Mondadori, Barcelona, 2010. 105 pp. 9,90 €
Marta Sanz
Julián Rodríguez es, sin lugar a dudas, uno de los autores más interesantes del panorama actual en nuestro país. Ha escrito libros como Lo improbable, Unas vacaciones baratas en la miseria de los demás o Cultivos: poemas, ficciones y textos autobiográficos —que él denomina “piezas de resistencia”— que cuestionan los límites entre los géneros sin hacer uso de las manidas estrategias de una vanguardia reciclada que es, en sí misma, un contrasentido, un oxímoron, una imposibilidad. Julián Rodríguez no es un autor after pop ni after dark; tampoco lo era cuando escribió Mujeres, manzanas y Nevada, sus dos primeras obras que ahora se fusionan en Antecedentes.
En Antecedentes, unos individuos aparecen prendidos a otros a través de sutiles hilvanes. Los hilvanes del amor y de la familia. Se trama una fina retícula que, sin embargo, exhibe su resistencia cuando nos arraiga a un lugar y hace que, en nuestros itinerarios, proyectos de vida, injertos y trasplantes, en las pruebas para arraigar en otro sitio, siempre aparezca en la piel la mácula del desclasamiento, no como estigma, sino como constatación de que es imposible perder la memoria: una memoria que es el tiempo y también el paisaje. Los antecedentes de este libro son comunes a todas las historias porque se sitúan en esa Historia donde todos somos uno y el mismo: un territorio de miseria; un campo donde se ha dejado de sembrar la hortaliza para cultivar maíz para los cerdos. El campo original, el pueblo, donde pinchan más las hambres de las que aún no nos hemos desprendido. Tampoco del pelo de la dehesa ni de esas anemias antiguas que no se pueden borrar con lejía o aguarrás. Pertenecemos a una generación que, por mucho que se disfrace y haga titánicos esfuerzos de amnesia y desinfección, aún no ha olvidado el peso del pueblo a sus espaldas. El pueblo no se entiende, en la propuesta de Rodríguez, como un locus amoenus de belleza, bondad y prosperidad. La Historia es, en este sentido, homogénea y sólo se enfoca de otra forma a través de la diferencia de clase: la pluralidad del relato histórico no estriba en la idiosincrasia del Spain is different. La Europa y el mundo recogidos en la segunda parte de este volumen (“Textos extranjeros”) cuenta también con unos antecedentes que siempre serán tristes para el obrero del campo, el trabajador manual, el operario de la fábrica, el excluido, el desplazado. Rodríguez está planteando una paradoja política descriptiva del estado de cosas: precisamente el más pobre, al que le quedan más residuos de tierra y de boñiga en el zapato, es el más propenso al ejercicio de un olvido que lo desinsecte y lo libere de su carga; un borrado del origen que lo desclase para poder ser una persona anónima —sin procedencia, sin genealogía, álbumes de fotos, pasado...— en un mundo que, en definitiva, no existe. Los pobres propenden a creer en la fábula del hombre hecho a sí mismo y los hombres hechos a sí mismos tachan a menudo sus antecedentes penales y el analfabetismo de las madres que los parieron. La memoria, lejos de ser una herramienta de aprendizaje para llevar a cabo las correcciones de la Historia y sus historias, es un trauma, un dolor, una enfermedad que Rodríguez practica sin el vaho embellecedor de la nostalgia...
Como Arthur Bispo do Rosário, artista conceptual y povera, que cosía, cortaba, formaba sus artefactos por las habitaciones del manicomio, también Julián Rodríguez practica el arte povera y conceptual, y es, a la vez, muy rancio y muy moderno: patatas y ceniza dentro de un cubo, un embarazo que obliga a echar la vista atrás más que hacia adelante, una mujer que se abriga bajo la manta y quizá muera, pueblos donde todos los niños son amigos porque no hay ningún amigo que sea de verdad, la indispensable dureza del corazón de unas mujeres que lo que sienten en el fondo es miedo al frío y a la soledad... Hay tres textos estremecedores que muestran un oído privilegiado para captar las endemias y las pandemias afectivas de las mujeres: “Muerte”, “Terquedad” y “Patchwork (Vacío)”
Julián Rodríguez es un letraherido al que no se le transparentan las tuercas de la impostura, los artificios del lector que escribe, los tristes e inconfesables resabios. Rodríguez saca a la luz sus referencias porque sabe que su escritura no necesita camuflarlas para justificarse a sí misma; los hilos que unen las voces de este autor con otras voces fructifican en él y esos antecedentes literarios no están atravesados por un aura miserable: hay un desgajamiento entre lo vital y lo literario que sirve quizá para apaciguar el dolor, aunque los nombres, como el lenguaje, vayan mutando a lo largo de la vida (Eliza, Lil, Nanna), mientras la cosa ( yo y los otros, eso, lo que se repite en todos y es a la vez lo uno y lo otro, lo diferente y lo único) permanezca casi inalterado.
Han pasado diez años desde la primera publicación de Mujeres, manzanas y de Nevada y ahora, cuando todo corre vertiginosamente, estas letras siguen teniendo algo de inclasificable, inquietante y ultramoderno. Quizá en esa extrañeza, en esa incertidumbre, reside su inmensa autenticidad, su limpieza cortante y su poder para remover al lector, incomodarlo, haciéndole entrar en un territorio reconocible en su ingratitud a través de un lenguaje que no se cifra en el confort de las frases hechas ni de una retórica literaria previsible. Contra la soberbia de los lectores, Rodríguez opone un discurso de exploración y de permanente aventura.
Marta Sanz
Julián Rodríguez es, sin lugar a dudas, uno de los autores más interesantes del panorama actual en nuestro país. Ha escrito libros como Lo improbable, Unas vacaciones baratas en la miseria de los demás o Cultivos: poemas, ficciones y textos autobiográficos —que él denomina “piezas de resistencia”— que cuestionan los límites entre los géneros sin hacer uso de las manidas estrategias de una vanguardia reciclada que es, en sí misma, un contrasentido, un oxímoron, una imposibilidad. Julián Rodríguez no es un autor after pop ni after dark; tampoco lo era cuando escribió Mujeres, manzanas y Nevada, sus dos primeras obras que ahora se fusionan en Antecedentes.
En Antecedentes, unos individuos aparecen prendidos a otros a través de sutiles hilvanes. Los hilvanes del amor y de la familia. Se trama una fina retícula que, sin embargo, exhibe su resistencia cuando nos arraiga a un lugar y hace que, en nuestros itinerarios, proyectos de vida, injertos y trasplantes, en las pruebas para arraigar en otro sitio, siempre aparezca en la piel la mácula del desclasamiento, no como estigma, sino como constatación de que es imposible perder la memoria: una memoria que es el tiempo y también el paisaje. Los antecedentes de este libro son comunes a todas las historias porque se sitúan en esa Historia donde todos somos uno y el mismo: un territorio de miseria; un campo donde se ha dejado de sembrar la hortaliza para cultivar maíz para los cerdos. El campo original, el pueblo, donde pinchan más las hambres de las que aún no nos hemos desprendido. Tampoco del pelo de la dehesa ni de esas anemias antiguas que no se pueden borrar con lejía o aguarrás. Pertenecemos a una generación que, por mucho que se disfrace y haga titánicos esfuerzos de amnesia y desinfección, aún no ha olvidado el peso del pueblo a sus espaldas. El pueblo no se entiende, en la propuesta de Rodríguez, como un locus amoenus de belleza, bondad y prosperidad. La Historia es, en este sentido, homogénea y sólo se enfoca de otra forma a través de la diferencia de clase: la pluralidad del relato histórico no estriba en la idiosincrasia del Spain is different. La Europa y el mundo recogidos en la segunda parte de este volumen (“Textos extranjeros”) cuenta también con unos antecedentes que siempre serán tristes para el obrero del campo, el trabajador manual, el operario de la fábrica, el excluido, el desplazado. Rodríguez está planteando una paradoja política descriptiva del estado de cosas: precisamente el más pobre, al que le quedan más residuos de tierra y de boñiga en el zapato, es el más propenso al ejercicio de un olvido que lo desinsecte y lo libere de su carga; un borrado del origen que lo desclase para poder ser una persona anónima —sin procedencia, sin genealogía, álbumes de fotos, pasado...— en un mundo que, en definitiva, no existe. Los pobres propenden a creer en la fábula del hombre hecho a sí mismo y los hombres hechos a sí mismos tachan a menudo sus antecedentes penales y el analfabetismo de las madres que los parieron. La memoria, lejos de ser una herramienta de aprendizaje para llevar a cabo las correcciones de la Historia y sus historias, es un trauma, un dolor, una enfermedad que Rodríguez practica sin el vaho embellecedor de la nostalgia...
Como Arthur Bispo do Rosário, artista conceptual y povera, que cosía, cortaba, formaba sus artefactos por las habitaciones del manicomio, también Julián Rodríguez practica el arte povera y conceptual, y es, a la vez, muy rancio y muy moderno: patatas y ceniza dentro de un cubo, un embarazo que obliga a echar la vista atrás más que hacia adelante, una mujer que se abriga bajo la manta y quizá muera, pueblos donde todos los niños son amigos porque no hay ningún amigo que sea de verdad, la indispensable dureza del corazón de unas mujeres que lo que sienten en el fondo es miedo al frío y a la soledad... Hay tres textos estremecedores que muestran un oído privilegiado para captar las endemias y las pandemias afectivas de las mujeres: “Muerte”, “Terquedad” y “Patchwork (Vacío)”
Julián Rodríguez es un letraherido al que no se le transparentan las tuercas de la impostura, los artificios del lector que escribe, los tristes e inconfesables resabios. Rodríguez saca a la luz sus referencias porque sabe que su escritura no necesita camuflarlas para justificarse a sí misma; los hilos que unen las voces de este autor con otras voces fructifican en él y esos antecedentes literarios no están atravesados por un aura miserable: hay un desgajamiento entre lo vital y lo literario que sirve quizá para apaciguar el dolor, aunque los nombres, como el lenguaje, vayan mutando a lo largo de la vida (Eliza, Lil, Nanna), mientras la cosa ( yo y los otros, eso, lo que se repite en todos y es a la vez lo uno y lo otro, lo diferente y lo único) permanezca casi inalterado.
Han pasado diez años desde la primera publicación de Mujeres, manzanas y de Nevada y ahora, cuando todo corre vertiginosamente, estas letras siguen teniendo algo de inclasificable, inquietante y ultramoderno. Quizá en esa extrañeza, en esa incertidumbre, reside su inmensa autenticidad, su limpieza cortante y su poder para remover al lector, incomodarlo, haciéndole entrar en un territorio reconocible en su ingratitud a través de un lenguaje que no se cifra en el confort de las frases hechas ni de una retórica literaria previsible. Contra la soberbia de los lectores, Rodríguez opone un discurso de exploración y de permanente aventura.
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