Alberto Luque Cortina
A mediados del siglo XVI un hombre que se acercaba a la vejez comenzó a escribir una historia increíble: la historia de su vida, la de los hombres que conoció y las empresas imposibles que realizaron juntos. Necesitó dieciséis años para redactarla, adquiriendo con el tiempo proporciones gigantescas. La obra se publicó casi cincuenta años después de su muerte con el título Historia verdadera de la conquista de la Nueva España (1632). Para entonces ya nadie se acordaba de él. Ese hombre era Bernal Díaz del Castillo, uno de los aventureros que acompañaron a Cortés en la delirante conquista de México (1521).
La conquista de América es tan apabullante como complejas sus consecuencias. Aquí casi todo es desmedido, persistiendo un buen número de tópicos que oscilan entre la glorificación de los capitanes que la hicieron posible y el descrédito de una empresa con funestas consecuencias para los nativos. Uno de esos tópicos se afana en imaginar a aquellos soldados regresando a España ricos y victoriosos o bien dueños de extensos y productivos territorios (las encomiendas) cultivados por esclavos indígenas y negros. La realidad, como siempre, es más compleja: este tipo de aventuras exigía inversiones muy costosas no siempre reembolsadas; muchos de los conquistadores murieron en el intento o lo hicieron más tarde entre penalidades; y en cuanto a la recompensa, esta se materializaba a través del reparto del botín y de las encomiendas, pero los encomenderos fueron perdiendo paulatinamente sus derechos merced a leyes como las de 1542, no siempre eficaces.
En resumen, del mismo modo que los veteranos de la guerra de Vietnam se sintieron rechazados y olvidados por sus compatriotas, los conquistadores españoles debieron sentirse estafados al comprobar cómo sus reclamaciones se estrellaban contra el sólido muro de nuestra sempiterna burocracia. En muchos casos no se les trataba como a “gloriosos descubridores” sino como a viejos veteranos zascandiles incapaces de adaptarse a los nuevos tiempos, incapaces de entender la “brillante” historia que nuestra “gloriosa” monarquía estaba escribiendo en Europa con la tinta roja de ultramar.
En 1552, treinta años después de la conquista, Francisco López de Gómara, quien nunca estuvo en América, publicó su Historia General de las Indias. Se trataba de un panegírico de Cortés, en quien hacía recaer todos los méritos de la empresa. Su lectura debió de indignar a los veteranos supervivientes y desde luego a Díaz del Castillo, que decidió escribir la historia “verdadera”, poniendo a cada cual en su sitio, sin adornos ni exageraciones: «Pues de aquellas grandes matanzas que dicen que hacíamos (…) harto teníamos con defendernos no nos matasen (…) que aunque estuvieran los indios atados, no hiciéramos tantas muertes» (pág. 71). Es cierto que de este modo buscaba ensalzar sus méritos y justificar sus pretensiones ante la Corona, pero no puede despreciarse su afán por recuperar del negro fondo de la desmemoria los nombres y los rostros de quienes hicieron posible esa empresa colectiva.
Podrá aducirse que esos mismos soldados para los que Bernal pide justicia perpetraron masacres e innumerables tropelías: esto es cierto, pero el juicio histórico no puede oscurecer esta obra absoluta de nuestra literatura, como igualmente sucede con otros clásicos como Los comentarios a las guerras de las Galias, de Julio César, no menos cruenta y no por ello menos apreciada. Quien se adentre en la narración de Díaz del Castillo con estos prejuicios se perderá la lectura de un libro conmovedor y apasionante, porque en el fondo trata de aquellos que no tuvieron sitio en la Historia: para ellos y para sí Bernal pide el reconocimiento que, aunque tardío, es un peldaño necesario para alcanzar la gloria.
La obra incluye los viajes de exploración por el Yucatán, la conquista de México, el viaje a Honduras y las esperanzas no cumplidas. Un lapso aproximado de sesenta años concentrados en más de 1.000 apasionantes páginas.
El libro comienza con la salida al Yucatán en febrero de 1517, cuando Bernal cuenta apenas veinte años, y ya las primeras páginas nos muestran un texto vigoroso y emocionante, pleno de aventuras. El secreto está en la prolijidad de detalles que sitúan al lector en medio de esta barahúnda de personajes a cada cual más peculiar, con sus miedos, sus historias personales, su desconcierto y su intrepidez rayana en la inconsciencia. Por ejemplo, dirigiéndose los conquistadores a la capital azteca, divisaron un volcán que estaba arrojando “mucho fuego”. En estas, «un capitán de los nuestros que se decía Diego de Ordás tomole cobdicia de ir a ver qué cosa era» (pág. 269). Solicitado el permiso Ordás y otros dos soldados ascendieron hasta la misma boca del volcán, y casi no lo cuentan. Lo hicieron porque al tal Ordás le entró curiosidad. Este volcán, el Popocatépetl, tiene una altura de 5.465 metros. Quien haya estado en Puebla ya sabe a qué me refiero. Estos eran los hombres que hicieron la conquista.
Enseguida el lector se ve inmerso en un universo mágico, en un Macondo total de situaciones disparatadas o bien en una selva de pesadilla con grandes semejanzas al universo onírico de Apocalipsis Now (Coppola, 1979), como cuando los expedicionarios se enteran de que los aliados indios que les acompañan se están comiendo a otros indios rezagados que les sirven de fresca despensa (pág. 849). En cierto sentido parece que los años transcurridos en aquellos lugares remotos y cuasi fantásticos han calado en el autor, en cuyas descripciones se observa una mirada distante, casi autista, donde lo imposible es lo cotidiano, y sin que por ello los hechos narrados carezcan de veracidad pues Bernal, hombre de acción, es poco dado a lo fantasioso.
La escritura, a veces tosca, fascina por su franqueza y vivacidad. Pareciera que las cosas estén ocurriendo en el momento en que se leen. Es un gustazo para el lector paciente relamer ese castellano antiguo. Sobresale además una ironía mordiente que alcanza distintos grados de sutileza. Por ejemplo, cuando creyendo que los indios portaban hachas de oro, los conquistadores pasaron tres días cambiándolas con alborozo por baratijas (cuentas) (pág. 66): «Y todo salió en vano, que las hachas eran de cobre puro y las cuentas un poco de nada». O cuando se refiere con fingida ingenuidad a las encomiendas que admite crueles en algunos casos porque «los hombres no somos todos muy buenos, antes hay algunos de mala conciencia».
Lo más interesante de todo es que, al margen de la descripción de la conquista o de la intrahistoria de los soldados, hay un aliento literario sorprendentemente moderno. El hombre que escribe mira al pasado con nostalgia, y al presente con desencanto: es un libro que habla de las esperanzas perdidas. Así, resulta conmovedor contemplar en el capítulo CCV el esfuerzo titánico de Bernal por rescatar de ese pasado arenoso los nombres y apellidos de todos sus compañeros, de los que deja una breve biografía como si de este modo pudiera inmortalizar los cadáveres humildes que quedaron perdidos en la selva.
Gestas impensables, traiciones a mansalva, codicia desmedida y ansia de gloria: eviten juicios apriorísticos y simplemente paladeen el genuino castellano de Bernal Díaz del Castillo; comprobarán que estamos ante uno de los grandes clásicos de la literatura española.
3 comentarios:
Recomiendo vivamente el ensayo La conquista de América, de Todorov. Interesantísimo libro que aborda el descubrimiento, la conquista y la colonización con una perspectiva centrada en el hecho comunicativo y su papel en este evento. Revisa también las principales crónicas escritas por los protagonistas de este periodo.
No pude evitar en esta entrada antigua y pasar sin recomendar vivamente una obra maestra. Sin duda alguna que la enorme mayoría de novelillas históricas sobre la materia no le llegan a la suela de los zapatos.
Saludos
La mejor literatura en castellano se escribio´ en el siglo XVI. Sus autores fueron los cronistas españoles de ultramar.
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