Alfaguara, Madrid, 2006. 200 pp. 16,50 €
Hilario J. Rodríguez
Un día la fotografía comenzó a registrar fragmentos de nuestras existencias y en adelante éstas cambiaron casi sin que nos diésemos cuenta. Escenas de cine mudo trata sobre ese cambio. Hace doce años, cuando el libro apareció por primera vez, era demasiado pronto para apreciar su verdadera importancia. Por aquel entonces, no sólo desconocíamos la obra de W. G. Sebald, sino que tampoco parecíamos entender la de John Berger; ni siquiera habíamos reparado en libros como La cámara lúcida, de Roland Barthes, o Sobre la fotografía, de Susan Sontag. Pero con el paso del tiempo hemos aprendido; al fin nos hemos comenzado a dar cuenta de que muchos de nuestros actos variaron desde el momento en que nos sentimos observados por un objetivo fotográfico. Vivir en un mundo en el que nuestros movimientos y gestos más imperceptibles pueden quedar fijados para siempre hace que a veces limitemos nuestra libertad de movimientos. Julio Llamazares comenta lo anterior en varias ocasiones, al comprobar en las instantáneas de sus álbumes familiares ciertas poses artificiosas, que escondían ocultos deseos; al ver un rostro desenfocado, unas piernas o unos brazos cercenados por el encuadre; al intuir una ausencia... Para él, las fotografías son ante todo indicios que, aunque puedan llegar a constituir crónicas sociales y forjar lazos con el pasado, no dejan de tener un pie en el territorio de lo imaginario, de dar versiones incompletas de ciertos hechos. Uno en ellas no encuentra más que memorias mudas y a cámara lenta, necesitadas de un motor narrativo que les dé vida de nuevo.
A veces me pregunto si, con la fotografía y el cine como mecanismos capaces de moldear nuestra memoria, no nos habremos transformado en personas reales que actúan como personajes de ficción. De algún modo, son dos mecanismos que imponen lo que vemos y cómo lo vemos, dando pie a una especie de gramática que determina nuestra comunicación con la realidad. Una gramática de la memoria. Una memoria de apariencias, de superficies, de formas... Por eso en muchos casos partimos de fotografías para construir relatos que permitan escarbar, ver más allá, conectarnos, entender la verdadera esencia de las cosas, que es lo que de verdad permanece, lo que le da relevancia a una imagen. Las fotografías, de hecho, son excusas para contar historias, para comprobar si lo que nos dicen las apariencias es cierto o no. Escenas de cine mudo, a ese respecto, insiste en numerosas ocasiones en las confusiones que había en Olleros, el pueblo minero donde tiene lugar la acción, en torno a determinados personajes. Los solitarios, los irresponsables y los chivatos se quitan sus máscaras a lo largo de las páginas del libro, destapando así pequeños dramas, amores insatisfactorios, golpes prematuros, pérdidas irreparables... Aflicción. ¿Qué se ocultaba en el rostro de un joven que un día murió en un accidente de motocicleta? ¿Y en la destructiva compañía de una botella de vino? Nadie conoce la verdad hasta que no se adentra en el interior de las imágenes, porque —según Julio Llamazares— la memoria es como una serie de minas interconectadas, en las cuales uno avanza a oscuras, sin saber muy bien cómo, cuándo o dónde encontrará algo. ¿Qué? Las fotografías que narran lo que hemos sido no pueden contenerse en un álbum, porque en cualquier lugar y en cualquier instante podemos hallar una conexión con nosotros mismos, con algo que quizás ya no somos pero que sí fuimos en el pasado. En un bar de Lisboa «recobré una vieja imagen que creía ya perdida y borrada para siempre de mi memoria infantil: la de mi madre y yo en la cocina de nuestra casa de Olleros, ella enseñándome a contar las horas y yo aprendiendo a verlas en un reloj». El tiempo y el espacio se confunden cuando narramos nuestra memoria personal. Creíamos que nunca habíamos acabado de irnos fuera del apartado pueblo donde nacimos y un día, sin embargo, nos damos cuenta de que realmente hay partes de nuestra identidad desperdigadas por el mundo entero. Berlín, Buenos Aires, Madrid, París, Andorra, Nueva York... Todos los lugares por donde pasamos en algún momento de nuestras vidas se incorporan a nuestra memoria del mismo modo que nosotros nos incorporamos a la memoria de esos lugares.
Escenas de cine mudo se organiza como un álbum personal, pero su materia excede lo autobiográfico o lo ficticio. Su verdadero tema no es el testigo que relaciona los hechos disgregados que se narran a lo largo del libro y mucho menos el paisaje donde se escenifican buena parte de ellos; su tema es la construcción de la memoria, para establecer las trampas en las que caemos al mirar hacia atrás. ¿Dónde está la música que sonaba mientras mirábamos hacia una cámara en mitad de una verbena? ¿Quién siente el frío de aquella mañana en que el profesor nos mandó formar en el patio a todos los de la clase? ¿Son esos colores los mismos que bañaban nuestro universo de hace unos años? ¿A qué olía el campo en aquella tarde de lluvia? Con cada fotografía esperamos que «el tiempo que se detuvo se vuelva a poner en marcha», porque en torno a él hemos perdido demasiadas cosas: olores, sabores, sonidos, sentimientos… Y la literatura nos ayuda a negociar parte de lo que perdimos, recreándolo, reconstruyéndolo o inventándolo.
Muchos escritores, cuando exploran su pasado, imponen de tal manera su presente que todo lo que cuentan resulta demasiado cerebral, falto de vida; ese no es el caso de Julio Llamazares. A este último le interesan muy poco las redes intertextuales que pueden establecerse entre los clásicos de la literatura y las vidas de los habitantes de un pueblo minero, quizás porque sabe que eso muy a menudo da pie a paralelismos forzados, carentes de matices. Su obra, en ese sentido, prefiere ceñirse a los hechos, atento a los matices sensoriales, al grado de humildad que impone la memoria desnuda. Eso no impide que su metodología compositiva mezcle elementos literarios, poéticos y ensayísticos; recuerdos reales e inventados; rasgos del cuento y la novela; recursos de la literatura oral y de la literatura más artificiosa... Con todas estas intersecciones y con las referencias a la televisión, el cine o la radio como inventos que alteraron nuestra percepción de la memoria, Escenas de cine mudo deja muy claro que, por mucho que nuestra capacidad para experimentar el tiempo perdido sea escasa, al menos podemos evocarlo gracias a nuestros recuerdos y a la fuerza que tiene la ficción para hacerlos de nuevo presentes, aunque sólo sea en forma de parpadeos de luz en mitad de la noche.
No hace mucho, viendo el álbum familiar de un amigo, me sorprendió que él apenas apareciese en las fotografías y que de una parte significativa de su vida, entre los quince y los treinta años, ni siquiera quedasen rastros, como si durante ese periodo no hubiera existido o como si hubiese querido borrar las huellas de un delito. Cuando cerré aquel álbum, me sentí incómodo. Mi amigo lo notó en seguida, pero no dijo nada. En adelante ya nunca he podido evitar cierto estremecimiento al coincidir con él, porque siempre me persigue la sensación de que cada palabra que sale de su boca arrastra un silencio, cada parpadeo de luz viene precedido por un segundo de tinieblas. Al mirarle a la cara, noto una especie de abismo y me imagino a mí mismo precipitándome en él, sin que llegue jamás al fondo. He dejado de saber quién es. También he dejado de saber si de verdad soy su amigo o si él es amigo mío. Junto a él, las cosas se han vuelto relativas, las conversaciones han perdido fluidez, la sinceridad se ha transformado en cautela. La pantera avanza sigilosa en medio de la jungla. Un ruido, una rama quebrándose, el viento agitando las hojas...
Hilario J. Rodríguez
Un día la fotografía comenzó a registrar fragmentos de nuestras existencias y en adelante éstas cambiaron casi sin que nos diésemos cuenta. Escenas de cine mudo trata sobre ese cambio. Hace doce años, cuando el libro apareció por primera vez, era demasiado pronto para apreciar su verdadera importancia. Por aquel entonces, no sólo desconocíamos la obra de W. G. Sebald, sino que tampoco parecíamos entender la de John Berger; ni siquiera habíamos reparado en libros como La cámara lúcida, de Roland Barthes, o Sobre la fotografía, de Susan Sontag. Pero con el paso del tiempo hemos aprendido; al fin nos hemos comenzado a dar cuenta de que muchos de nuestros actos variaron desde el momento en que nos sentimos observados por un objetivo fotográfico. Vivir en un mundo en el que nuestros movimientos y gestos más imperceptibles pueden quedar fijados para siempre hace que a veces limitemos nuestra libertad de movimientos. Julio Llamazares comenta lo anterior en varias ocasiones, al comprobar en las instantáneas de sus álbumes familiares ciertas poses artificiosas, que escondían ocultos deseos; al ver un rostro desenfocado, unas piernas o unos brazos cercenados por el encuadre; al intuir una ausencia... Para él, las fotografías son ante todo indicios que, aunque puedan llegar a constituir crónicas sociales y forjar lazos con el pasado, no dejan de tener un pie en el territorio de lo imaginario, de dar versiones incompletas de ciertos hechos. Uno en ellas no encuentra más que memorias mudas y a cámara lenta, necesitadas de un motor narrativo que les dé vida de nuevo.
A veces me pregunto si, con la fotografía y el cine como mecanismos capaces de moldear nuestra memoria, no nos habremos transformado en personas reales que actúan como personajes de ficción. De algún modo, son dos mecanismos que imponen lo que vemos y cómo lo vemos, dando pie a una especie de gramática que determina nuestra comunicación con la realidad. Una gramática de la memoria. Una memoria de apariencias, de superficies, de formas... Por eso en muchos casos partimos de fotografías para construir relatos que permitan escarbar, ver más allá, conectarnos, entender la verdadera esencia de las cosas, que es lo que de verdad permanece, lo que le da relevancia a una imagen. Las fotografías, de hecho, son excusas para contar historias, para comprobar si lo que nos dicen las apariencias es cierto o no. Escenas de cine mudo, a ese respecto, insiste en numerosas ocasiones en las confusiones que había en Olleros, el pueblo minero donde tiene lugar la acción, en torno a determinados personajes. Los solitarios, los irresponsables y los chivatos se quitan sus máscaras a lo largo de las páginas del libro, destapando así pequeños dramas, amores insatisfactorios, golpes prematuros, pérdidas irreparables... Aflicción. ¿Qué se ocultaba en el rostro de un joven que un día murió en un accidente de motocicleta? ¿Y en la destructiva compañía de una botella de vino? Nadie conoce la verdad hasta que no se adentra en el interior de las imágenes, porque —según Julio Llamazares— la memoria es como una serie de minas interconectadas, en las cuales uno avanza a oscuras, sin saber muy bien cómo, cuándo o dónde encontrará algo. ¿Qué? Las fotografías que narran lo que hemos sido no pueden contenerse en un álbum, porque en cualquier lugar y en cualquier instante podemos hallar una conexión con nosotros mismos, con algo que quizás ya no somos pero que sí fuimos en el pasado. En un bar de Lisboa «recobré una vieja imagen que creía ya perdida y borrada para siempre de mi memoria infantil: la de mi madre y yo en la cocina de nuestra casa de Olleros, ella enseñándome a contar las horas y yo aprendiendo a verlas en un reloj». El tiempo y el espacio se confunden cuando narramos nuestra memoria personal. Creíamos que nunca habíamos acabado de irnos fuera del apartado pueblo donde nacimos y un día, sin embargo, nos damos cuenta de que realmente hay partes de nuestra identidad desperdigadas por el mundo entero. Berlín, Buenos Aires, Madrid, París, Andorra, Nueva York... Todos los lugares por donde pasamos en algún momento de nuestras vidas se incorporan a nuestra memoria del mismo modo que nosotros nos incorporamos a la memoria de esos lugares.
Escenas de cine mudo se organiza como un álbum personal, pero su materia excede lo autobiográfico o lo ficticio. Su verdadero tema no es el testigo que relaciona los hechos disgregados que se narran a lo largo del libro y mucho menos el paisaje donde se escenifican buena parte de ellos; su tema es la construcción de la memoria, para establecer las trampas en las que caemos al mirar hacia atrás. ¿Dónde está la música que sonaba mientras mirábamos hacia una cámara en mitad de una verbena? ¿Quién siente el frío de aquella mañana en que el profesor nos mandó formar en el patio a todos los de la clase? ¿Son esos colores los mismos que bañaban nuestro universo de hace unos años? ¿A qué olía el campo en aquella tarde de lluvia? Con cada fotografía esperamos que «el tiempo que se detuvo se vuelva a poner en marcha», porque en torno a él hemos perdido demasiadas cosas: olores, sabores, sonidos, sentimientos… Y la literatura nos ayuda a negociar parte de lo que perdimos, recreándolo, reconstruyéndolo o inventándolo.
Muchos escritores, cuando exploran su pasado, imponen de tal manera su presente que todo lo que cuentan resulta demasiado cerebral, falto de vida; ese no es el caso de Julio Llamazares. A este último le interesan muy poco las redes intertextuales que pueden establecerse entre los clásicos de la literatura y las vidas de los habitantes de un pueblo minero, quizás porque sabe que eso muy a menudo da pie a paralelismos forzados, carentes de matices. Su obra, en ese sentido, prefiere ceñirse a los hechos, atento a los matices sensoriales, al grado de humildad que impone la memoria desnuda. Eso no impide que su metodología compositiva mezcle elementos literarios, poéticos y ensayísticos; recuerdos reales e inventados; rasgos del cuento y la novela; recursos de la literatura oral y de la literatura más artificiosa... Con todas estas intersecciones y con las referencias a la televisión, el cine o la radio como inventos que alteraron nuestra percepción de la memoria, Escenas de cine mudo deja muy claro que, por mucho que nuestra capacidad para experimentar el tiempo perdido sea escasa, al menos podemos evocarlo gracias a nuestros recuerdos y a la fuerza que tiene la ficción para hacerlos de nuevo presentes, aunque sólo sea en forma de parpadeos de luz en mitad de la noche.
No hace mucho, viendo el álbum familiar de un amigo, me sorprendió que él apenas apareciese en las fotografías y que de una parte significativa de su vida, entre los quince y los treinta años, ni siquiera quedasen rastros, como si durante ese periodo no hubiera existido o como si hubiese querido borrar las huellas de un delito. Cuando cerré aquel álbum, me sentí incómodo. Mi amigo lo notó en seguida, pero no dijo nada. En adelante ya nunca he podido evitar cierto estremecimiento al coincidir con él, porque siempre me persigue la sensación de que cada palabra que sale de su boca arrastra un silencio, cada parpadeo de luz viene precedido por un segundo de tinieblas. Al mirarle a la cara, noto una especie de abismo y me imagino a mí mismo precipitándome en él, sin que llegue jamás al fondo. He dejado de saber quién es. También he dejado de saber si de verdad soy su amigo o si él es amigo mío. Junto a él, las cosas se han vuelto relativas, las conversaciones han perdido fluidez, la sinceridad se ha transformado en cautela. La pantera avanza sigilosa en medio de la jungla. Un ruido, una rama quebrándose, el viento agitando las hojas...