Doménico Chiappe
Una de las imágenes más arraigadas a la memoria colectiva visual es la de la mujer de espaldas, sinuosa como un instrumento de cuerdas, sobre cuya piel se dibujaron dos efes (orificios en la tapa superior del violonchelo). El autor de la obra es Man Ray y el cuerpo es de Kiki de Montparnasse, por entonces su amante. En las fotografías de Man Ray, ella aparece una y otra vez en las obras fechadas entre 1922 y 1926. Musa de muchos otros artistas de la época, Kiki posó para Calder, Modigliani, Gargallo, Fujita y cualquiera que le pagara unos centavos o la cena de aquel día. Porque además de convertirse en un símbolo de la bohemia más famosa de todos los tiempos, la de Montparnasse de entreguerras, Kiki fue gran parte de su vida una mujer menesterosa, que provenía de una familia desestructurada y hambrienta. Y esto es lo que se ve en estos Recuerdos recobrados, su autobiografía o, mejor dicho, el dictado de sus memorias.
Su madre la dejó a cargo de su abuela, pobre en extremo, y hasta los 15 años vagó sin acudir casi a la escuela porque le avergonzaba tener piojos. Entonces la buscó su madre, que se había establecido en París. Kiki muy pronto se independizó, trabajó en fábricas, en talleres, como modelo ocasional y como puta furtiva. Poco a poco se estableció, conoció gente, alcanzó cierta fama como cantante de variedades, se estableció en Nueva York una breve temporada, financió la revista París-Montparnasse e incluso realizó alguna exposición con los dibujos que pintaba y que, en esta edición de Nocturna, se publican junto a los capítulos de la obra.
Kiki, a los treinta años, era ya un despojo, adicta y alejada del físico que veneraron los artistas. Y, entonces, firma este libro, titulado originalmente Souvenirs retrouvés, encargado por la editorial francesa José Corti. La obra transmite de principio a fin ese ambiente histórico y son memorables algunos capítulos, aquellos en los que la autora incide en el detalle de la anécdota desarrollada. Por ejemplo, cuando aborda al pintor Soutine en las escaleras de su edificio, donde ella estaba refugiada del frío con una amiga, y él las dejó entrar en su apartamento y quemó el único mueble que tenía, aparte de un sillón de mimbre, para hacer fuego y calentarlas. O cuando Modigliani consiguió un mecenas que le pagó un buen precio por un cuadro y él invitó a todos sus amigos, excepto a Libión, dueño de La Rotonde, porque todo en su casa se lo había robado a su bar. Y Libión acudió de todos modos. Flaquea, eso sí, cuando, seguramente por orden del editor, Kiki tuvo que hablar de los artistas famosos, uno por uno: nada aportan sus líneas sobre Man Ray o Fujita.
Es, más que una obra literaria, la transcripción de una conversación. Nada que objetar, ya se sabe que cientos de películas y libros taquilleros no son más que eso. Pero en las memorias de Kiki se retrata la época miserable que vivió. Época ahora banalizada y admirada por turistas y aficionados al arte. Ella, y gente como ella y como los artistas que tanto se venera hoy, no tenían techo ni alimento ni abrigo. Los zapatos tenían agujeros. La tos era parte perpetua del ruido de fondo. Los robos y las trampas, asuntos cotidianos. Todo paliado, a duras penas, por el ingenio y la sacralización del arte, de la creación elevada que despojaba de importancia a la muerte temprana. Y en el crudo testimonio de Kiki está todo el valor de este libro.
Su madre la dejó a cargo de su abuela, pobre en extremo, y hasta los 15 años vagó sin acudir casi a la escuela porque le avergonzaba tener piojos. Entonces la buscó su madre, que se había establecido en París. Kiki muy pronto se independizó, trabajó en fábricas, en talleres, como modelo ocasional y como puta furtiva. Poco a poco se estableció, conoció gente, alcanzó cierta fama como cantante de variedades, se estableció en Nueva York una breve temporada, financió la revista París-Montparnasse e incluso realizó alguna exposición con los dibujos que pintaba y que, en esta edición de Nocturna, se publican junto a los capítulos de la obra.
Kiki, a los treinta años, era ya un despojo, adicta y alejada del físico que veneraron los artistas. Y, entonces, firma este libro, titulado originalmente Souvenirs retrouvés, encargado por la editorial francesa José Corti. La obra transmite de principio a fin ese ambiente histórico y son memorables algunos capítulos, aquellos en los que la autora incide en el detalle de la anécdota desarrollada. Por ejemplo, cuando aborda al pintor Soutine en las escaleras de su edificio, donde ella estaba refugiada del frío con una amiga, y él las dejó entrar en su apartamento y quemó el único mueble que tenía, aparte de un sillón de mimbre, para hacer fuego y calentarlas. O cuando Modigliani consiguió un mecenas que le pagó un buen precio por un cuadro y él invitó a todos sus amigos, excepto a Libión, dueño de La Rotonde, porque todo en su casa se lo había robado a su bar. Y Libión acudió de todos modos. Flaquea, eso sí, cuando, seguramente por orden del editor, Kiki tuvo que hablar de los artistas famosos, uno por uno: nada aportan sus líneas sobre Man Ray o Fujita.
Es, más que una obra literaria, la transcripción de una conversación. Nada que objetar, ya se sabe que cientos de películas y libros taquilleros no son más que eso. Pero en las memorias de Kiki se retrata la época miserable que vivió. Época ahora banalizada y admirada por turistas y aficionados al arte. Ella, y gente como ella y como los artistas que tanto se venera hoy, no tenían techo ni alimento ni abrigo. Los zapatos tenían agujeros. La tos era parte perpetua del ruido de fondo. Los robos y las trampas, asuntos cotidianos. Todo paliado, a duras penas, por el ingenio y la sacralización del arte, de la creación elevada que despojaba de importancia a la muerte temprana. Y en el crudo testimonio de Kiki está todo el valor de este libro.
1 comentario:
Sobre Kiki de Montpartnasse, hay que recomendar también la estupenda novela gráfica (titulada simplemente Kiki) realizada por Catel y Bocqet, que seguramente entusiasmará a los que quieren acercarse a los grandes cómics de estos principios de siglo. Creo que aquí la publicó la editorial Sins Entido (y, claro, al ser un cómic pasó con más pena que gloria).
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