Trad. Carmen Gauger. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2008. 194 pp. 18 €
Mercedes Cebrián
Lo primero que a muchos sorprenderá de esta novela es que, en la página 10, Dieter, el protagonista pierda una oreja así, como quien no quiere la cosa, en medio de un bar donde proyectan el partido de fútbol Alemania-República Checa. Esta pérdida tan sorprendente (no se trata de una oreja cortada por nadie, sino de una que se cae al suelo sin más) funciona como metáfora del proceso vital que experimenta el cuarentón Dieter y, si bien podría tener más peso en el desarrollo de la trama y causarle más cuitas al hombre en cuestión, el autor ha decidido dejar el extravagante asunto en un segundo plano para alivio de ciertos lectores, que así podemos nuestra atención en otros aspectos del relato y, sobre todo, en las agudas observaciones en primera persona del protagonista.
Las observaciones de Dieter son como los golpes de un martillo de plástico colorido: al alcanzar su blanco emiten un sonido peculiar que, lejos de causar daño, resultan hasta divertidos para quien los recibe. Dieter se limita a hablarnos de sì mismo; de lo complicadas que son las relaciones con su exmujer Edith, la madre de su hija («Noté entonces una vez más que para Edith la necesidad de reducir gastos es algo tan ajeno como una enfermedad»); de Sonja, la mujer con la que sale temporalmente; de una compañera de trabajo que parece gustarle; de su ascenso laboral y de otros aspectos de una vida de clase media, convencional y carente de estímulos trepidantes, en la Centroeuropa de nuestros días. Hasta aquí, todo puede parecer algo anodino, pero a medida que avanzamos en la lectura nos damos cuenta de que el texto es un ejemplo excelente de una voz masculina exenta de los tics de lo muy afrancesado, de la guasa y, en ocasiones, solemnidad ibéricas que tan de memoria conocemos, y del humor irónico ampliamente exportado por los escritores anglosajones. ¿Podríamos atrevernos a afirmar entonces que estamos ante una voz «alemana»? Quizá sea exagerado, sobre todo porque nos obligaría a definir el adjetivo «alemana» en este contexto, pero lo que sí puedo asegurar es que se trata de una voz lúcida, con gran capacidad de autoanálisis y de espíritu crítico («Como tantas otras veces, mi vida afectiva está en el límite entre el acercamiento y la huida. A veces me intereso por otras personas, y luego ya nada, ni siquiera, lamentablemente, por quienes ya me interesaron alguna vez. Me gustaría ahogar (aquí, en la piscina) esos sentimientos poco serios, pero se aferran a mí con fuerza y no entran en negociaciones.»). Y lo más importante: le saca todo el jugo posible a una vida que muchos considerarían soporífera.
El mundo es una pequeña fiesta en la voz del protagonista de Un toque de nostalgia; pero una fiesta modesta, con sandwiches de jamón de York, refrescos, algún gorrito, serpentinas y dos o tres matasuegras. A lo largo de sus observaciones, Genazino, a través de su personaje, parece animarnos a seguir celebrándola, manteniendo despierta la curiosidad ante cualquier situación («Por la curiosa posición de su órgano sexual, el hombre está obligado a mirarlo desde arriba durante casi toda su vida. Envidio a las mujeres, que están liberadas de esa eterna monotonía.»), que es lo mismo que animarnos a seguir viviendo.
Mercedes Cebrián
Lo primero que a muchos sorprenderá de esta novela es que, en la página 10, Dieter, el protagonista pierda una oreja así, como quien no quiere la cosa, en medio de un bar donde proyectan el partido de fútbol Alemania-República Checa. Esta pérdida tan sorprendente (no se trata de una oreja cortada por nadie, sino de una que se cae al suelo sin más) funciona como metáfora del proceso vital que experimenta el cuarentón Dieter y, si bien podría tener más peso en el desarrollo de la trama y causarle más cuitas al hombre en cuestión, el autor ha decidido dejar el extravagante asunto en un segundo plano para alivio de ciertos lectores, que así podemos nuestra atención en otros aspectos del relato y, sobre todo, en las agudas observaciones en primera persona del protagonista.
Las observaciones de Dieter son como los golpes de un martillo de plástico colorido: al alcanzar su blanco emiten un sonido peculiar que, lejos de causar daño, resultan hasta divertidos para quien los recibe. Dieter se limita a hablarnos de sì mismo; de lo complicadas que son las relaciones con su exmujer Edith, la madre de su hija («Noté entonces una vez más que para Edith la necesidad de reducir gastos es algo tan ajeno como una enfermedad»); de Sonja, la mujer con la que sale temporalmente; de una compañera de trabajo que parece gustarle; de su ascenso laboral y de otros aspectos de una vida de clase media, convencional y carente de estímulos trepidantes, en la Centroeuropa de nuestros días. Hasta aquí, todo puede parecer algo anodino, pero a medida que avanzamos en la lectura nos damos cuenta de que el texto es un ejemplo excelente de una voz masculina exenta de los tics de lo muy afrancesado, de la guasa y, en ocasiones, solemnidad ibéricas que tan de memoria conocemos, y del humor irónico ampliamente exportado por los escritores anglosajones. ¿Podríamos atrevernos a afirmar entonces que estamos ante una voz «alemana»? Quizá sea exagerado, sobre todo porque nos obligaría a definir el adjetivo «alemana» en este contexto, pero lo que sí puedo asegurar es que se trata de una voz lúcida, con gran capacidad de autoanálisis y de espíritu crítico («Como tantas otras veces, mi vida afectiva está en el límite entre el acercamiento y la huida. A veces me intereso por otras personas, y luego ya nada, ni siquiera, lamentablemente, por quienes ya me interesaron alguna vez. Me gustaría ahogar (aquí, en la piscina) esos sentimientos poco serios, pero se aferran a mí con fuerza y no entran en negociaciones.»). Y lo más importante: le saca todo el jugo posible a una vida que muchos considerarían soporífera.
El mundo es una pequeña fiesta en la voz del protagonista de Un toque de nostalgia; pero una fiesta modesta, con sandwiches de jamón de York, refrescos, algún gorrito, serpentinas y dos o tres matasuegras. A lo largo de sus observaciones, Genazino, a través de su personaje, parece animarnos a seguir celebrándola, manteniendo despierta la curiosidad ante cualquier situación («Por la curiosa posición de su órgano sexual, el hombre está obligado a mirarlo desde arriba durante casi toda su vida. Envidio a las mujeres, que están liberadas de esa eterna monotonía.»), que es lo mismo que animarnos a seguir viviendo.
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