Marta Sanz
Más allá de su atractivo turístico como ciudad de la luz y de los enamorados, el Sena, los cafés y los románticos rincones, el París del siglo XIX debió de ser un lugar perturbador. Me refiero al París de las gárgolas de Notre Dame entre las que Quasimodo, con permiso de Victor Hugo, asoma la cabeza para espiar a Esmeralda; al París de los Misterios de Eugenio Sue, donde más tarde Georges du Maurier fijó la residencia de Svengali, el hipnotizador melómano, y de Trilby, la bella costurera con una oreja enfrente de la otra que se reconvierte en prima donna operística gracias al mesmerismo; el París donde una corte de artistas bohemios procedentes de todo el mundo se veía implicada en excéntricas aventuras de honor, bebedizos y retratos de mujeres con mirada de pantera que nos siguen con los ojos por la sala del museo o de hombres, cuyo rostro cubre una máscara de raso, que raptan a sus enamoradas y tocan el órgano en los pasadizos secretos de un teatro de la ópera; me refiero al París de los hurtos de guante blanco de Arsenio Lupin y a este París pneumático que Leroux reconstruye, como un decorado nocturno, en El sillón maldito. El lector, que mete la patita en el texto de la misma manera que los ingenuos pupilos de Mary Poppins se sumergen en las baldosas pintadas del deshollinador, imagina que, al atravesar la puerta de un edificio, detrás de la fachada pintada primorosamente, encontrará el vacío y el apuntalamiento de la tramoya. Excepto en aquellos casos en los que la escena precise de interiores: la Sala del Diccionario en la Academia; la trastienda barroca del negocio de Lalouette, el anticuario; el sótano del gran Loustalot que moja la pluma en la tabaquera y se lleva la tinta a la nariz anhelando el aroma y el cosquilleo de las fibras y el polvillo del tabaco...
Pero si los escenarios de El sillón maldito recrean una parafernalia relacionada a la vez con el misterio, el encantamiento, el peligro y el glamour; una forma de artificiosidad del paisaje urbano en la que cada hombre y cada mujer han de convertirse a la fuerza en personaje, engrandeciéndose en una época en la que la naturalidad se asocia a la grosería, y el refinamiento, la civilización, la sofisticación y los paraísos artificiales, a la belleza; si estos escenarios se han grabado como antojo de nacimiento en nuestro archivo visual, no menos impresión causan los personajes que, como caricaturas de delicada factura realista, atraviesan cada ambiente: el ya citado anticuario Lalouette, aspirante a un sillón de la Academia- al que le falta por cumplir con un peculiar requisito para ser el candidato perfecto- y el señor Patard, Secretario Perpetuo de la gloriosa institución, constituyen los dos divertidísimos e ingenuos focos narrativos de una obra por la que pululan eficaces “secundarios” como el gran Loustalot, la supersticiosa Babette, el gigante, la imponente señora de Lalouette o el misteriosísimo mago Eliphas de Saint-Elme de Tailleburg de La Nox. En una palabra, un mundo de hechiceros, científicos locos, ambiciosos burgueses, sensaciones y sensacionalismo, patologías e hiperestesia, iletrada plebe buena y enardecida, supersticiones, músicos nocturnos, pícaros, perros hambrientos, prisioneros enjaulados, gritos desgarradores, cartas venenosas como áspides, cuartitos secretos y una esposa de escote generoso que tal vez escatime a su marido cualquier favor sexual hasta que no posea lo que quiere...
Todo París contempla horrorizado cómo los aspirantes a un sillón de la Academia Francesa mueren en el mismo momento de pronunciar su discurso. Con nuestros morbosos corazones humanos en la garganta, los espectadores al acto solemne y los lectores del hilarante artefacto novelesco aguardamos el desenlace deseando a la vez que el candidato muera y que no muera. La trama va dejando al lector sin aliento hasta conducirlo a un final en el que se encadenan las sorpresas en un efecto dominó de cajas cerradas de las que repentinamente sale un payaso impulsado por un resorte. La sensación no solo es impactante sino además siniestra, y la novela está tan llena de acontecimientos misteriosos que cualquiera de ellos serviría como título: El sillón maldito, Los 39, El aire de un crimen (título de la obra con que Benet quedó finalista del premio Planeta en 1980), La canción que mata, El secreto de Toth, El profesor Dédé... Siguiendo la lógica de que nada es lo que parece y de que la víctima es de repente el verdugo –o al revés- el lector es como el espectador del circo que espera el “más difícil todavía”, la pirueta imposible, el triple mortal...
Leroux es desde luego un maestro de la pirueta, el constructor indiscutible del género de la novela enigma que, en el caso de El sillón maldito, se enriquece con la intención de reírse a mandíbula batiente de la sacrosanta Académie française (¿le guardaría Leroux algún resentimiento?) Y aquí es donde evocamos la fotografía de Leroux: un monsieur gordezuelo, de cara y gafitas redondas, de redondos rizos oscuros y orejas casi minúsculas entre las que se guardaba una masa gris con una espectacular inteligencia y libertad imaginativas frente a la ampulosidad y la erudición enroscada en sí misma de los académicos decimonónicos. En ese momento, Gastón tenía a su favor el mercado y podía permitirse lujos tan simpáticos e iconoclastas como El sillón maldito. Poco podíamos prever que, con el paso del tiempo, quizá la imaginación, la inteligencia y la libertad vuelvan a estar del lado de algunas Academias y de editores de gusto tan selecto como los del Olivo Azul.
Pero si los escenarios de El sillón maldito recrean una parafernalia relacionada a la vez con el misterio, el encantamiento, el peligro y el glamour; una forma de artificiosidad del paisaje urbano en la que cada hombre y cada mujer han de convertirse a la fuerza en personaje, engrandeciéndose en una época en la que la naturalidad se asocia a la grosería, y el refinamiento, la civilización, la sofisticación y los paraísos artificiales, a la belleza; si estos escenarios se han grabado como antojo de nacimiento en nuestro archivo visual, no menos impresión causan los personajes que, como caricaturas de delicada factura realista, atraviesan cada ambiente: el ya citado anticuario Lalouette, aspirante a un sillón de la Academia- al que le falta por cumplir con un peculiar requisito para ser el candidato perfecto- y el señor Patard, Secretario Perpetuo de la gloriosa institución, constituyen los dos divertidísimos e ingenuos focos narrativos de una obra por la que pululan eficaces “secundarios” como el gran Loustalot, la supersticiosa Babette, el gigante, la imponente señora de Lalouette o el misteriosísimo mago Eliphas de Saint-Elme de Tailleburg de La Nox. En una palabra, un mundo de hechiceros, científicos locos, ambiciosos burgueses, sensaciones y sensacionalismo, patologías e hiperestesia, iletrada plebe buena y enardecida, supersticiones, músicos nocturnos, pícaros, perros hambrientos, prisioneros enjaulados, gritos desgarradores, cartas venenosas como áspides, cuartitos secretos y una esposa de escote generoso que tal vez escatime a su marido cualquier favor sexual hasta que no posea lo que quiere...
Todo París contempla horrorizado cómo los aspirantes a un sillón de la Academia Francesa mueren en el mismo momento de pronunciar su discurso. Con nuestros morbosos corazones humanos en la garganta, los espectadores al acto solemne y los lectores del hilarante artefacto novelesco aguardamos el desenlace deseando a la vez que el candidato muera y que no muera. La trama va dejando al lector sin aliento hasta conducirlo a un final en el que se encadenan las sorpresas en un efecto dominó de cajas cerradas de las que repentinamente sale un payaso impulsado por un resorte. La sensación no solo es impactante sino además siniestra, y la novela está tan llena de acontecimientos misteriosos que cualquiera de ellos serviría como título: El sillón maldito, Los 39, El aire de un crimen (título de la obra con que Benet quedó finalista del premio Planeta en 1980), La canción que mata, El secreto de Toth, El profesor Dédé... Siguiendo la lógica de que nada es lo que parece y de que la víctima es de repente el verdugo –o al revés- el lector es como el espectador del circo que espera el “más difícil todavía”, la pirueta imposible, el triple mortal...
Leroux es desde luego un maestro de la pirueta, el constructor indiscutible del género de la novela enigma que, en el caso de El sillón maldito, se enriquece con la intención de reírse a mandíbula batiente de la sacrosanta Académie française (¿le guardaría Leroux algún resentimiento?) Y aquí es donde evocamos la fotografía de Leroux: un monsieur gordezuelo, de cara y gafitas redondas, de redondos rizos oscuros y orejas casi minúsculas entre las que se guardaba una masa gris con una espectacular inteligencia y libertad imaginativas frente a la ampulosidad y la erudición enroscada en sí misma de los académicos decimonónicos. En ese momento, Gastón tenía a su favor el mercado y podía permitirse lujos tan simpáticos e iconoclastas como El sillón maldito. Poco podíamos prever que, con el paso del tiempo, quizá la imaginación, la inteligencia y la libertad vuelvan a estar del lado de algunas Academias y de editores de gusto tan selecto como los del Olivo Azul.
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