viernes, enero 13, 2012

El vigilante del fiordo, Fernando Aramburu

Tusquets, Barcelona, 2011. 192 pp. 16 €

Victoria R. Gil

Fernando Aramburu aborda en El vigilante del fiordo uno de sus temas recurrentes, que ya fue el motor principal de su anterior recopilación de cuentos, Los peces de la amargura, y que vuelve a estar presente en su última obra, Años lentos, con la que este autor vasco afincado en Alemania ganó el pasado mes de noviembre el Premio Tusquets de Novela: el terrorismo. Tres de los ocho relatos que integran este volumen desvelan las consecuencias de esa violencia indiscriminada, no importa de dónde venga ni con qué siglas se identifique. En «Chavales con gorra» se trata del miedo; en la narración que da título al libro, de la culpa, y en «Carne rota», un collage de vidas truncadas tras los atentados del 11-M, de la propia tragedia.
Aramburu elige estilos variados para cada unos de estos cuentos y distintas profundidades en las que fondear. Así, «Chavales con gorra» resulta breve y sutil, quizás para adentrarnos sin brusquedad en lo que ha de venir, ya que es el texto con el que da comienzo la obra. Con una narración clásica y unas pocas pinceladas, el autor nos muestra que huir no siempre equivale a escapar y que sobrevivir al miedo puede ser tan difícil como hacerlo a la propia amenaza terrorista.
En «Carne rota», Aramburu ilumina con una serie de flashes casi fotográficos los efectos del 11-M en un mosaico de personajes que han sido víctimas, supervivientes o testigos de los atentados. El relato, que comienza y termina con las dos mismas palabras, al igual que cada una de las partes que lo componen, salta de manera rápida y fugaz de un protagonista a otro, encadenados tanto por esa figura retórica como por la tragedia que les ha unido, aun sin conocerse. No caben aquí la contención ni la sutileza, sólo la rabia y el dolor.
«El vigilante del fiordo», el título con que se cierra esta terna, se desdobla en dos estilos literarios muy diferentes para dar voz a la duplicidad de vidas con la que su protagonista, un funcionario de prisiones interno en un sanatorio mental, trata de enfrentarse a la culpa provocada por la explosión de un paquete bomba. Por un lado, un texto dramático, al que no le faltan las acotaciones que detallan la actitud de los personajes al igual que en una obra de teatro, describe la realidad del sanatorio; por otro, un relato intimista y claustrofóbico, atrapado en la mente en fuga de su narrador, muestra la actividad imposible de ese vigilante de fiordos que será incapaz de impedir la catástrofe, repetida una y otra vez.
Estos tres cuentos representan en sí mismos la cruel secuencia del terror: la amenaza, el atentado y sus secuelas. Y su conclusión no puede ser más desalentadora, ya que tras la violencia sólo parece aguardar la locura. Aunque quizás la locura no sea más que un modo diferente de lucidez.
Los ocho relatos que integran El vigilante del fiordo no comparten un único tema y, sin embargo, todos ellos participan de algunas fugas y de muchos fracasos, ya sea desde el absurdo que late en «Mártir de la jornada» y «Mi entierro», la implacable mirada infantil de «Lengua cansada» o el misterio con el que se viste «La mujer que lloraba en Alonso Martínez», un relato fantástico y casi onírico, que Fernando Aramburu dedica a los autores José María Merino y Óscar Esquivias.

1 comentario:

Ignacio Andrés Cobo dijo...

Descubrí hace poquito su blog. Muy interesante!

Saludos!