de un hombre por convertirse en escritor, la posibilidad de salir del lumpen—; en definitiva, la sospecha de que el mundo está bien hecho y de que quienes la cagamos somos nosotros con nuestra confusión y nuestra debilidad... Bajo esa alfombra de convencionalismo y de sentimiento de culpa —de la contrición propia del borracho,— a Brown se le escapa por la culata el tiro que suele escapárseles a todos los moralistas con sensibilidad, mirada y talento literario —el arcipreste de Hita, el abate Prevost, el propio Brown...—: los movimientos de sus personajes sugieren la imposibilidad de ser feliz en un mundo asentado en los valores de una moral cristiana y capitalista, esclavista y aristocrática, preñada de dolorosas contradicciones. Los personajes de Brown, al margen de sus ínfulas artísticas, no se alejan tanto de los poor white que pintó magistralmente Faulkner.
Por las páginas de Larry Brown desfilan maridos en busca del amor que no encuentran en casa; bebedores mañaneros de cerveza, la tía Bud; escritores que lloran al recibir cartas de rechazo; juergas de las que al día siguiente sólo queda el vómito seco y las magulladuras; soldados viejos, reaccionarios y xenófobos, arrastrados a los márgenes de la realidad, que cuando se emborrachan sólo quieren hablar con otros soldados viejos, reaccionarios y xenófobos; temporadas a la sombra; ex-mujeres, más odiosas que las del arcipreste de Talavera —el otro arcipreste, el misógino autor de Corbacho—, que le sacan partido a leyes injustas para los varones divorciados; la sexualidad como peso muerto...
Ese contraste entre un estilo de vida moralmente aceptado y una incomodidad que no acaba en rebelión contra el sistema, sino en autodestrucción, estas infructuosas e inevitables huidas hacia delante, se traducen en un estilo incómodo, bizarro, sarcástico —sobre todo cuando se alude al mundo editorial—, amargo e incluso dulce en las escenas de amor paterno; en un naturalismo que a ratos es brutal porque, en el fondo, se asienta en la compasión: cachorros apaleados babean en un vertedero con las patas hacia arriba; vacas abatidas con un tiro entre los cuernos; ardillas atropelladas en el arcén; gatos ahogados y perros muertos en el porche. Este simbolismo animal es una opción poética, por parte de Larry Brown, en sintonía con una explicitud y con una voluntaria falta de elegancia que, en mi opinión, lo aproximan más a Bukowski que a Carver. Cuando hablo de falta de elegancia, lo hago con agradecimiento y en un sentido positivo que se ejemplifica con el leitmotiv del cuento que titula el volumen: el pene del narrador-personaje zancajea siempre en la inconmensurable vagina de Mildred, su encantadora esposa. Historias como ésta no pueden acabar bien. No se las pierdan.
1 comentario:
Marta, gracias por tu afilada lectura de este primer libro de Larry Brown publicado en español. Yo, desde aquí, anímo a la gente a que lo lea. Estoy seguro de que la galería de tipos desdichados que ofrece Brown no les defraudará. Y el humor negro está asegurado, cuanto menos.
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