Bartleby, Madrid, 2009. 61 pp. 9 €
Sofía Rhei
Todo viaje imprime. Convierte al viajero en el centro de un torbellino que acaba por mancharlo inevitablemente, pero el viajero también deja huella. Un verso de Ángel Crespo, hablando de sus viajes a Italia: «Nunca puse la mano en una piedra / que no se calentara».
En este viaje en cuatro partes la sensación de sorpresa entra en una “mise en abîme”, descomponiendo factores, deshilando el espectro cromático, encendiendo coincidencias, dejando que la vida misma se convierta en una reacción en cadena contra la que pocas cosas pueden hacerse más que mirar, mirar y mirar:
«¿A qué paloma envenenar si se clonan con el viento?»
Este libro describe una lucha, que, como suele ocurrir, tiene que ver con el tiempo o con la memoria. El reloj del que se sirve la poeta está hecho de golpes de imagen y de deslumbramientos desconcertantes (“luna ciega en polvo de metal”), de intersecciones entre lo que nos provoca cierto rechazo por pertenecer a una cultura a años luz de distancia y esos elementos comunes a todos los pueblos, que disuelven el espacio para convertirlo en nada más, de nuevo, que tiempo.
La transformación del mundo en lenguaje y del lenguaje en mundo también está presente: «un tronco caído sangra / sin pausa orugas retóricas”, “el canto agudo del palimpsesto estético”, “antes se moría de concepto». Muchas veces, ese tránsito entre realidad y palabra pasa por un dibujo, un fotograma, un video, un diminuto SMS.
Exilios, bombardeos, catástrofes naturales y artificiales. Desplazamientos, trastornos, generaciones, consecuencias, idas y vueltas inesperadamente simétricas. Una idea de los vaivenes humanos como “magma”, como líquido primordial, como ese gas metafórico en que se convierte la humanidad según la psicohistoria de Isaac Asimov (no puede preverse lo que va a hacer un solo individuo igual que es imposible predecir el comportamiento de una sola partícula, pero un grupo lo bastante grande de personas tenderá a comportarse de manera uniforme y predecible, como un fluido).
Todos aquellos que deseen encontrar entre las páginas de un libro una experiencia radicalmente nueva, que sólo se puede comparar a otros tipos de poesía en las tangencias, deben buscar este libro de Julia Piera, único, tremendamente sugestivo, múltiplemente potencial e infinito, un universo lírico en el que conviven y se meurden unos a otros los colores más grotescos de ese mundo tropical con la palidez de la monótona experiencia cotidiana, o la naturaleza imperturbable desde hace siglos (esa iguana que nos mira desde la portada) con la tecnología de última generación:
«Coloca una planta cactácea
a un lado del ordenador. El papel secante
absorbe radiaciones. Con el paso de las mañanas
come el silencio e irradia perfiles de espinas
poco a poco, al picar el teclado,
nace en su carne un falso esqueje».
Sofía Rhei
Todo viaje imprime. Convierte al viajero en el centro de un torbellino que acaba por mancharlo inevitablemente, pero el viajero también deja huella. Un verso de Ángel Crespo, hablando de sus viajes a Italia: «Nunca puse la mano en una piedra / que no se calentara».
En este viaje en cuatro partes la sensación de sorpresa entra en una “mise en abîme”, descomponiendo factores, deshilando el espectro cromático, encendiendo coincidencias, dejando que la vida misma se convierta en una reacción en cadena contra la que pocas cosas pueden hacerse más que mirar, mirar y mirar:
«¿A qué paloma envenenar si se clonan con el viento?»
Este libro describe una lucha, que, como suele ocurrir, tiene que ver con el tiempo o con la memoria. El reloj del que se sirve la poeta está hecho de golpes de imagen y de deslumbramientos desconcertantes (“luna ciega en polvo de metal”), de intersecciones entre lo que nos provoca cierto rechazo por pertenecer a una cultura a años luz de distancia y esos elementos comunes a todos los pueblos, que disuelven el espacio para convertirlo en nada más, de nuevo, que tiempo.
La transformación del mundo en lenguaje y del lenguaje en mundo también está presente: «un tronco caído sangra / sin pausa orugas retóricas”, “el canto agudo del palimpsesto estético”, “antes se moría de concepto». Muchas veces, ese tránsito entre realidad y palabra pasa por un dibujo, un fotograma, un video, un diminuto SMS.
Exilios, bombardeos, catástrofes naturales y artificiales. Desplazamientos, trastornos, generaciones, consecuencias, idas y vueltas inesperadamente simétricas. Una idea de los vaivenes humanos como “magma”, como líquido primordial, como ese gas metafórico en que se convierte la humanidad según la psicohistoria de Isaac Asimov (no puede preverse lo que va a hacer un solo individuo igual que es imposible predecir el comportamiento de una sola partícula, pero un grupo lo bastante grande de personas tenderá a comportarse de manera uniforme y predecible, como un fluido).
Todos aquellos que deseen encontrar entre las páginas de un libro una experiencia radicalmente nueva, que sólo se puede comparar a otros tipos de poesía en las tangencias, deben buscar este libro de Julia Piera, único, tremendamente sugestivo, múltiplemente potencial e infinito, un universo lírico en el que conviven y se meurden unos a otros los colores más grotescos de ese mundo tropical con la palidez de la monótona experiencia cotidiana, o la naturaleza imperturbable desde hace siglos (esa iguana que nos mira desde la portada) con la tecnología de última generación:
«Coloca una planta cactácea
a un lado del ordenador. El papel secante
absorbe radiaciones. Con el paso de las mañanas
come el silencio e irradia perfiles de espinas
poco a poco, al picar el teclado,
nace en su carne un falso esqueje».
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