Trad. Joan Fontcuberta. Acantilado, Barcelona, 2007. 144 pp. 14 €
Elvira Navarro
Stefan Zweig (Austria, 1881 – Brasil, 1942) declaró en una entrevista que sus padres «eran judíos sólo por un accidente de nacimiento», de lo que cabe colegir algo más que una simple afirmación sobre lo azaroso de la identidad. Judío no-judío, el escritor austriaco vivió las dos guerras mundiales. La primera, según dicen las biografías, le convirtió en pacifista. La segunda le llevó a un exilio voluntario a Gran Bretaña, que se tornó en forzoso a raíz de la ocupación alemana de Austria y de la invalidación de su pasaporte. Apátrida durante dos años, tras la obtención de la nacionalidad británica recaló en varios países y acabó suicidándose en Brasil.
Conviene tener todos estos datos en la cabeza a la hora de leer El candelabro enterrado, novela corta que aborda el tema de la idiosincrasia judía a través de una narración de carácter mítico sobre la pérdida de la menorá. Símbolo hebreo por excelencia (no en vano es el emblema oficial del actual Estado de Israel), la menorá o candelabro de siete brazos era uno de los objetos del Tabernáculo, que encontró acomodo en el Templo de Jerusalén construido por el rey Salomón. Tras la destrucción del templo por los romanos, la menorá fue llevada a Roma, donde se le perdió la pista. Se cree que los vándalos la robaron en el año 455 y que, tras la caída de Cartago, cayó en manos del emperador Constantino; sin embargo, no hay ninguna fuente bizantina que confirme el dato, lo que da pie a la leyenda de que alguien la devolvió a Tierra Santa.
Dicha leyenda es la que aprovecha Zweig para escribir El candelabro enterrado, que comienza con el famoso saqueo de Roma y la conmoción de la comunidad judía al saber que el último de sus objetos sagrados, la menorá, es de nuevo enviado lejos. Los ancianos deciden acompañar al candelabro del sancta sanctorum en su peregrinaje, y caminan detrás del carro que lo traslada a Portus, donde desemboca el Tíber. Allí, ante los ojos empañados en lágrimas de los viejos, y de un niño cuya misión es dar testimonio a las generaciones venideras del fatal destino de su pueblo, la menorá es cargada en un barco rumbo a Cartago, no sin que antes el pequeño Benjamín, furioso por la injusticia contra los suyos, ataque al esclavo que portea el candelabro. El esclavo pierde el equilibrio y cae, junto con el santo objeto, sobre el brazo del niño, rompiéndolo. La moraleja: castigo de Dios por haber intentado tocar la divinidad, en primer término, y por haber utilizado la violencia, en segundo.
Años más tarde, siendo ya Benjamín un venerable y venerado anciano, llega la noticia de que la menorá se cuenta entre el botín del emperador Constantino tras su victoria sobre Cartago: otra vez la historia que se repite, la eterna diáspora del candelabro que los significa. Benjamín siente que es su hora; el Señor lo ha preservado para que recupere la menorá en Bizancio, y hacia allí parte acompañado de un joven testigo, Joaquín, que dará fe del asunto. Y es que no se trata sólo de que la historia sea siempre la misma, sino también de que sus víctimas reaccionen conforme a su idiosincrasia, reafirmándola: carácter cíclico de los mitos, adoptado por el sabio Zweig para contar la forja de una identidad.
El dolor como foco generador de memoria, la resignación, la condición de desposeídos, la culpa por un pecado que explicaría la furia de Dios contra el pueblo elegido y su dispersión como condena, la desconfianza hacia la vida y la fe en un tiempo futuro en que serán redimidos. Todos estos elementos, que Nietzsche describió en La genealogía de la moral, y que hemos heredado en parte los nacidos en culturas cristianas, son los ejes que determinan la acción de esta novela, magistral en su sencillez.
Zweig no se conformó únicamente con aprehender la fatalidad judía, que llegó a su apoteosis durante el fascismo, sino que además se atrevió a dar una solución para romper el maleficio, apostando por el pacifismo como la única opción legítima contra los poderes establecidos y la opresión. Así, en el final del libro, vuelta la menorá a manos de Benjamín, éste se da cuenta de que restituirla a Jerusalén no servirá de nada, pues va contra las leyes divinas decidir el destino de un pueblo. Eso sólo puede traer desgracias. Benjamín entierra entonces el candelabro en Tierra Santa, sin más espectadores que un mudo: esta vez, por tanto, sin testigo alguno con el que perpetuar falsas querencias.
Elvira Navarro
Stefan Zweig (Austria, 1881 – Brasil, 1942) declaró en una entrevista que sus padres «eran judíos sólo por un accidente de nacimiento», de lo que cabe colegir algo más que una simple afirmación sobre lo azaroso de la identidad. Judío no-judío, el escritor austriaco vivió las dos guerras mundiales. La primera, según dicen las biografías, le convirtió en pacifista. La segunda le llevó a un exilio voluntario a Gran Bretaña, que se tornó en forzoso a raíz de la ocupación alemana de Austria y de la invalidación de su pasaporte. Apátrida durante dos años, tras la obtención de la nacionalidad británica recaló en varios países y acabó suicidándose en Brasil.
Conviene tener todos estos datos en la cabeza a la hora de leer El candelabro enterrado, novela corta que aborda el tema de la idiosincrasia judía a través de una narración de carácter mítico sobre la pérdida de la menorá. Símbolo hebreo por excelencia (no en vano es el emblema oficial del actual Estado de Israel), la menorá o candelabro de siete brazos era uno de los objetos del Tabernáculo, que encontró acomodo en el Templo de Jerusalén construido por el rey Salomón. Tras la destrucción del templo por los romanos, la menorá fue llevada a Roma, donde se le perdió la pista. Se cree que los vándalos la robaron en el año 455 y que, tras la caída de Cartago, cayó en manos del emperador Constantino; sin embargo, no hay ninguna fuente bizantina que confirme el dato, lo que da pie a la leyenda de que alguien la devolvió a Tierra Santa.
Dicha leyenda es la que aprovecha Zweig para escribir El candelabro enterrado, que comienza con el famoso saqueo de Roma y la conmoción de la comunidad judía al saber que el último de sus objetos sagrados, la menorá, es de nuevo enviado lejos. Los ancianos deciden acompañar al candelabro del sancta sanctorum en su peregrinaje, y caminan detrás del carro que lo traslada a Portus, donde desemboca el Tíber. Allí, ante los ojos empañados en lágrimas de los viejos, y de un niño cuya misión es dar testimonio a las generaciones venideras del fatal destino de su pueblo, la menorá es cargada en un barco rumbo a Cartago, no sin que antes el pequeño Benjamín, furioso por la injusticia contra los suyos, ataque al esclavo que portea el candelabro. El esclavo pierde el equilibrio y cae, junto con el santo objeto, sobre el brazo del niño, rompiéndolo. La moraleja: castigo de Dios por haber intentado tocar la divinidad, en primer término, y por haber utilizado la violencia, en segundo.
Años más tarde, siendo ya Benjamín un venerable y venerado anciano, llega la noticia de que la menorá se cuenta entre el botín del emperador Constantino tras su victoria sobre Cartago: otra vez la historia que se repite, la eterna diáspora del candelabro que los significa. Benjamín siente que es su hora; el Señor lo ha preservado para que recupere la menorá en Bizancio, y hacia allí parte acompañado de un joven testigo, Joaquín, que dará fe del asunto. Y es que no se trata sólo de que la historia sea siempre la misma, sino también de que sus víctimas reaccionen conforme a su idiosincrasia, reafirmándola: carácter cíclico de los mitos, adoptado por el sabio Zweig para contar la forja de una identidad.
El dolor como foco generador de memoria, la resignación, la condición de desposeídos, la culpa por un pecado que explicaría la furia de Dios contra el pueblo elegido y su dispersión como condena, la desconfianza hacia la vida y la fe en un tiempo futuro en que serán redimidos. Todos estos elementos, que Nietzsche describió en La genealogía de la moral, y que hemos heredado en parte los nacidos en culturas cristianas, son los ejes que determinan la acción de esta novela, magistral en su sencillez.
Zweig no se conformó únicamente con aprehender la fatalidad judía, que llegó a su apoteosis durante el fascismo, sino que además se atrevió a dar una solución para romper el maleficio, apostando por el pacifismo como la única opción legítima contra los poderes establecidos y la opresión. Así, en el final del libro, vuelta la menorá a manos de Benjamín, éste se da cuenta de que restituirla a Jerusalén no servirá de nada, pues va contra las leyes divinas decidir el destino de un pueblo. Eso sólo puede traer desgracias. Benjamín entierra entonces el candelabro en Tierra Santa, sin más espectadores que un mudo: esta vez, por tanto, sin testigo alguno con el que perpetuar falsas querencias.
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