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miércoles, febrero 05, 2014

Víbora, Andrzej Sapkowski

Trad. José María Faraldo. Artifex, Madrid, 2013. 212 pp. 19,95 €

Julián Díez

Que, al margen de George R.R. Martin, los dos autores vivos de fantasía heroíca con mayor predicamento en España sean un parodiador como Terry Pratchett y un heterodoxo como Andrzej Sapkowski es algo que habla bastante bien del género. Más allá de convencionalismos y del desinterés del establishment cultural que sí va concediendo galones a alguno de sus pares, Sapkowski se ha ganado poco a poco un prestigio que le ha llevado a ser uno de los escritores más populares de Polonia e ir saliendo fuera con creciente éxito gracias al boca a boca, en un fenómeno lento pero seguro similar al que lanzó a su paisano el ahora muy indiscutible Stanislaw Lem (con cuyo recuerdo Sapkowski mantiene una relación bastante contradictoria. O, por precisar, valora la obra pero duda del personaje: bastante comprensible una vez se sabe de la personalidad de ambos).
Víbora es la primera obra "individual" en formato novela que conocemos en España de Sapkowski, una vez cerrada —por el momento— su serie del brujo albino Geralt de Rivia y mediada la publicación de la trilogía de fantasía histórica centrada en las guerras husitas. Por su extensión, muy inferior a la de las obras multivolumen citadas, y por su temática, más próxima en el tiempo y en la preocupación de los lectores casuales, Víbora puede servir de excelente presentación de su trabajo para los lectores que aún no le conozcan. Porque en esta novela están todas las cualidades de Sapkowski condensadas, y salpimentadas con nuevos ingredientes.
El escenario es en esta ocasión la guerra de Afganistán afrontada por los soviéticos en los años ochenta, y Sapkowski sabe conquistar de inmediato al lector con la frescura de sus diálogos y su conocimiento del medio —en el que al parecer tuvo la ocasión de trabajar algún tiempo en aquella época—. Casi desde la primera página estamos dentro del desastroso Ejército Rojo, una inmersión a la que contribuye no poco la labor una vez más brillante del traductor habitual de Sapkowski, José María Faraldo. En sus decisionesel traductor alterna la opción por los coloquialismos con el respeto a la jerga original de los soldados soviéticos, consiguiendo un resultado global de una verosimilitud y frescura modélicas.
Pavel Levart, el protagonista, es un relativo veterano de la guerra al que conoceremos en una emboscada de los afganos, un arranque brutal en el que obviamente Sapkowski ha querido ofrecer una versión aún más dura y sucia de los combates con que se abren Salvad al soldado Ryan o Enemigo a las puertas. No hay aquí sin embargo movimientos de masas, sino una detallada coreografía a pequeña escala, un despliegue de pequeños horrores individuales sin sentido que rebrotarán a lo largo del libro.
Levart y uno de sus colegas supervivientes es destinado a un puesto de avanzada donde irán introduciéndose los elementos fantásticos: tanto por la singular condición del protagonista como por el hallazgo de una víbora que parece representar todo el componente telúrico de esa tierra vientre de Eurasia, pobre en superficie y rica en subsuelo, que lleva causando problemas a quienes quieren conquistarla desde los tiempos de Alejandro Magno hasta hoy.
El entralazamiento de todos esos conflictos con la trama fantástica es uno de los puntos fuertes del libro, aunque una vez más Sapkowski consigue brillar con sus propias herramientas puramente estilísticas: el humo socarrón, el desencantado cinismo no motivado por postureo sino fruto de una experiencia vital, la vivacidad en el relato y el uso escaso, pero contundente cuando se requieren, de artificios. El volumen se cierra con un amplio extracto de un libro de entrevistas de Stanislaw Beres con el autor. No puedo evitar citar una de sus respuestas, cuando Beres le comenta si no le irritan determinados elementos de la situación política: «Lo que a mí me irrita es esta pregunta tuya, que tiene en su contenido su contestación y en la forma por no tener ni tiene —ni siquiera pro forma— una señal de interrogación». Quien entreviste a Sapkowski no puede esperar convencionalismos, justo lo que elude dar a sus lectores en cualquiera de sus páginas.

miércoles, junio 03, 2009

La era del guerrero, Robert Fisk

Trad. Efrén del Valle Peñamil. Ed. Destino, Barcelona, 2009. 336 pp. 19,50 €

Julián Díez

Si hay un género literario que esté sufriendo en la era de internet, ese es el reportaje periodístico. Sustituido por los refritos, el hábil corta y pega, la recopilación de datos tomados de un par de libros y vendidos como propios –materiales todos ellos abundantes en la red-, se ha visto marginado por impostores. Casi no hay en ningún medio textos –demasiado largos para los gustos actuales- en los que se describen hechos conocidos de primera mano: el viejo viajar para ver, ver para vivir y vivir para contarlo de Ryszard Kapuscinski, tan venerado como poco imitado.
Para los medios españoles, en particular, hace tiempo que los gastos que supone algo así no justifican la posibilidad de que el reportero traiga algo incómodo, o triste, o que no esté de moda. Se reserva esa inversión al conflicto del momento, la gripe porcina que toque, para publicar lo mismo que la competencia y así no quedar atrás en una carrera que no tiene en cuenta a nadie más que a los propios códigos internos de la profesión. Y siempre, por supuesto, sin ofender a nuestros anunciantes, que por algo son los que realmente pagan el medio, no los lectores.
Todo ello convierte a gente como Robert Fisk en una especie en peligro de extinción. En este volumen, que recopila numerosos artículos del corresponsal de The Independent en Oriente Medio, no sólo hay artículos sobre el tema del momento –Irak, Afganistán…-, sino sobre cuestiones que esquivan el interés de la opinión pública pero que siguen vivas ahí: el reconocimiento del genocidio armenio, la responsabilidad occidental en la situación en Israel y Palestina, la huella del desastre de Gallípoli…
El denominador común de todas esas historias es que Fisk está allí, conoce la situación, comparte sus pensamientos, y después lo cuenta. Tras esa labor, que contrasta felizmente con la mayor parte de lo que leemos al cabo del día, queda poco de juicio a priorístico, y aún menos de esos lugares comunes (“asesinato selectivo”, “necesidades de seguridad”, “eje del mal”) con los que los medios de comunicación trufan la visión del mundo que se nos ofrece.
El libro sólo se ve lastrado por los inevitables condicionantes de ser una recopilación de textos que no fueron originalmente creados para ese propósito, como reiteración de ideas o falta de un hilo conductor claro que sí estaba presente en la otra obra de Fisk traducida previamente, La gran guerra por la civilización. Sin embargo, es en su conjunto una obra nervuda, contundente, repleta de interés y que para mí, como periodista, tiene aromas que añoro en el producto que cada día se vende en los quioscos.

viernes, abril 03, 2009

Tierra y cenizas, Atiq Rahimi

Trad. Masoud Sabouri. Lengua de Trapo, Madrid, 2009. 96 pp. 8.98 €

José Morella

Tierra y cenizas cuenta el viaje de un hombre, Dastguir, y su nieto, Yasin, hacia la mina de carbón donde trabaja el hijo del primero y padre del segundo. Van a contarle que su aldea ha sido arrasada por los rusos, y toda la familia excepto ellos ha perecido. Yasin se ha quedado sordo por culpa de las bombas, pero él piensa que, por el contrario, las bombas le han quitado la voz a todos los demás. El estilo lacónico y pulcro de Rahimi es un esfuerzo por representar la máxima violencia con la mayor delicadeza posible. Consigue evitar lo obsceno de la guerra y explicar la guerra al mismo tiempo, sin quitarle un ápice de dolor. Salpica el desierto narrativo de su historia con gotas de poesía destilada, mineral. Eso es lo que la literatura todavía puede ganarle a la imagen televisiva. Se pierde lo obsceno y se gana profundidad y verdad. Porque la verdad necesita una reflexión, un proceso de digestión mental, y la imagen de la pantalla no es más que brutalidad en el salón de tu casa. Acto sin reflexión.
Atiq Rahimi habla de su país desde una posición que podríamos llamar la del extranjero autóctono. Tal vez ningún otro afgano, demasiado implicado en su propio tejido de país, podría haber escrito una novela como esta. Rahimi lleva años de exilio en París. Cada día, a las diez de la mañana, se va a un bar, siempre el mismo. Pide un desayuno, y en cuanto el bar comienza a estar lo suficientemente lleno para que él se sienta solo, se pone a escribir. Se va de allí unas doce horas después. En una entrevista, Rahimi explica que eso sería imposible en su país: «en ciertos países, como Afganistán, no se tiene derecho a la soledad. La vida en familia, la vida social, política e intelectual te obliga a estar todo el tiempo en contacto con otras personas (... ) Hay miradas, sabes que estás siendo vigilado». En el año 2000 volvió a su país para hacer un reportaje fotográfico de encargo para una revista francesa, y notó el choque del retorno: «todo el mundo dice que partir es morir un poco. Yo digo que volver también es morir», dice Rahimi. Su país parece obsesionarle, pero para poder hablar de él necesita colocarse en el mundo como un extranjero. Acercarse a sus compatriotas como si estos fueran extraños. Y lo son. Ahí descansa la calidad de su mirada. En el extrañamiento. Ver en las cosas que creemos normales lo extrañas que en realidad son. En el rodaje de la película basada en Tierra y cenizas, rodada en Afganistán, Rahimi se sintió totalmente fuera de lugar, extranjero: habían programado incendiar un pequeño pueblo para algunas escenas. Era un pueblo totalmente destruido y abandonado. Reconstruyeron parcialmente el lugar de forma muy frágil, apenas unos decorados, todo en papel y madera. También reconstruyeron una mezquita. De repente, apareció gente que empezó a ir a rezar a la improvisada mezquita de cartón piedra. Les daban las gracias, imaginando que eran una ONG que iba a reconstruir todo el pueblo. Rahimi dice: «cuando digo que el arte es inmoral quiero decir esto: teníamos los medios para construir un pueblo sólo para destruirlo después. ¿Imagina el efecto de eso en aquel lugar? Yo les explicaba lo que era y les mostraba que, si se apoyaran en la pared de la mezquita, todo se iría abajo. Pero el día en que íbamos a filmar una escena muy importante, una parte de la mezquita se incendió y hubo una revuelta. Llegó gente de otros pueblos con armas. Fue peligroso. Durante todo el tiempo estuvimos amenazados y quisieron colocar explosivos donde filmábamos». Rahimi es, al mismo tiempo, el extranjero más alejado posible y el afgano que más de cerca, con más amor y sutilidad, nos ofrece una crítica honesta. Él mismo se coloca en el centro de la crítica cuando dice que el arte es inmoral, y no le importa. Esa autocrítica es la esencia de ser un extranjero «de la casa». Por ella lo es. Su mirada está corrompida de exterioridad y, precisamente por eso, es la más limpia posible.